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Juan Ramón Lucas: «El terrorismo siempre es el mal»

Juan Ramón Lucas: «El terrorismo siempre es el mal»

La curiosidad convirtió a Juan Ramón Lucas (Madrid, 1958) en novelista. Si, con La maldición de la Casa Grande, el periodista quería comprender la personalidad de un tirano decimonónico, en Agua de luna (Espasa, 2021), el director y presentador de La brújula de Onda Cero perseguía conocer, tal y como cuenta a Zenda, “qué es lo que hace que una persona que vive una vida relativamente cómoda, en Occidente, abandone todo para irse ahí”. Ese “ahí” es el Estado Islámico.

En Agua de Luna se cuenta la historia de Greta, una joven que quiere ser actriz y que acaba disparando un Kaláshnikov en Mosul. ¿Por qué la hija de un actor y de una periodista famosos termina —o no— en el Dáesh? La respuesta se halla en las 382 páginas de un libro duro, trepidante y minado de imprevistos en el que Lucas, además, ha hecho introspección y, en algunas partes, “he puesto demasiado de mí ahí. Demasiado”.

Conversamos en la Terraza del Gijón, bajo un cielo londinense, como de cemento, y sitiados por una legión de palomas tragaldabas.

—Señor Lucas, ¿usted cree en Dios?

—(Risas) Yo era religioso de joven. Ahora soy escéptico. No me arrimo a verdades absolutas, ni en un sentido ni en otro. O sea, que la respuesta no la sé.

—¿Por qué se volvió un escéptico?

"No creo en un dios dibujado y preciso y en unas leyes marcadas y rigurosas. Simplemente, no me agarro a verdades eternas. Porque no hay nada eterno"

—En la adolescencia, estudié dos años en un seminario con la intención de ser misionero comboniano. Y tenía fe de verdad. Y recuerdo lo que es ese sentimiento, esa emoción. Al final era una emoción: no tienes el conocimiento suficiente como para discernir, sobre todo de adolescente, si en lo que estás creyendo tiene sentido o no. Simplemente crees. Y lo hice. Con el tiempo, me fui apartando de ello. La vida y sus complicaciones, la realidad de lo que vives, el mundo en el que estás y la conciencia que tomas de las cosas te van separando de esa espiritualidad infantil y un poco superficial. En mi caso, terminé alejado de toda esa espiritualidad construida en forma de religión. Pero es verdad que, ahora, estoy cercano a algo parecido al budismo, que creo que es más una filosofía que una religión, y supongo que hay una suerte de espiritualidad que se mueve en mi interior. Eso que te digo es, aparentemente, una gilipollez, pero es como lo veo. No creo en un dios dibujado y preciso y en unas leyes marcadas y rigurosas. Simplemente, no me agarro a verdades eternas. Porque no hay nada eterno. Tampoco la verdad.

—“¿Y qué es la verdad?”, le preguntó Pilatos a Jesús un rato antes de condenarlo a muerte.

—Ahora mismo me he acordado de la canción de Sabina: “Lo niego todo, incluso la verdad”. ¿Qué es la verdad? Es muy difícil responder. Creo que la verdad es la conciencia de lo que somos. Todo lo demás son construcciones que tienen mucho que ver con nuestras emociones, con el mundo en el que vivimos, lo cual no quiere decir que sea mentira todo lo que pasa. Simplemente, la vivencia que tenemos de ello está en función de nuestra propia realidad. Es decir, podemos especular sobre la verdad, pero te diría que la verdad es lo que palpas y lo que sientes, y casi todo lo que vives. No todo.

—En un diálogo de Agua de luna, Greta le dice a Fátima: “Ninguna religión es tolerante”. Responde la segunda: “Todas lo son si interpretas sus textos de la manera adecuada”. ¿Qué es la “manera adecuada”? ¿Acaso no son las “maneras adecuadas” de unos y de otros las que prenden las mechas de la violencia?

"¿Por qué crece ese mal en determinados lugares del mundo? ¿Por la religión? Sí. Pero también por la explotación"

—A ver, esa pregunta se la tendrías que hacer a Fátima, al personaje. No deja de ser un recurso literario para ir, más adelante, a explicar que cuando a alguien le interesa mantener una suerte de poder, una suerte de dominio sobre los demás, justifica lo que fundamenta ese dominio en el bien de los demás. Eso es la vida en general, el mundo en el que vivimos. Claro, ¿cuál es la “forma adecuada”? La que afecta a mis intereses, la que beneficia a mis intereses. Como hace cualquier poderoso. En el fondo, eso es lo que dice Fátima, aunque ahí es más un recurso literario que una suerte de aproximación filosófica.

—También pone en el personaje de Fátima la siguiente frase: “Sólo por ser musulmán, la gente ya te pone la banda de terrorista o sospechoso”. ¿Esa generalización se cumple en España?

—Sí, por eso lo he escrito. Ese es uno de los momentos de la novela en el que soy consciente de que estoy mandando un recao. Porque es así. Estamos en el territorio de la cosificación, que es una palabra horrorosa, en el de jugar con los tópicos en beneficio propio. En otro momento de la novela, cuando están ensayando Greta y su compañero en la escuela de Guildhall, ella lanza un speech en el que, en el fondo, se está poniendo en el lugar del terrorista. Llegan Khaled y Emily, estos dos últimos son musulmanes, y Greta está bastante cerca a su filosofía. El chico le dice: “¿Musulmanes? Ella no lleva velo y él no tiene pinta de musulmán”. Estamos otra vez en lo mismo. Vuelvo a utilizar ese elemento del tópico injusto y de cómo la verdad es construida a través de la interpretación correcta de la religión desde el punto de vista interesado. Fíjate, una de las cosas que no sé si reflejaré en la novela, pero que he aprendido, es que el terror es el mal. La utilización del ser humano para imponer una idea, para explotar, para torturar, para matar, es el mal. El terrorismo siempre es el mal. El terrorismo islámico lo es. Pero ese mal se siembra en algún sitio. Siempre combatiré el mal, pero deberíamos cambiar la forma de relacionarnos con los lugares donde se siembra ese mal. ¿Por qué crece ese mal en determinados lugares del mundo? ¿Por la religión? Sí. Pero también por la explotación, por el trato miserable que brindamos, desde nuestro Occidente confortable, a esos países. El islam es semilla de ese terror, pero la forma en que tratamos el islam, al diferente, en general, es lo que hace que esa semilla crezca.

—¿Y qué más ha aprendido mientras escribía la novela?

"Estado Islámico no habría sido lo que es, o lo que fue, sin las redes"

—He aprendido mucho de mi relación con mis hijos. Porque ahí hay bastante de confesión, de dudas… En la parte de la novela que transcurre en apenas unos segundos y que está bajo los versos de “El lobito bueno”, que es el monólogo del padre en su cautiverio, ahí he visto muchas cosas de mi relación con mis hijos, errores que cometes… He aprendido también, aparte de una cuestión puramente personal, lo vulnerables que somos. La capacidad que tiene el terrorismo islámico, casi cualquier terrorismo, las corporaciones o algunos gobiernos de manipularnos a través de las redes, de utilizar el ciberespacio para imponer filosofías y para llegar, incluso, a imponer dictaduras. Estado Islámico no habría sido lo que es, o lo que fue, sin las redes.

—¿Qué le llevo a escribir Agua de luna?

—Una duda, como me pasó con la primera. Con La maldición de la Casa Grande lo que quería era saber cómo demonios es la personalidad de un explotador y tirano del siglo XIX, que es capaz de cualquier cosa y que tiene tanta empatía como esa silla con cualquier ser humano. Incluso esa silla tiene más, porque se adapta. En el caso de Agua de luna, Greta nace de la curiosidad, seguramente como padre, pero también como ciudadano, de qué es lo que hace que una persona que vive una vida relativamente cómoda, en Occidente, abandone todo para irse ahí. Empiezas a bucear, a buscar razones, a conocer casos reales, porque todo parte de casos reales… Entonces, lo primero que te encuentras es que eso es una bomba en cualquier familia, en cualquier entorno. De repente, estalla todo y los pedacitos están llenos de enseñanzas, de posibilidades literarias, de informaciones sobre la condición humana, y ahí es donde voy: la novela son los pedacitos de ese estallido en una familia que, de repente, se encuentra con ese problema. Desaparece tu hija y, de pronto, descubres que se ha ido a Estado Islámico. Que lo ha dejado todo por ese despropósito y esa locura. Entonces, la novela nace de esa curiosidad y vas tirando del hilo, y vas encontrando los trocitos del estrépito, la gente que está vigilando, los que intentan saber por qué ha pasado, los que se juegan la vida para que eso no vuelva a pasar… En fin, personajes que pululan por ahí.

—¿Cuál ha sido la parte más dura de elaborar?

"Desaparece tu hija y, de pronto, descubres que se ha ido a Estado Islámico. Que lo ha dejado todo por ese despropósito y esa locura"

—El final. Me conmuevo y hasta lloro cada vez que lo leo. Y lo he leído un montón de veces. Ese final no era el que había pensado al principio. La novela era más lineal. Terminaba cuando empieza, lo que pasa inmediatamente después de que empieza la novela, que no lo voy a revelar, era el final. Pero decidí darle una vuelta, porque me llamaba también la atención la posibilidad de jugar con la verdad y la mentira, el bien y el mal. La frontera es muy delicada y he intentado reflejarlo en la novela. Que los personajes fueran lo que han parecido o no y que el lector se encontrara con algo que muchos podían intuir, pero que, probablemente, la mayoría no. Jugué con eso. Lo que más me ha conmovido es el final. No quiere decir que sea triste…

—Es duro.

—Es duro, pero no necesariamente triste. Luego, la parte contada en primera persona por Julio Noriega. Su cautiverio. Esos segundos en los cuales pasa toda la vida, la relación con su hija, dónde se ha equivocado, cómo la recuerda, lo que recuerda de su relación con su mujer. Esa parte ha sido… (piensa) Yo creo que ha sido terapéutica, pero no ha sido fácil. Creo que he puesto demasiado de mí ahí. Demasiado.

—Cuando Greta conoce a Mohamed y a sus amigos musulmanes, siente que se ha aproximado “a un mundo más amplio y más adulto”. ¿Occidente es más infantil que Oriente?

"Una de las cosas que me interesa de la novela es conocer cómo es ese ambiente, o aproximarme a él, en el que surge la semilla del terrorismo"

—Mira, en Armas, gérmenes y acero, Jared Diamond trata de explicar por qué cada sociedad evoluciona de manera diferente en distintas partes del mundo. Y cuenta cómo los chicos del Tercer Mundo se buscan la vida mucho mejor que los occidentales. Nosotros, en nuestro confortable Occidente, nos hemos acostumbrado a que la vida sea mucho más fácil. Claro, eso díselo a alguien que está en paro o que no puede llevar a sus hijos al colegio. Pero la gente que viene de Siria o los refugiados que vienen de países en guerra llegan de un mundo infinitamente más atroz que el nuestro. Un mundo en el que los niños, desde muy niños, saben buscarse la vida mejor. En ese sentido lo digo. Como te decía, una de las cosas que me interesa de la novela es conocer cómo es ese ambiente, o aproximarme a él, en el que surge la semilla del terrorismo. Entonces, Occidente es más confortable y ha perdido algo el músculo de la supervivencia y, en ese sentido, sí sería más infantil.

—Estaba recordando que lo que empuja a Greta a meterse en ese mundo es la muerte de su abuela, la sensación de que sus padres, metiéndola en una residencia, se deshacen de ella.

—Eso está muy bien visto, tío. Eso es el desencadenante. A ver: yo necesito trazar un perfil de padres inestables y conocidos para subrayar que son de clase media-alta, y un clavo afectivo al que ella se agarra, con esos padres, que es su abuela. Ella no perdona. Esa es la parte que justifica que Greta se vaya a Estado Islámico, o el lector entre en eso. ¿Qué es lo que desencadena? Al final es el amor y algo que está impreciso en la novela y que dejo en manos del lector: ¿por qué ella hace esa barbaridad?

—Leo en El Periódico: “El Estado Islámico mata a 31 soldados en una emboscada en Nigeria” (26/4/21); “Decenas de muertos en un atentado contra una escuela en Kabul”, en France 24 (8/5/21)… Esta gente ocupa menos espacio en los informativos, pero ahí sigue.

"Gente con capacidad de atentar, de sacar un cuchillo y matarnos aquí, hay en todas partes del mundo"

—Es que nos hemos acostumbrado. El gran problema que tienen las rutinas informativas en este mundo hiperconectado, tan conectado que no nos damos cuenta de lo vulnerables que somos, es que se van olvidando las cosas. Y que las cosas lejanas nos pillan muy lejos. Aquí hay un atentado terrorista y mueren tres personas, y ocupa todas las portadas; hay un atentado en Nigeria o en Afganistán en el que mueren 150, y a lo mejor ocupa el tercer o cuarto tema, porque nos pilla lejos. Pero siguen aquí, siguen actuando y están entre nosotros. La covid ha permitido que, al no poder moverse con libertad, están más dormidos. Pero siguen aquí. Gente con capacidad de atentar, de sacar un cuchillo y matarnos aquí, hay en todas partes del mundo.

—Casi al final de la novela, Greta le dice a Amir que, en la yihad, “no hay honor ni identidad, sólo terror y explotación”. Sí que hay fanatismo, arrojo y perseverancia. ¿Tienen los islamistas alguna posibilidad de ganar?

—No. Nunca ganarán. Ya lo han intentado con un Estado que nadie reconocía y que se basaba en el terror. Esta gente no razona como nosotros. Tiene capacidad de movilizar recursos en cualquier parte del mundo. Les encantan los papeles de dólar, pero yo creo que nunca alcanzarán su propósito porque están anclados en el pasado y porque no tienen capacidad para entender lo que es el mundo. Algunos sí, y por eso han manejado redes sociales, y se mueven bien, pero no creo que sean capaces de alcanzar lo que pretenden. ¿ETA hubiera alcanzado el Estado vasco? Nunca, nunca.

—Para terminar: buenos guiños literarios hace a su hija, la poeta y actriz Ana Lucas.

—Yo quería cerrar la novela con ese plano final de Greta empezando a ver el reflejo del agua de luna con algo bonito, poético. Le dije a Ana: “Échame una mano”, y me construyó este poema (aparece al inicio de la novela). Y los “peces de espejos diminutos” están en el final. Ana es brillantísima. Y la chica de la portada es mi hija Merche.

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