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Karina Barbitúrica

El viacrucis de la pasión por lo propio que gestó la exitosa novela La hija de la española ha dado paso a una reflexión de cazadora de palabras que, en estas Crónicas barbitúricas, hizo algo singular: perseguirse a sí misma hasta darse alcance para quebrarse los huesos y poder así encajar en una nueva mirada. En las crónicas, todos somos potenciales presas de este animal literario que aúlla el dolor de las fracturas con lamentos de soprano afónica y se consuela inyectándose barbitúricos de escritura en el rincón de cualquier bar de barrio.

“Crónicas barbitúricas son esas fotos que nunca etiquetarías en Facebook”

—¿Qué relación hay entre estas Crónicas barbitúricas y La hija de la española?

"Cuando me senté a escribir La hija de la española lo que hice fue, simplemente, cambiar de libreta"

—Estas crónicas funcionaban como un diario; las iba construyendo a golpe de necesidad y a cualquier hora, como una manera de poner en orden las cosas que había visto y estaban pasando; con ese impulso de apuntar en una libreta para no dejar escapar las sensaciones, de manera que, cuando me senté a escribir La hija de la española lo que hice fue, simplemente, cambiar de libreta. Pero te aseguro que me enfrentaba cada día a la novela con idéntica pulsión. Ambos libros comparten el elemento madrugada y el elemento compulsividad de manuscrito.

—Dices en el prólogo que a las crónicas del libro les has “practicado la cirugía” como un “ejercicio de memoria y honestidad”. ¿Cómo ha sido la experiencia de releerte?

"Lo que realmente hice con estas crónicas fue quebrarles un poquito los huesos, como a un cuerpo que quieres meter en una caja algo más pequeña"

—Lo complicado ha sido editarlo, pero sobre todo editar-me, porque no podía bajar el nivel de espontaneidad y frescura (estas crónicas nacen en un Word allá por 2006 y se alimentan de él; del blog del mismo nombre que luego colgué en zendalibros.com, así como de algunos artículos de prensa). Técnicamente había textos en los que encontraba errores claros; un cierto exceso que había que podar, aunque creo que lo que realmente hice con estas crónicas fue quebrarles un poquito los huesos, como a un cuerpo que quieres meter en una caja algo más pequeña.

—¿El tiempo mejora o empeora la literatura?

—El tiempo también escribe, y nadie sale ileso de su cirugía. Por eso en el caso de las barbitúricas, decidí reescribirlas casi todas (si te fijas, están fechadas dos veces), mirando algunas incluso con cierta condescendencia hacia aquella pánfila que concibió los primeros textos, como Esa zarzuela de churros con chocolate o Bésame mucho. La Karina de las últimas crónicas, sin embargo, se muestra menos sorprendida por determinadas cosas; un poco más cínica, podríamos decir.

—Hay una evolución clarísima en los textos: pasan de ser, casi, la mirada de una inmigrante a convertirse en el material que sale de los ojos de una cazadora; de una escritora.

—Todas son en realidad la voz de una persona obsesionada por encontrar su lugar; la crónica de alguien que siempre se quiere mover. Hay mucha insatisfacción crepitando en todos estos textos, pero sí, qué duda cabe que el punto de vista va cambiando a lo largo de las crónicas y del tiempo que las separa y las ordena.

—El libro se abre con una definición de “lo barbitúrico”, como si fuese posible un club disperso de barbitúricos por el mundo.

—Lo barbitúrico siempre está asociado a la capacidad de destrucción, y yo creo que estas son las crónicas de alguien que ha destruido muchas cosas y que ha avanzado demoliendo, destruyendo a su paso, para crear cosas nuevas. Y eso no es exclusivo.

—¿Cuál es el barbitúrico que toma Karina Sainz Borgo?

"La escritura es el único barbitúrico que me funciona. Creo que si yo no puedo dejar una cuota importante de emoción en un texto, no lo siento como mío."

—La escritura es el único barbitúrico que me funciona. Tradicionalmente, el barbitúrico ha sido el ingrediente suicida por excelencia en la literatura, pero en mi caso no tiene una pulsión autodestructiva. Escribo para retener cosas a pesar de que el precio sea destruir otras. Por ejemplo, en la crónica La cólera de Rosauro, planteo la teoría del paquidermo o de las personas-paquidermo que han nacido con un volumen destructor de paisajes, o de interiores, como si vivieran en un mundo de cristal. Narrar con esa certeza no me hacía sentir mejor, pero me entretenía. Mis paquidermos tienen, de alguna manera, la lógica del Licenciado Vidriera. Hay gente que escribe de manera más profesional, más despegada, pero la mía es personal. Mira, te voy a poner un ejemplo que a mí me parece que describe bastante bien lo que es este libro de Crónicas barbitúricas. En una de las biografías de María Callas cuentan que decía de ella su maestra de canto: “Es fea, tiene acné, es una niña sin gracia, pero cuando canta… ¡madre mía!”. Luego le advertía: “Pero niña, no deberías cantar así toda la vida porque un día te quedarás sin voz”. La Callas, por supuesto, no le hizo caso. Y se quedó sin voz. Yo creo que escribo un poco de esa manera; pagando el precio de mi canto, sea cual sea. Como El ruiseñor y la rosa, con perdón. Suena tal vez un poco exagerado o dramático o hiperbólico, pero creo que  si yo no puedo dejar una cuota importante de emoción en un texto, no lo siento como mío.

—¿Cómo nacen estas crónicas?

"Mejor sentarse a escribir que lanzarse a la M-30 ¿no?"

—Nacieron el mismo día que llegué a España, un 12 de octubre de 2006 a las 6 de la mañana. Esa misma tarde de un otoño rotundo me instalaba en el ático de un edificio de la calle Juan Álvarez Mendizábal, que me parecía una calle especialmente oscura. Lo veía todo desde una ventanita pequeña, y ahí inauguré mi nuevo paisaje escribiendo “Barbitúricos ciudadanos”, que es el texto con el que se abre el libro. Tal vez fuese intuitivo, pero yo sabía que si no escribía terminaría perdida en mitad de todas las preguntas que nadie me sabía responder, con toda aquella inconsistencia mezclada con la energía excesiva y el entusiasmo de la juventud. Mejor sentarse a escribir que lanzarse a la M-30 ¿no?

—Así lo declaras en estas frases de inicio del libro: Escribir como sedación / para no matarse / para matarse.

—Me impuse de alguna manera la escritura de estas crónicas para construirme un techo desde donde ver llover. Y escribía todo el tiempo: necesitaba anestesiar una parte de mí, y lo lograba escribiendo. Era como una especie de funeral diario. Lo digo en una de las crónicas: “Aprendí a perder, y a darme cuenta de que estaba perdiendo”.

—¿Cómo definirías estas crónicas?

"Estas crónicas eran como un gran blíster del que iba extrayendo mi medicación diaria, que era escribir"

—Como un blíster. Tal vez suene poco claro, pero para mí estas crónicas eran como un gran blíster del que iba extrayendo mi medicación diaria, que era escribir.

—Entre toda esa pérdida y esa fuerza de destrucción creativa, ¿dónde está la belleza de Crónicas barbitúricas?

"Cuando más intensamente llegas a los lugares es cuando lo haces vestido de ti mismo"

—En el conjunto, que es caótico pero está vivo. A mí me parece que tiene algo de organismo que late y que además está enfadado. Son crónicas sin glamour; de bar de barrio, con el señor que grita al fondo con voz de traqueotomía y el chorizo brillante y duro y frío, y el humo frito de las alitas de pollo. Pero a mí eso me gusta, y creo que es precisamente lo que hace que estas crónicas sean reales, humanas y propias, porque nacen de una necesidad muy personal. A veces pienso que me muestro demasiado, pero en el caso de la no-ficción creo que es un mal menor, porque en mi opinión, cuando más intensamente llegas a los lugares es cuando lo haces vestido de ti mismo, pues no solo requiere de un esfuerzo de honestidad personal, sino también de cierta exigencia literaria.

—¿Quiénes son tus referentes?

"Esas son las huellas que yo quería dejar en mis crónicas; no la de la yema de dedo aceitoso, sino la del leve roce sucio de carmín"

—Yo crecí leyendo lo que se llamó La Gran Crónica Latinoamericana, que tenía el alma en la figura de Alma Guillermoprieto y su Al pie de un volcán te escribo, donde se puede rastrear con claridad las trazas del autor. Y esas son las huellas que yo quería dejar en mis crónicas; no la de la yema de dedo aceitoso, sino la del leve roce sucio de carmín. Es esa modalidad de crónica “con estela” la que me interesa, la de aquel tiempo de los años 50; la de Gabriel García Márquez y su bello relato El hombre que se rasuraba con jugo de durazno, escrito en Caracas, precisamente; o las crónicas pequeñas, humanas, mínimas de Truman Capote cuando se quita las alzas (los zapatos, los zapatos) y se transfigura en un hombre normal. Bueno, en un “genio normal” (risas). En ese sentido, mis crónicas son también las historias de las cosas normales, los escritos de un mirón. En ellas el narrador siempre está mirando, espiando a la vida. Porque, aunque parezca muy encerrado, este es un libro que busca a los otros.

—Si volvemos el libro, la contraportada nos interroga con la pregunta «¿a quién pertenecen las patrias?». ¿Se ha respondido Karina a eso?

"Crónicas barbitúricas fue mi libro de hacerme española, la exhumación de mi españolidad"

—Ya no creo en ellas. ¡Estoy tan feliz! Eso sí: las patrias están construidas sobre el lenguaje que empiezas a utilizar. Cuando yo dejo de decir una palabra y asumo otra, en ese tránsito he creado un nuevo territorio donde me siento bien jugando con mis nuevas palabras. Yo creo que Gelman fue el que dijo aquello de que “la lengua es mi patria”, ¿no? Estas crónicas son una fotografía del lenguaje que aprendí a utilizar al llegar a España. Crónicas barbitúricas fue mi libro de hacerme española, la exhumación de mi españolidad.

—¿Cómo continuarán estas crónicas?

—Ahorita tengo los Barbitúricos ciudadanos, donde un Bloody Mary sin vodka, por ejemplo, sigue dando para una nueva pastilla de mi blíster, de mi diario de lo pequeño. También debo decir que estas crónicas dieron para una novela anterior a La hija, que está, manuscrita, en un cajón.

—A ver, explica eso despacito. (risas)

—Se titula Los comedores de arsénico, y a mi editora cuando la leyó le entusiasmó. Se trata de una novela muy urbana, muy cruel, que retrata la historia de una pandilla de insatisfechos que pueblan la ciudad de Madrid, contada con bastante humor, pero que en un momento yo preferí aparcar para dejarla madurar. Entonces se cruzó La hija de la española y esta quedó en el cajón. Es una novela con un paisaje urbano como el que esbozo en las crónicas, pero yo aún tengo que pelear mucho con el paisaje y su construcción en literatura.

—Estas crónicas vienen encabezadas por tres citas de la santa trinidad de la literatura universal: Flaubert, Cervantes, Nabokov, con los que me imagino tienes deudas pendientes. ¿Qué te han dado ellos a ti?

"Siempre vuelvo a Cervantes. No dejo de pensar en él cuando miro la realidad"

—Me han dado todo lo que tiene valor en mis textos. Cervantes es todo, esa capacidad de exprimirle a la vida su significado más concentrado. Ese hombre es una fábrica de perfumes humana, capaz de contar a qué huele la risa, la derrota, la ternura, lo hilarante… Ufff. Siempre vuelvo a Cervantes. No dejo de pensar en él cuando miro la realidad. Flaubert, porque es la insatisfacción a muerte, y es también la capacidad de narrar los sentimientos. Nabokov es la manera de contar la maldad y la frialdad, y es también la crueldad con sus personajes; la paradoja. Para mí, Risa en la oscuridad es la novela que me enseñó a leer y a escribir. Vaya donde vaya, voy a llevarlos a ellos tres siempre en el pastillero.

—Es curioso: en la última entrevista que hicimos, hace un año, me comentaste que de Cervantes te interesaba su manera de mirar el paisaje.

"Necesito mucho al maestro Cervantes y a su épica sin épica"

—Sí, porque estaba dentro de La hija de la española y tenía que manejar lo telúrico. Ahora, en mi nueva novela, necesito menos telúrico y más personas a las que les pasan cosas en el paisaje, pues estoy moviendo a personajes en un territorio tremendamente hostil. Cuando dudo, me siento a releer a Cervantes y veo que la relación entre Quijote y Sancho es tan luminosa que no necesita ni árbol, ni leones, ni nada. Todo se sostiene en ellos dos, y ahora, como yo estoy obsesionada con intentar contar bien cómo las personas obran en los lugares, necesito mucho al maestro Cervantes y a su épica sin épica.

—¿Sigues usando la libreta para tus crónicas?

—No, es imposible, pero uso el ordenador como si lo fuera. Este conjunto de crónicas es como una luna eclipsada, y la parte oscura de la luna, que no se ve, es lo que irriga la pulsión de la escritura. Gracias a ella pude sostener la columna vertebral de mi vida cotidiana en los primeros momentos en España, en los que yo aún no trabajaba en el periodismo y no me dedicaba profesionalmente a escribir.

—Pero no era una mala vida: tenías un buen trabajo de ejecutiva de comunicación, una pareja, un futuro…

"Escribir me protege contra la embolia de lo cotidiano"

—Pero había algo en mí que rechazaba esa vida. La escritura era mi acto de resistencia contra lo que yo consideraba vulgar, contra lo que te embrutece, contra los diferentes modelos de taladros de Leroy Merlín o las vueltas por Ikea con los niños y el coche. Todo eso está muy bien si lo deseas, pero yo no me veía en esa vida. Y no me parece mal decirlo. Escribir me protege contra la embolia de lo cotidiano.

—Y el periodismo, ¿qué lugar ocupa en tu vida ahora?

"Hay carnicerías muy cercanas que alimentan mi periodismo"

—El periodismo siempre va estar en mi vida, pero necesito replantearlo porque quiero ir a otros lugares menos confortables. No sé si a una guerra, aunque no hay que irse allá para ver carnicería, y lo explícito no tiene por qué ser lo importante. Hay carnicerías muy cercanas que alimentan mi periodismo y que también vierto en estas crónicas: las de las salas de espera, las farmacias, los mercadonas

—La mayor parte de la gente no ve eso, tal vez porque es incómodo. ¿Qué prefiere Karina, la distropía o la miopía?

"Crónicas barbitúricas son esas fotos que nunca etiquetarías en Facebook"

—Bueno, se ha hablado mucho sobre la distopía en mi manera de escribir, pero en el caso de las Crónicas barbitúricas yo no creo que sean distópicas. Son más bien esas fotos que nunca etiquetarías en Facebook porque en ellas nunca vamos a salir como queremos salir, sino como realmente nos vemos.

—¿Cuál es tu mejor crónica barbitúrica?

—Hay una que me gusta especialmente, y que se titula Charles tiene una pistola. Mi padre jamás me había contado que le llamaban “sucio español” en Francia y fue un momento muy curioso, porque él no sabía que yo lo estaba grabando (bueno, en el fondo yo siempre lo estoy grabando). Esa historia me dejó de piedra. Creo que logré atrapar aquella charla de bar y de cerveza con el Gran Capitán y todo lo que me hicieron sentir sus palabras. Te aseguro que no fue nada fácil.

El Gran Capitán viene a sentarse entre nosotros en mitad de los vasos vacíos de vermú y el ruido de los parroquianos de aquella tasca del Barrio de las Letras y se hace el silencio por unos minutos. Karina entonces saca su portátil. ¿Hemos terminado? Quiero leerte algo, pero es off the record. Obediente, apago la grabadora y apoyo los codos en el mármol sucio de la mesa. Entonces Karina Sainz Borgo me lee la primera página de su nueva novela, El tercer país, y es como si un hachazo de luz me quebrara la voz. No encuentro las palabras, pero ella las adivina. Sonreímos mientras guarda el portátil en el bolso.

—Entonces, ¿qué opinas? ¿Para la ceremonia de esta noche finalmente me aconsejas el vestido negro, o la falda fucsia?

—El vestido negro nunca falla, Karina.

(El camarero nos mira, comprensivo.)

—Adiós, guapas, volved pronto.

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