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Kazuo Sakamaki salva la vida en Pearl Harbor

Kazuo Sakamaki salva la vida en Pearl Harbor

Otro siete de diciembre, el de 1941, hace hoy ochenta y un años, los relojes de Hawái marcan las siete cincuenta de la mañana cuando, con el Sol naciente, que para las armas niponas simboliza su bandera de combate, la fuerza aérea de la armada japonesa se dispone a asestar un golpe a la flota estadounidense que abrirá un nuevo teatro de operaciones en la Segunda Guerra Mundial: el de la Guerra del Pacífico.

En realidad, las hostilidades en Asia, que han sido la antesala del conflicto, se remontan a 1937, cuando Japón —que ya dominaba el estado títere de Manchuria, para ellos Manchukuo—, decidió invadir el norte y el este de China. El Sol vuelve a salir, pero bajo sus rayos no hay nada nuevo: ni los que se disponen a matar, más que a morir, ni los motivos de quienes les han ordenado ir al matadero. Convertido en la primera potencia industrial de extremo oriente, Japón ha decidido llevar a la práctica sus planes expansionistas y organizar su imperio a sangre y fuego, que es la única forma de poner en marcha estas industrias.

"Es un momento estelar porque se está proporcionando a la mayor potencia militar del mundo el argumento que buscaba para ir a la guerra. Lo que ya cuesta más es precisar quién es su protagonista"

Se trata de organizar un imperio como los occidentales. Tanto es así que Japón no ha dudado ante la invasión de algunos dominios asiáticos de los ingleses y los franceses. Las metrópolis, Londres y París, tras esos bloqueos previos que suelen ser la antesala a la guerra moderna, y, pese a que en la lucha que libran con las armas en la mano prima la defensa de la integridad territorial de sus naciones —la Francia libre, de hecho, tiene a su gobierno en el exilio londinense— tampoco ha titubeado en la defensa de sus posesiones de ultramar: en los últimos meses han ido a la guerra con cuantas fuerzas han podido distraer del frente europeo. No han sido muchas, bien es cierto. Mas Estados Unidos —que ya desde su revolución tiene en Francia a su primer aliado y, pese a la independencia conseguida entonces, sus orígenes y primeros afectos siguen siendo británicos— se ha mostrado inflexible en las sanciones que también ha impuesto al Sol naciente. Así, hasta ha llegado a prohibirse el paso de los mercantes japoneses por el canal de Panamá.

Eso es lo que hay. Todo son intereses económicos. Como siempre, todo es dinero. Que no esa libertad de los pueblos oprimidos de la que habla Churchill, ni la grandeza del imperio que se exalta en Tokio y en las arengas con las que los mandos de la armada japonesa han despedido a sus pilotos en las cubiertas de los seis portaviones, dos acorazados, dos cruceros pesados, dieciséis destructores y un submarino. Es un momento estelar porque se está proporcionando a la mayor potencia militar del mundo el argumento que buscaba para ir a la guerra. Lo que ya cuesta más es precisar quién es su protagonista. El almirante Isoroku Yamamoto, quien ha concebido el bombardeo a la base naval de Pearl Harbor, es un buen conocedor de Estados Unidos. Siempre que viaja a Nueva York se aloja en el Waldorf Astoria. Sabe tanto de sus enemigos que, de antiguo, ha considerado un desatino provocarles. Con todo, se ha visto impelido a ello por el ardor guerrero de sus compañeros de armas. En los tiempos que corren, el prudente puede ser considerado un cobarde. El cobarde siempre es un traidor, sin remisión alguna, a la patria. Y traicionar al solar natal, cuando se está batiendo en el campo del honor, siempre se paga con la vida.

De modo que Yamamoto ha buscado el mejor momento para hundir la flota estadounidense y ha ido a encontrarlo el siete de diciembre de 1941. Es domingo muy de mañana. Como es fiesta de guardar, muchos de los que van a morir asisten a los oficios religiosos. Entonan los que serán los últimos salmos que interpreten en su vida.

" Por eso, el protagonista de ese momento estelar del siete de diciembre del 41, que se prolonga a lo largo de los noventa minutos que dura el bombardeo de Pearl Harbor, es Kazuo Sakamaki, el único tripulante del minisubmarino japonés que encalla"

La inteligencia estadounidense advirtió al mando de la posibilidad de un ataque como el que se avecina. Pero como aún no se había declarado la guerra y los dignatarios japoneses todavía se sentaban a la mesa de las conversaciones diplomáticas, no tuvieron en consideración la advertencia. De modo que trescientos cincuenta aviones del Sol naciente comienzan a dejar caer su terrible carga sobre la flota estadounidense. Irán a pique cuatro acorazados, tres más serán dañados seriamente; tres cruceros y tres destructores, hundidos, otros tantos, dañados, entre otras muchas naves que quedan inservibles. El aparato aéreo también se ve muy mermado: ciento ochenta y seis aviones son destruidos; ciento cincuenta y nueve, inutilizados. Pero la cifra más alta es la de los muertos: dos mil cuatrocientos dos. Los japoneses sólo pierden sesenta y cuatro hombres, veintinueve aviones y cuatro minisubmarinos.

Ese domingo, igual que nuestro miércoles, en la base de Pearl Harbor será un festivo sin descanso. “Una fecha que vivirá en la infamia”, comentará el presidente Roosevelt. El día ocho Estados Unidos declarará la guerra a Japón. Alemania e Italia se la declararán a Washington el once. La mayor maquinaria bélica que ha conocido la humanidad ha entrado en el mayor conflicto armado que se haya visto desde el principio de los tiempos. Por eso, el protagonista de ese momento estelar del siete de diciembre del 41, que se prolonga a lo largo de los noventa minutos que dura el bombardeo de Pearl Harbor, es Kazuo Sakamaki, el único tripulante del minisubmarino japonés que encalla. Sakamaki es hecho prisionero. La guerra acaba para él cuando acaba de empezar y consigue salvar la vida: morirá en 1989, en Toyota (Japón), con 89 años.

Un día antes del bombardeo de Pearl Harbor, el seis de diciembre del 41, Estados Unidos había decidido poner en marcha la bomba atómica. Al menos eso es lo que sostiene Sven Lindqvist en su espléndida Historia de los bombardeos (Turner, 2002), texto de lectura desordenada pero fascinante, como la sugerida en Rayuela (1963) de Julio Cortázar. En cualquier caso, sí parece estar claro que la de Pearl Harbor fue una victoria pírrica de las armas japonesas. Ver gran parte de su flota hundida desmoralizó a los estadounidenses. Pero a la vez despertó en ellos una sed de venganza que fue determinante para ganar la guerra del Pacífico. Así se escribe la historia.

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