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La muerte en directo de Omayra Sánchez

Otro dieciséis de noviembre, el de 1985, hace hoy treinta y siete años, el municipio colombiano de Armero asiste a otra muerte anunciada. En efecto, es como en 1951, cuando otra circunscripción del país, la del Sucre, presenció el asesinato de Santiago Nasar.

Esta vez, el tránsito es el de una niña de trece años llamada Omayra Sánchez y se viene anunciando desde que el Nevado del Ruiz, el más septentrional de los volcanes activos del cinturón volcánico de los Andes, entró en erupción el pasado día trece. “Es alarmismo”, aseguraban entonces los responsables gubernamentales. En buena medida, los políticos hubieran podido paliar las dimensiones de la catástrofe. Atender las advertencias, que los geólogos y demás científicos venían haciendo desde que el pasado mes de septiembre comenzaron a emanar los primeros gases del cráter, habría sido bastante.

Armero ya fue destruido por una erupción del Cumanday —que se llamaba al volcán en la era precolombina— fechada en 1595, y volvió a ser arrasado por el lodo provocado por la actividad de tan temible vecino en 1835. Los años impares, acabados en cinco, son tan nefastos para la población como sus gobernantes.

La del siglo XVI fue una erupción como las descritas por Plinio el Joven, en una carta enviada a Cornelio Tácito para dar cuenta de lo visto en el Vesubio en el año 79 de la era común (e.c.). Antes de que empezase a correr la lava, los gases y el material volcánico arrojados desde el centro de la tierra, ascendieron a una altura de veinticinco kilómetros.

"La lluvia de cenizas y casquijos de lava era incesante, como el afán de Plinio el Viejo puesto a dictar a su escribano sus observaciones. Debió de creer que aquello era la furia desatada del Averno"

Sostienen los científicos que aquellas columnas alcanzaron la estratosfera. De vuelta a la tierra, las rocas caían a cincuenta kilómetros por hora. Todo un apocalipsis que en el 79 (e.c.) puso fin a los días de Pompeya y se llevó por delante al mentor de su cronista. Sí señor, Plinio el Viejo fue uno de los que se elevaron a la gloria de los dioses por la cólera del Vesubio. Plinio el Joven escribe que su maestro no pereció ni en Pompeya ni en Herculano —enterrada por una capa de veinticinco centímetros de ceniza durante más de mil años—, Plinio el Viejo pereció en Estabia —a seis kilómetros de Pompeya y a dos del Mediterráneo—. El Joven nos cuenta que, en la jornada fatal, su tío había estado recogiendo gente con su cuatrirreme —era prefecto de la flota del puerto de Miseno— de las aguas de la bahía de Nápoles. La lluvia de cenizas y casquijos de lava era incesante, como el afán de Plinio el Viejo puesto a dictar a su escribano sus observaciones. Debió de creer que aquello era la furia desatada del Averno. Cuando se le hizo imposible alcanzar la costa de Pompeya y Herculano, puso rumbo a Estabia, al otro lado de la bahía de Nápoles. Allí halló refugio en casa de su amigo Pomponiano. Pero encontró la muerte al día siguiente, asfixiado por los gases unas horas antes de que la erupción del Vesubio también arrasase Estabia.

En 1595, la mañana del doce de marzo marcó el comienzo de otro día fatal en todo el Nuevo Mundo. En el Nuevo Reino de Granada —que se llamaba entonces a la zona de la actual Colombia, que ya ocupaba Armero cuando ondeaba allí la bandera de la Cruz de Borgoña y todo el país era una entidad territorial del imperio español—, el Nevado, que siempre se cree dormido, aunque su última vigilia dio comienzo hace once mil años, rugió tres veces. Tres erupciones, precedidas por un terremoto acaecido el día nueve, que pudieron oírse a más de cien kilómetros del cráter. Los lahares subsiguientes acabaron con todo: flora, fauna y seiscientas treinta y seis personas. Lo peor aún estaba por llegar.

"Aquella, que la Naturaleza desatada fue a borrar de la faz de la tierra, era una población próspera y populosa con la que la ira del Nevado habría de acabar como la del Vesubio acabó con Pompeya, Herculano y Estabia"

En efecto, la erupción del Nevado del Ruiz de 1985 fue una de las más devastadoras del todo el siglo XX. Tan sólo superada por la del Monte Pelée, un cataclismo que, el dos de mayo de 1902, costó la vida en La Martinica a veintinueve mil novecientas treinta y tres personas. En el Armero de Omayra Sánchez, prácticamente borrado del mapa por los lahares —flujos de lodo, tierra y diversos materiales volcánicos—, murieron veinte mil personas de una población cifrada en torno a los veintinueve mil vecinos. Las tierras con sedimentos volcánicos son tan fértiles como magnético es el abismo para quien no debe asomarse a él. De modo que el Armero que se llevó por delante el Nevado un día como hoy, treinta y siete años atrás, era una localidad próspera donde se producía una buena parte del arroz, el algodón el sorgo y el famoso café de Colombia. Aquella, que la Naturaleza desatada fue a borrar de la faz de la tierra, era una población próspera y populosa con la que la ira del Nevado habría de acabar como la del Vesubio acabó con Pompeya, Herculano y Estabia, que siempre se olvida en el relato de la hecatombe de la bahía de Nápoles.

Mas entre tanta muerte y desolación, la humanidad también habría de alcanzar uno de sus momentos estelares en la agonía de Omayra Sánchez. Sin Plinios, ni jóvenes ni viejos. Ni siquiera aquel entrañable policía municipal de Tomelloso, también llamado Plinio, debido al ingenio del novelista español Francisco García Pavón. Sin premio Nobel que escriba sobre su anunciada muerte, la víctima más llorada de esta nueva catástrofe del Nevado —sin que situar a la niña a la cabeza de la nómina de los decesos signifique menoscabo alguno, ni al hueco que dejaron los demás ni al llanto de quienes les lloraron sin consuelo—, la pequeña colombiana entra en la historia de la literatura en las páginas de Isabel Allende.

“No hay nada más doloroso que ver a Omayra Sánchez bajo las ruinas de su casa”, escribe la celebrada autora chilena en De barro estamos hechos, uno de sus cuentos más emotivos. “Sus grandes ojos negros, llenos de resignación y sabiduría, aún me persiguen en mis sueños. La escritura de su historia no ha podido exorcizar sus fantasmas”, recordará, ya entrado el siglo XXI, la novelista chilena.

El gobierno de Colombia mostraba más interés en liberar el Palacio de Justicia de Bogotá del asedio, al que le tenían sometido desde el día seis los guerrilleros del M-19, que en la hecatombe de Armero. Trece pueblos, además del de Omayra, fueron destruidos por la cólera del Nevado. La noche anterior a la catástrofe, Omayra y sus familiares no durmieron. Los sonidos del desastre les mantuvieron despiertos. La lluvia de cenizas era incesante, el lahar se acercaba…

"Las imágenes de la agonía de la niña, que se prolongó durante tres días, fueron retransmitidas al mundo entero. Casi podría decirse que fue entonces cuando la humanidad asistió a su primera muerte en directo"

Cuando el flujo de sedimentos y barro arrambló con la casa de los Sánchez, las piernas de la niña quedaron enganchadas en las ruinas bajo el agua. Hubo un miembro de los equipos de rescate que reparó en que había vida en una mano de Omayra estando ella aún medio sumergida. Inmediatamente intentaron liberarla. Tardaron un día en hacerlo de cintura para arriba, el resto fue inútil. Las extremidades inferiores de la muchacha estaban atrapadas entre los restos de hormigón de la vivienda. Sopesaron la amputación: decidieron que de llevarla a cabo la joven moriría desangrada.

La cabeza y poco más, eso fue cuanto pudo sacar a la superficie de entre los escombros de la azotea de lo que fue su vivienda. Para que no se ahogase, el equipo de socorro la colocó un neumático alrededor del pecho. Y así fue fotografiada por cuantos operadores de cámara la visitaron. Las imágenes de la agonía de la niña, que se prolongó durante tres días, fueron retransmitidas al mundo entero. Casi podría decirse que fue entonces cuando la humanidad asistió a su primera muerte en directo. Todo un adelanto de lo que, algunos años después, sería la llamada telerrealidad.

Omayra sabía que iba a morir y enfrentó su suerte con una entereza que conmovía hasta al más pintado. A medida que el final se acercaba, la niña dedicó una canción a uno de los que intentaban salvarla. Le dieron dulces, refrescos e incluso concedió una entrevista en la que se dirigió a su madre —que se encontraba en Bogotá cuando el lodo arrasó Armero— para que la tuviese presente en sus plegarias. Unos se preguntaban si era lícito retransmitir todo aquello; otros, en la distancia, acompañaban a la muchacha en su sufrimiento. En algunos aspectos, aquello también fue el pórtico a la eclosión de la solidaridad y el buen rollo venideros.

Al final alucinaba: tenía prisa por llegar a la escuela y examinarse de matemáticas. Sesenta horas después de la tragedia, la pequeña Omayra Sánchez expiraba. Unos decían que fue la gangrena; otros, que la hipotermia. “Es horrible. Pero tenemos que pensar en la vida. Voy a vivir para mi hijo, que sólo ha perdido un dedo”, comentó la madre. Frank Fournier, un periodista francés que retrató a Omayra en su calvario, fue merecedor del Wold Press Photo de 1986 por una instantánea de la niña en su último trance. Así se escribe la historia.

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