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La Casita, mi casa

A continuación, reproducimos la primera entrega de la serie de relatos Crónicas desde El Cabo, de Patricia García Varela.

Este mes de julio se cumplieron tres años desde que mi pareja y yo llegamos por primera vez a lo que ahora llamamos La Casita (no confundir con la de Ayuso, que juega en otra liga, tanto en metros cuadrados como en polémicas). Una vivienda en el rural profundo que pasó de ser una de mis muchas ocurrencias —de esas que suelen provocar silencios incómodos y miradas de ‘¿estás segura?’— y acabó siendo una realidad. A veces nos arrepentimos, claro. Pero ya es tarde para devoluciones.

Para llegar a La Casita el camino fue largo, con una pandemia por el medio que no hizo sino convencerme del hecho de que ya no soportaba más vivir en un entorno urbano. No soy una neoludita que se oponga al desarrollo tecnológico: nada más lejos de la realidad. Mi oficio es el periodismo y hace años que escribo para diversas publicaciones desde mi lugar de residencia: es decir, teletrabajo. No busco emular a Unabomber, viviendo en una pequeña cabaña perdida en el medio del monte sin ningún tipo de comodidad ni contacto alguno con el mundo exterior.

"Esto no es Walden Pond y lamentablemente para mi bolsillo el ascetismo no me llena; aspiro a disponer algún día de un baño con una preciosa bañera exenta"

Esto no es Walden Pond y lamentablemente para mi bolsillo el ascetismo no me llena; aspiro a disponer algún día de un baño con una preciosa bañera exenta, —que sin duda Thoreau reprobaría,— y a que este experimento dure mucho más que dos años, dos meses y dos días. Por tanto aunque viva a diez minutos del núcleo urbano más poblado (que no tiene más de mil habitantes) me he asegurado de disponer de una buena conexión a internet y de tener luz.

Salir a pasear por el campo y pasar el día entre los árboles es uno de los placeres de los que siempre he disfrutado, pero si tengo que ser sincera hasta hace muy poco mis mejores planes iban por otros derroteros. Prefería con mucho un brunch en la terraza de mi hotel bilbaíno favorito para después perderme entre los pasillos del Guggenheim para contemplar alguna de sus exposiciones. Siempre he tenido un lado más pijo que hippie; jamás he dormido a la intemperie en una tienda de campaña y si he llegado a orinar fuera de un cuarto de baño ha sido en situaciones de extrema necesidad. Se puede entender que mi pareja estuviese seguro de que irnos a vivir a una casa perdida en un monte gallego era sólo otra de mis ocurrencias pasajeras a la que no había que prestarle mucha atención.

Pero a veces la vida te pone las cosas en negro sobre blanco, y lo que en principio era una idea de esas que a veces sobrevuelan la cabeza sin llegar a nada terminó por echar raíces firmemente con la llegada del coronavirus. Para mí el confinamiento fueron mucho más que los 100 días oficiales: con una enfermedad crónica grave y todo el miedo del mundo al contagio, los tres meses encerrada se hicieron eternos. Días y noches enclaustrada en un piso de sesenta metros cuadrados sin balcón al que asomarse con los ruidos continuos de los vecinos de arriba, de abajo y de al lado (que si la hora de gimnasia con saltos, que si el niño ensayando con la flauta dulce, que si la hora de música a toda pastilla para demostrar que la pandemia nos iba a hacer mejores…) bastaron para convencerme de que no estoy hecha para vivir en sociedad. Necesitaba poner tierra de por medio (cuanta más mejor) entre el ser humano más cercano y yo. Algo que ningún piso en ninguna ciudad puede ofrecerme por muchas tiendas, locales de moda y soluciones de entretenimiento que haya. Había llegado la hora de aceptar, ante el mundo y ante mí misma, que para mí el lujo se esconde en el silencio. La que un día era capaz de perderse en las páginas de un libro sentada al lado de un altavoz con un volumen infernal, o incluso dormirse, ahora había cambiado.

"No queríamos deudas con los bancos y todo lo que pudiésemos reformar nosotros, no se lo íbamos a encargar a nadie"

Así que emprendimos la búsqueda con dos ideas claras: no gastar ni un céntimo más de lo que teníamos ahorrado en su compra (cero hipotecas), y que su tamaño no se nos fuese de las manos. No queríamos deudas con los bancos y todo lo que pudiésemos reformar nosotros, no se lo íbamos a encargar a nadie. Pero de lo que uno quiere a lo que consigue, la diferencia es grande.

En primer lugar el mercado inmobiliario rural experimentó una subida como no se había visto otra igual en décadas tras el confinamiento: todo el mundo parecía querer irse a vivir al campo huyendo de la ciudad. Evidentemente esta escapada no fue más que otra burbuja ficticia. Tan pronto como las viviendas se vendieron en los lugares más recónditos y los precios subieron, a los pocos meses o al año se volvieron a vender por los urbanitas horrorizados por su nuevo entorno. Descubrir que las campanas de las iglesias despiertan los domingos por la mañana, que los vecinos usan las desbrozadoras de forma habitual los fines de semana o que los rebaños de ovejas pasan por delante de las puertas para llegar al prado más cercano dejando un reguero de deposiciones porque no llevan pañales es más de lo que muchos son capaces de soportar.

Una cosa es encontrarse el pastelito del caniche del quinto adornando la acera, otra las bostas de la manada de vacas que usan siempre justo esa vereda tan idílica para llegar al prado que las alimenta. Pero entre unos descubrimientos y otros las casas se vendieron y el mercado inmobiliario se fue encareciendo.

" Ante nuestros ojos se abría el paisaje en una suerte de postal salida de un episodio de Heidi, con el valle al fondo y en él la casa que se iba a convertir en nuestro hogar"

Así que después de muchas visitas infructuosos a ruinas por las que pedían un riñón y parte del otro, un día vi en un portal inmobiliario unas fotografías idílicas de una casa que parecía tenerse en pie y conservar el tejado. Además, en el anuncio ponía que tenía finca, que estaba registrada (¿en la provincia de Pontevedra?, eso sí que era un milagro), y que tenía luz y agua. Me faltó tiempo para llamar al número de teléfono de la inmobiliaria que lo anunciaba para concertar una cita al día siguiente.

El día de la cita quedamos en la población más cercana a la propiedad para no perdernos y seguir desde allí al automóvil del agente inmobiliario. Tras muchas vueltas por una carretera estrecha perdida en medio del típico monte de eucaliptos, el camino empezó a mejorar al llegar a la altura de una preciosa cascada. Allí abundaban más los robles y otras especies autóctonas, y tuvimos casi que parar el coche por una gran manada de cabras que ramoneaban en el arcén guiadas por un enorme perro pastor. Ante nuestros ojos se abría el paisaje en una suerte de postal salida de un episodio de Heidi, con el valle al fondo y en él la casa que se iba a convertir en nuestro hogar.

Recuerdo como si fuera ayer la impresión que nos causó: a diferencia de muchas otras que habíamos visto ésta estaba oculta tras un muro de piedra, misteriosa hasta el final, tras una gran puerta roja. Una puerta que se cae a trozos pero que habla de un pasado de casa solariega, que después nos fue confirmado por el bonito patio interior de piedra a juego con la casa. ¿Es posible enamorarse de una puerta? Supongo que sí, porque eso fue lo que me ocurrió a mí. En aquél momento supe que por fin había encontrado el lugar en que quería pasar el resto de mi vida, y teniendo en cuenta que nunca había tenido una casa en propiedad ni sentido la necesidad de asentarme en ningún lugar me di cuenta que debía ser un lugar especial. O eso o el calor me estaba afectando de verdad. No pude evitar recordar a Diane Lane en Bajo el sol de la Toscana cuando se enamora de la casa en ruinas, porque eso es exactamente lo que me sucedió a mí.

"Si estábamos interesados sólo teníamos que cubrir unos documentos que llevaba consigo, pagar tres mil euros en señal de buena voluntad y él presentaría la oferta"

De modo que intenté poner mi mejor cara de póker ante el agente inmobiliario para preguntar cuál era el precio de la casa de mis sueños, y si este era negociable. Para mi sorpresa el precio no sólo era negociable, si no que él sería capaz de conseguirnos esa maravillosa propiedad por la mitad de lo que pedían sus dueños. Si estábamos interesados sólo teníamos que cubrir unos documentos que llevaba consigo, pagar tres mil euros en señal de buena voluntad y él presentaría la oferta. En cuestión de un par de semanas la casa sería nuestra.

En ese momento sonaron en mi cabeza luces rojas de alerta y una sentencia de don Ángel Ejarque (si no conocen a este filósofo les aconsejo escuchar los podcast de La ley de la calle) que decía algo así como “para que el ratón caiga en la ratonera le tiene que gustar el queso”. A mí este queso me gustaba tanto como un buen Idiazábal, pero no tanto como para no olerme un timo a distancia. Así que cogí los papeles, le aseguré al agente que le llamaría al día siguiente y que se los entregaría bien cubiertos junto con la señal. Que supongo aún está esperando.

Como el lugar no me era desconocido me puse en contacto con otro agente inmobiliario de la zona: este no me prometió gangas ni me pidió adelantos, pero me puso en contacto con los verdaderos propietarios de la casa. Y veinte días después, ante notario, la conocida a partir de entonces como La Casita pasó a ser mía. Así empieza esta historia, que a partir de entonces se parece más a “Esta casa es una ruina” que a ninguna otra película. Pero como se suele decir: sarna con gusto no pica.

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Próximas entregas:

El Fuego

Los Vecinos

El agua, la piscinita y la madre que los parió

No hay turista para tanta cultura

La Tormenta

No son molinos, amigo Sancho, que son gigantes

De tejones, infancias y pies rotos

El robot Manolo

Las gallinas, la duquesa y el pintor

Mujeres, rural y soledad

Los jabalíes, el pulpo y las velutinas

Mi gato

Verbenas por encima de nuestras posibilidades

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