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La catequista

Decía Chandler que un buen título tiene que formular preguntas. Sin embargo, nuestro amigo patinó con La ventana alta. ¿Qué pregunta formula? Ninguna (salvo para un suicida: ¿en qué piso?).

Cuando la palabra “catequista” se coló en mi cabeza, le eché el lazo al instante: una palabra con carácter, muy sonora (una ráfaga de semiautomática) y sobre todo… ¿qué hace una catequista en una novela negra?

"He convertido a Sandokán en Bellón, un tipo que renueva su vestuario en los mercadillos, que ha cambiado la espada por una cachiporra"

En realidad todo empezó hace un montón de años. Resulta que después de ir de aquí para allá con mis padres (puritanos, calvinistas ateos, si esto es posible), nos tocó vivir en la plaza Tirso de Molina, en Madrid, la frontera con los barrios bajos. Enfrente de la academia donde vivíamos había un jardín con unos urinarios junto a una barandilla donde se apoyaban, como en un escaparate, unas cuantas putas (de a duro lo que fuera). Los chavales jugábamos entre sus piernas (sus zapatillas) a las bolas y las chapas y, de vez en cuando, un espejo de bolsillo nos permitía comprobar que aquellas mujeres se ahorraban una pasta en bragas (y de paso recibíamos nuestra primera lección de anatomía). Ah, es importante que diga que, con esto y lo otro, me devoré a todo Emilio Salgari en una biblioteca municipal. Así que este era el panorama.

De la noche a la mañana, a los catorce años, me metieron en un seminario de jesuitas («una apostólica» lo llamaban ellos, porque había clases), aun cuando yo todavía no había completado mi conversión.

Y en aquel seminario-apostólica comenzó todo. Pura Edad Media. Con sus ejercicios espirituales (¡joder!) y demás menudencias, de las que escapé como un ratoncito saltando a un mundo paralelo que yo, pieza a pieza, me iba fabricando: navegando por los Mares del Sur, cruzando las estepas siberianas, muerto de sed en cualquier desierto, o luchando con un oso blanco sobre el hielo en el Polo Norte o en el Sur. Aprovechando la misa de todos los días, el rosario de todos los días, la meditación de todos los días… y los minutos antes de atrapar el sueño llevándoles la espada a Sandokán y a Morgan, y navegando y peleando con ellos (y también, ¿eh?, abrazando por la cintura a la princesa de mis sueños).

"Bellón no cumple años, no se cansa, come todos los días. Como Sandokán y Morgan"

Al fin me echaron del colegio (dos años y tres meses). Pero ya me había convertido en un adicto, quiero decir que los últimos sesenta años he necesitado un chute de Mares del Sur todos los días (y en vez de gastarme la pasta en droga, como un yonqui cualquiera, cobro unas monedas, de aquí y de allá, por chutarme, en serio).

He convertido a Sandokán en Bellón, un tipo que renueva su vestuario en los mercadillos, que ha cambiado la espada por una cachiporra, o por una carrera (porque aunque Bellón fuma y bebe sus deportivas siguen siendo su mejor arma) y al Cisne Negro (de tres palos) en un utilitario (preferentemente un Renault) que ha pringado donde ha podido. Y a las princesas de turno las visto en Nanette.

Salvo a la catequista de La Catequista. Que a lo mejor da el pego, que a lo mejor se viste esos harapos pero debajo no lleva ropa interior, y no por ahorrar. Porque siempre me han atraído los personajes femeninos algo fantasmales y ambiguos, no sé de dónde me viene, o quizás sí: aquellas chicas de pueblo que cruzaban el puente en el crudo invierno  para comulgar en nuestra iglesia, sin lograr mantener la vista baja y los ojos entrecerrados al cruzar junto a nuestros bancos (sobre todo cuando cruzaban a la altura de Palazuelo, el Lindo).

Bellón no cumple años, no se cansa, come todos los días. Como Sandokán y Morgan. Buscando una princesa a la que enlazar por la cintura, sin importarle que se llame Rita la Chupamingas.

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