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La ciudad del fuego, de Kate Mosse

La ciudad del fuego, de Kate Mosse

La joven católica Minou Joubert recibe en la librería de su padre una carta anónima sellada con el emblema de una poderosa familia. Sólo cinco palabras: ELLA SABE QUE ESTÁS VIVA. Antes de que Minou pueda descifrar el misterioso mensaje, el destino le pondrá delante al valiente Piet Reydon, un joven converso en posesión de una reliquia de valor incalculable que cambiará sus destinos para siempre. Piet tiene una peligrosa misión y necesita la astucia de Minou para salir vivo de la ciudad medieval.

Kate Mosse es autora de obras de teatro y ensayos, además de haber escrito seis novelas y colecciones de cuentos. Premiada con varios galardones, es la autora de la Trilogía del Languedoc, que incluye las novelas El laberinto, Sepulcro y Citadel. Sus obras han sido traducidas a 36 lenguas en más de 40 países. Es la fundadora del premio Women’s Prize for Fiction, que premia la mejor obra escrita por una mujer en Reino Unido.

La ciudad del fuego, de Kate Mosse (Planeta), es una historia de amor y traición, de conspiraciones y de lealtades divididas de la que Zenda publica los primeros capítulos.

1

Mazmorras de la Inquisición, Toulouse Sábado, 24 de enero

—¿Eres un traidor?

—No, señor. El preso no sabía con certeza si lo había dicho en voz alta o si había contestado en el interior de su mente destrozada.

Dientes rotos, huesos dislocados y sabor a sangre seca acumulada en la boca. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Horas? ¿Días?

¿Toda su vida?

El inquisidor hizo un gesto con la mano. El preso oyó el chirrido de unas hojas metálicas que alguien estaba afilando, vio los hierros y las tenazas que yacían sobre una mesa de madera, junto al fuego, y percibió el movimiento del fuelle, que avivaba las llamas. Experimentó entonces un extraño instante de alivio, ya que el terror de la siguiente sesión de tortura sofocó por un momento el agónico dolor de su espalda, en carne viva por los latigazos. El miedo a lo que estaba a punto de suceder desplazó, aunque sólo fuera por un instante, la vergüenza de no haber sido capaz de resistir lo que le habían hecho. Él era un soldado. Había luchado valerosamente en el campo de batalla. ¿Cómo era posible que no tuviera fuerzas para soportar lo que le estaban haciendo?

—Eres un traidor. —La voz del inquisidor sonaba monótona y apagada—. No has sido leal al rey, ni a Francia. Tenemos muchos testigos que así lo confirman. ¡Te han denunciado! — Apoyó una mano sobre una pila de papeles que tenía en el escritorio—. Los protestantes como tú estáis ayudando a nuestros enemigos. Eso es traición.

—¡No! — susurró el preso, sintiendo en la nuca el aliento del carcelero. Tenía los párpados del ojo derecho hinchados y cerrados por un golpe recibido previamente, pero podía percibir que su acusador se le estaba aproximando—. No, yo…

Se detuvo, porque ¿qué podía decir en su defensa? Allí, en la cárcel de la Inquisición en Toulouse, él era el enemigo.

Los hugonotes eran el enemigo.

—Soy leal a la corona. Que profese la fe protestante no significa que…

—Tu fe te señala como hereje. Has renunciado al Dios verdadero.

—No es cierto. Por favor… Todo esto es un error.

Le daba vergüenza el tono de súplica que percibía en su voz. Y sabía que, cuando volviera el dolor, les diría todo lo que quisieran oír, fuera cierto o no. Ya no le quedaban fuerzas para resistir.

Hubo un momento de ternura, o así se lo pareció en su desesperación. Levantó con suavidad la mano, como un señor cortejando a su dama. Durante un instante fugaz, el hombre recordó las cosas maravillosas que existían en el mundo. El amor, la música y la dulzura de las flores primaverales. Mujeres, niños y hombres caminando del brazo por las elegantes calles de Toulouse. Un lugar donde la gente podía discutir y discrepar, donde era posible exponer las propias ideas con conocimiento y pasión, pero también con honor y respeto. Allí el vino llenaba las copas y había comida en abundancia: higos, jamón y miel. Allí, en el mundo donde había vivido en otro tiempo, el sol brillaba y el azul interminable del cielo del Mediodía cubría la ciudad como un entoldado.

—Miel — murmuró.

Ahí, en ese infierno bajo tierra, el tiempo había dejado de existir. Un hombre podía perderse en las mazmorras y no aparecer nunca más.

La conmoción del golpe, cuando se produjo, fue mucho peor por llegar sin previo aviso. Un pellizco, una presión y después la sensación de las pinzas metálicas que le desgarraban y le partían la piel, los músculos y los huesos.

Mientras el dolor lo aferraba en sus brazos, creyó oír la voz de otro preso en una sala vecina. Una persona educada, un hombre de letras con el que durante varios días había compartido su celda. Sabía que era un hombre honorable, un librero que quería mucho a sus tres hijos y hablaba con discreto dolor de su esposa difunta.

Podía distinguir los murmullos de otro inquisidor detrás de las paredes húmedas de la celda. También estaban interrogando a su amigo. Entonces reconoció el silbido del látigo en el aire y el sonido de las puntas metálicas al hundirse en la piel, y le sor-prendió oír los gritos de su compañero. Era un hombre de gran fortaleza que hasta ese instante había soportado su sufrimiento en silencio.

El preso notó que una puerta se abría y se cerraba, y supo que otro hombre había entrado en la celda. ¿En la suya o en la de al lado? Después oyó murmullos y ruido de papeles. Durante un hermoso momento, pensó que su suplicio había terminado. Entonces el inquisidor se aclaró la garganta y el interrogatorio volvió a comenzar.

—¿Qué sabes del sudario de Antioquía?

—No sé nada de ninguna reliquia.

Era la verdad, pero el preso intuía que sus palabras no tenían ningún valor.

—Sustrajeron la sagrada reliquia de la iglesia de Saint-Taur hace cinco años. Hay quien te acusa a ti de haberla robado.

—¿Cómo pueden acusarme a mí? — exclamó el preso repentinamente desafiante—. ¡Hasta ahora no había estado nunca en Toulouse!

El inquisidor siguió insistiendo. —Si nos dices dónde está escondido el sudario, daremos por terminada esta conversación. La santa madre Iglesia, en su misericordia, te abrirá sus brazos y te acogerá de vuelta en su seno.

—Señor, os doy mi palabra…

Olió su propia carne quemada antes de sentir el dolor. ¡Con qué rapidez un hombre queda reducido a un animal! Apenas un montón de carne.

—Considera tu respuesta con detenimiento. Te volveré a hacer la misma pregunta.

El dolor que estaba experimentando, el peor que había sentido nunca, le concedió una tregua momentánea. Lo sumió en un abismo oscuro, un lugar donde tenía suficiente fuerza para so-portar el interrogatorio y donde decir la verdad podía salvarlo.

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Autora: Kate Mosse. Traductora: Claudia Conde Fisas. TítuloLa ciudad del fuegoEditorial: Planeta. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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