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La cuestión literaria

Lo que queda del día (James Ivory, 1993)

Querido Pablo:

A comienzos de los 90, James Ivory adaptó al cine Regreso a Howards End, la novela de E.M. Forster. La película arranca con Vanessa Redgrave cruzando un campo de lilas al atardecer; la cámara la persigue mientras ella sonríe, frágil, observando desde el exterior la mansión en la que se crió y en la que ahora conversan sus familiares y amigos. Toda la secuencia transcurre más allá de lo verbal, y no es hasta la irrupción del personaje interpretado por Emma Thompson —que encarna precisamente eso: el presente, el verbo— cuando las palabras entran en contacto con el resto de los elementos cinematográficos. La belleza intachable de esa secuencia inicial no impide que enmarque con precisión el gran conflicto dramático de la película y también del libro: la relación triangular entre el individuo, el espacio doméstico y el paso del tiempo. Además, explica con sencillez en qué sentido el cine toma distancia respecto a la literatura. El lirismo, en la película de Ivory, no precisa palabras.

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No hace falta indagar demasiado en los más populares suplementos culturales para percibir cómo, en un ejercicio algo confuso, la crítica cinematográfica dedica buena parte de sus esfuerzos analíticos a desgranar las herramientas argumentales de las películas, aquello que conocemos como la trama. Se desmenuzan las estructuras narrativas planteadas, se habla —como en la mismísima tragedia griega— de introducción, nudo y desenlace. La imagen es referida a menudo como una cuestión supletoria, casi ornamental: un aparato esteticista que sirve poco más que como excusa para materializar lo narrado. Se diría que el análisis se afronta desde el guion y no desde el pensamiento cinematográfico, pero incluso así estaríamos asumiendo que todo elemento no verbal incluido en el guion es susceptible de ser analizado. Más correcto sería aducir que las películas se leen aplanadas, en su más puro sentido de storytelling. Se leen como si fuesen libros, aunque evidentemente no lo son.

‘Regreso a Howards End’ (James Ivory, 1992)

No es solo la crítica la que desprecia la entidad del cine como arte-en-sí, como lenguaje; no en pocas ocasiones, las propias películas se encargan de hacer lo propio. Estoy pensando en dejarlo, la última película de Charlie Kaufman —guionista de Cómo ser John Malkovich u Olvídate de mí—, estrenada hace apenas una semana en Netflix, es un ejemplo reciente de ello. A diferencia de lo que sucedía en Regreso a Howards End, en Estoy pensando en dejarlo las palabras llegan incluso antes que las imágenes. La voz en off de la protagonista reflexiona sobre objetos estáticos, dando pie a una narración en la que lo verbal antecede siempre a lo estrictamente cinematográfico. Kaufman, adaptando la novela homónima de Iain Reid, escribe largos soliloquios en los que la protagonista y su novio, en un viaje de ida y vuelta a la casa de los padres de éste, intercambian una serie de pareceres sobre temas diversos, agravándose el tono a medida que la película avanza. Pronto da la sensación de que el cine sobra, de que el cineasta quiere ejercitar una literatura ensimismada que no se sostendría por sí misma y que, por tanto, necesita ser apoyada por imágenes para avanzar.

Desestimar las posibilidades expresivas de lo cinematográfico acaba, por necesidad, dando como resultado malas películas, a menudo fruto de una mala comprensión de los nexos entre el cine y sus artes colindantes. No resulta raro leer cosas como que el cine sirve como punto de encuentro entre todas las artes o que de alguna manera las contiene: fotografía, arquitectura, música, literatura, teatro; todas están dentro del cine. Esta comprensión de lo cinematográfico como collage fue una cuestión central a combatir por cuenta de André Bazin cuando se propuso definir al cine como arte autónomo, como lenguaje en el que todos esos elementos prestados se reúnen para conformar una cosa nueva, una forma de expresión revolucionaria. Es cierto que aquel empeño nos ha dejado en herencia, más allá de un sinfín de avances teóricos, cierto fetichismo barato a la hora de comprender la relación entre película y espectador —es decir: dentro de ciertos circuitos inundados de elitismo, el mundo del cine se ha vuelto hermético y solo existe en base a sí mismo—, pero centrarnos en la repercusión del pensamiento baziniano supondría dejar fuera de plano a buena parte de lo que hoy se filma y se distribuye. Desde luego, viendo Estoy pensando en dejarlo, parece difícil imaginar que Charlie Kaufman haya leído jamás a André Bazin.

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El cine, como defendía Bazin, es otra cosa. Eso no significa, sin embargo, que se deba desatender la dialéctica entre él y las demás artes. Volviendo a James Ivory: entre finales de los años 80 y principios de los 90, más allá de adaptar algunas de las novelas más importantes del citado E.M. Forster —Una habitación con vistasMaurice o la propia Regreso a Howards End—, el cineasta californiano adaptó también —con guion de su colaboradora habitual, la novelista Ruth Prawer Jhabvala— Lo que queda del día, una obra que podría pasar por la pluma de Forster pero que fue escrita mucho después, en 1989, por Kazuo Ishiguro.

Durante su lectura me quedé clavado en un pasaje deslumbrante en el que Ishiguro describe hasta el último detalle de un gesto: Mr. Stevens —el mayordomo que protagoniza la novela— aprieta contra su pecho un libro después de que Mrs. Kenton —la dama de llaves que introduce los modos progresistas que se abrían paso en la Europa de entreguerras en una mansión ocupada por un blindado tradicionalismo británico— le pregunte qué está leyendo y extienda la mano hacia él. La descripción es, pues, una cuestión literaria: yo no podría sobrecogerme leyendo si Ishiguro no hiciese el esfuerzo de contármelo todo y contármelo bien. Si la descripción fallase, muchas cosas podrían quedarse por el camino, uno no comprendería entonces que detrás de ese libro apretado contra el pecho se esconde la tensión entre una vieja Europa —enraizada, si se quiere retroceder en el tiempo, en el mismo feudalismo, y cristalizada finalmente en los totalitarismos de mitad del siglo XX— y el nuevo mundo que extiende la mano, que propugna el contacto y la descongelación del sistema de clases y los asuntos protocolares.

‘Lo que queda del día’ (James Ivory, 1993).

El cine, claro está, puede permitirse prescindir de la cuestión literaria. Mientras Charlie Kaufman, como tantos otros inflados escritores hechizados por lo ornamental de la imagen, escribe y describe empleando las mismas palabras que llenan las páginas de los libros, a James Ivory le bastó el gesto en sí para adaptar aquel sobrecogedor pasaje de Lo que queda del día, ahora devenido en escena. Mientras Ishiguro describe la tenue luz que se filtra entre las cortinas, Ivory deja que la propia luz esté presente; mientras Ishiguro detalla el tembloroso movimiento de las manos de Mr. Stevens, Ivory mantiene la cámara a una distancia prudencial para mostrar cómo Emma Thompson se aproxima con arrojo al cuerpo de Anthony Hopkins y este, apocado, se encoge para esconder su libro entre sus manos y su pecho. Claro que la literatura y el cine deben disponer de canales hábiles para su intercomunicación, pero la cuestión literaria se desvanece cuando las imágenes y su movimiento toman el protagonismo. Podría escribirte cartas hasta el infinito, Pablo: ninguna de ellas sabría nada sobre cine.

Despídete también por mí,

Adrián.

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