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La génesis de un libro

La génesis de un libro

No es un libro sobre la pandemia. Ni inspirado en ella. Sí nació a su sombra como idea, como armazón posible. Los días suspendidos y el encierro liberaron tiempo. Y coincidieron con la invitación de Mayda Bustamante, directora de Huso, a incorporar a su catálogo un libro inédito tras la reedición de El lento adiós de los tranvías. Una y otra circunstancia ayudaron a la recapitulación, a mirar hacia atrás sin ira y con miedo de que lo vivido en el tiempo pre pandémico no regresara y todo en el futuro fuera una prolongación de la pesadilla. Revisar carpetas, ordenar viejos escritos que nadie leyó pero llenos de vida, hacer recuento, recobrar momentos irrepetibles y lecturas reveladoras, experimentar de nuevo las emociones del primer libro publicado o los olores del chaquetón de pana de todos los otoños, encontrarte con el tiempo contenido en palabras, con algunas fotografías memorables, con alguna vieja polémica, con la vida, ese concepto tan vinculado al del tiempo y a la muerte.

El invierno y la recolección del fruto del endrino, la extrañeza ante un proyecto nacido en Zaragoza que se llamó Moncayo Films, la vida sosegada bajo cierzo y secano de José Donoso en Calaceite, la carga de memoria que puede contener un simple tirachinas… Ante mí resurgía, mientras revisaba carpetas y archivos digitales, un tiempo vivido entre 2007 y 2014, vida escrita que creía olvidada pero que respiraba en los papeles, en algún cuaderno, en crónicas de viajes profesionales y obligados o de viajes por la España interior y casi deshabitada en busca de los días perdidos de la infancia. Peter Handke, Benedetti, Blas de Otero, Hans Lebert, Antonio Machado o Elfried Jelinek fueron lecturas deslumbrantes que, junto a otras, me llevaron muy lejos pero también me ayudaron a redescubrir lo próximo: el barrio, la ciudad activa y la ciudad en crisis, las zonas industriales en precario y la periferia. De esa convivencia en los meses de pandemia con el mundo que podría desaparecer, marcharse para siempre, y con los escritos que lo contaban, surgió el libro. Su título: El raro vicio de escribir la vida. ¿Cómo cobró forma hasta ser lo que es? Lo apunto en el prólogo. O me aproximo a su génesis.

"En la normalidad perdida, pensé, habían quedado todos mis libros. Libros de ficción la mayoría, que, sin embargo, habían dejado al margen una buena parte de mi experiencia cotidiana"

Entre marzo y junio de 2020, todos vivimos la gravidez de un paréntesis. La crisis sanitaria provocada por el coronavirus nos encerró en casa, quebró proyectos, cercenó sueños, aplazó, sin fecha, viajes y visitas, vació las calles de las ciudades y llenó de incertidumbres y sombras nuestra conciencia. Un tiempo duro que se prolongaría, con algunas licencias y flexibilidades, durante el otoño y el invierno, y que dejaría un rastro insoportable de muertos, de daños colaterales llamados secuelas en quienes salieron de los hospitales, y una estela de fotografías e imágenes que jamás olvidaremos.

Viví ese tiempo, con parte de mi familia más próxima, en una casa en el valle del Lozoya. La posibilidad de pasear por el campo, de salir al jardín, y el regalo de vivir en directo la explosión de la naturaleza atenuaron la dureza del confinamiento. Pero no aventaron las sombras que la distopía que se había colado en la realidad proyectaba en mi pensamiento, en mis reflexiones, en mi labor literaria, en las tareas cotidianas. Hubo muchos días de lluvia, nevó en abril, me asomé al exterior por videoconferencia, vi, con angustia, mucha televisión, y escribí algún poema. Sin embargo, sí reflexioné sobre el tiempo que había quedado atrás y al que los medios comenzaron a llamar «normalidad» para diferenciarlo de la «nueva normalidad» que nos esperaba tras el paréntesis, con el verano.

En la normalidad perdida, pensé, habían quedado todos mis libros. Libros de ficción la mayoría, que, sin embargo, habían dejado al margen una buena parte de mi experiencia cotidiana, de mi relación con un presente cargado de presencias, de vidas ajenas, de lecturas y de evocaciones, de recuerdos. Esa certeza me llevó a indagar en los textos que, al hilo de esa experiencia y en paralelo a mis libros, había ido acumulando durante varias décadas. Todos estaban en un lugar al que definí con una metáfora: un desván. La casa en el campo, además, ayudaba a la elección de esa imagen como espacio al que se acude en busca de vestigios de otro tiempo.

"El desván siempre acaba siendo el depositario de lo vivido, el refugio obligado de los objetos que no se usan"

En el fondo, todos llevamos un desván en la memoria. Alguna vez hemos imaginado la experiencia de subir a esa habitación casi siempre cerrada, a veces misteriosa y a veces previsible, en la que se agolpan o almacenan los residuos de un tiempo pasado. Sillas inútiles, sofás reventados, mesas que no sirven, alguna rueca, libros, somieres, juguetes polvorientos, algún caballo de cartón, una enciclopedia, disfraces, viejos periódicos, aperos de labranza, quizá una bicicleta o un triciclo y cientos de revistas y cacharros ya inútiles. El desván siempre acaba siendo el depositario de lo vivido, el refugio obligado de los objetos que no se usan, pero que están llenos de experiencia, de tiempo.

En mi trayectoria como escritor he vivido, y vivo, dos impulsos que se desarrollan y avanzan en paralelo: el que se diseña y planifica y que tiene como resultado un libro, sea poemario, novela o volumen de cuentos, y el que avanza en un reducto más íntimo y carece de un objetivo final, concreto, un impulso que se nutre de reflexiones, de notas, de proyectos a medias, de sueños vivos o sueños abandonados: textos que aparecen en revistas, ocupan alguna entrada de blog o quedan encerrados en cuadernos de los que no siempre son rescatados: duermen en un desván imaginario.

Hasta que un buen día, de un modo parecido a como nuestros abuelos, durante la infancia, nos invitaban a subir a ese cuarto sin uso de la casa paterna, decidí adentrarme en el laberinto de ese desván. Sin la pandemia y el encierro de casi tres meses quizá ni lo hubiera intentado, pero en circunstancias tan oscuras e inciertas ese «viaje» tenía algo de refugio.

"Pensé que ahí podía haber un libro. Poliédrico, basado en la recopilación de textos, hasta cierto punto unitario. Creí fundamental darle una estructura acorde con su contenido"

Subí al desván y allí me esperaban textos de distinta índole que estaban escritos en períodos de tiempo diferentes que, vistos en perspectiva, hablaban de experiencias, de lecturas, de la memoria, de mi cotidianidad, de viajes, de espacios urbanos que me han marcado… No conformaban, vistos en su conjunto, un diario, sino una suerte de caleidoscopio de la existencia durante un largo período. Escribir la vida, tal era el denominador común de todos los textos: en sus aristas y esquinas, en sus derivaciones hacia la literatura o hacia la memoria. En el fondo, me encontré con algo parecido a una novela. La de parte de mis obsesiones e inquietudes en un tiempo que se extiende entre los años 2007 y 2014, curiosamente años que delimitan el principio y el fin de la crisis financiera que sucedió a la caída de Lehman Brothers y que produjo auténticos estragos en la sociedad española. Encontré en el desván tres escritos más recientes, fechados respectivamente en 2015, en 2017 y en 2019. Los uní al resto.

Pensé que ahí podía haber un libro. Poliédrico, basado en la recopilación de textos, hasta cierto punto unitario. Creí fundamental darle una estructura acorde con su contenido, por lo que decidí agrupar los textos en siete capítulos o apartados: «Vida» integra algunos fragmentos muy personales, experiencias de intimidad, impresiones de un paseante, recuerdos, escenas robadas a la naturaleza: el sabor de las endrinas de octubre, un cumpleaños especial, un tirachinas en el que se concentra cierta infancia. El segundo capítulo, «Taller», está compuesto de escritos vinculados al trabajo literario, a los fantasmas, mitos y temores del autor, a mi peripecia entre lectores apasionados y ávidos de formación, desde la respiración de las alumnas de un centro de educación de adultos de Entrevías o los usuarios de una biblioteca de pueblo hasta el recuerdo del primer libro publicado y de las emociones que lo acompañaron una lejanísima tarde de 1980. Entre mis obsesiones como escritor, la memoria histórica se dibuja en blanco y negro, se refugia entre escombros de viejos edificios ocultos entre montañas, barracones tangibles donde hubo presos políticos junto a pueblos que los ignoraron por miedo, una memoria que dio lugar a dos novelas y que se alza sobre vestigios todavía visibles en la realidad: de todo eso se nutre el capítulo «Memoria heredada». Bajo el título «Itinerarios» se encadenan experiencias memorables en Collioure o Calaceite, pequeños mundos nacidos en una caminata por Córdoba o a la sombra de las torres de Chicago o Sídney, o el mundo en claroscuro de Nueva Delhi… Es un capítulo o apartado que sirve de pórtico al contraste: la realidad cercana de los barrios vividos en mi ciudad. Esos escenarios de fronteras difusas que nos hicieron: las papelerías que todavía me emocionan, los polígonos industriales con poca industria y abandono en la tarde del domingo, la crisis y sus efectos sobre las calles laterales de un Madrid que las ignora, el Malasaña que bullía y las renovadas sombras del paraíso que se refugian en los grandes centros comerciales del siglo XXI. He robado el título de esa parte a Carlos Giménez, a su entrañable cómic Barrio, publicado en el ya remoto 1977, aunque aquel barrio y mis barrios presenten diferencias notables.

"Hay en este libro, también, páginas que son alertas sobre mundos que mueren. Los desiertos caminos del interior de Soria o de Cuenca, los montes oscuros, con pueblos casi deshabitados"

En «Cine, cine, cine» se escribe también la vida. Son páginas que llené en su día de cine y de memoria, de sueños imposibles y de viajes por la imaginación en un tiempo de mitos necesarios y penurias nada míticas. El cine de barrio, el cine en la provincia, el «cine, cine, cine» que Luis Eduardo Aute inmortalizó en una bellísima canción.

En 2006 se estrenó en España La vida de los otros, del director alemán Florian Henckel von Donnersmarck. Con un título escrito con letra apresurada que en su día me inspiró el de la película alemana he ordenado el último capítulo: «La letra de los otros». Son ellos y ellas, de Hans Lebert o Herta Müller a Blas de Otero, de Juan Gelman a un olvidado Enrique de Mesa, a José Antonio Labordeta o Antón Castro, quienes han alimentado parte de mi fantasía en ese tiempo. Ahí viven todavía.

Hay en este libro, también, páginas que son alertas sobre mundos que mueren. Los desiertos caminos del interior de Soria o de Cuenca, los montes oscuros, con pueblos casi deshabitados en un Madrid inimaginable y solo, páginas escritas antes de que la España vacía —o vaciada— fuera marca y emblema de libros convertidos en alegato o proclama contra el abandono.

Esos mundos, reales o imaginados, rebosantes de felicidad o agrietados por la tristeza y la ira, habitan este libro. Escribió Pepe Hierro:

Cuando la vida se detiene
se escribe lo pasado o lo imposible
para que los demás vivan aquello
que ya vivió (o que no vivió) el poeta.

He optado por situar como pórtico un texto sobre Peter Handke. Lo escribí en septiembre de 2009 con motivo de la publicación en España de Vivir sin poesía, su obra poética completa, pero pensando sobre todo en mi lectura iniciática de su libro Poema a la duración. El paso de los años, la visión del mundo literario y, sobre todo, las esencias de lo cotidiano están presentes en la meditación que escribí entonces a propósito del libro de Handke.

Esto es todo. O casi. Ahora aconsejo pasar a las páginas siguientes para descubrir la geografía de lo que ya vivió (y escribió) el poeta. Tiempo detenido. Y vida. El fruto parcial, quizá la novela, de ese raro vicio de escribir la vida.

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AutorManuel RicoTítuloEl raro vicio de escribir la vida. Editorial: Huso. Venta: Todostuslibros

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