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La intemperie, el dolor

La intemperie, el dolor

La primera novela de Olalla Castro es una historia de dolor, pérdida y redención en la que dos mujeres, una española y otra china, cruzan sus caminos en un encuentro transformador donde el duelo y la brutalidad se enfrentan al poder sanador de la escritura y el deseo.

En este making of Olalla Castro muestra el germen de Mañana (Lumen).

***

Estaba sentada en un banco. Encima de mí había un emparrado a través del que se filtraban los rayos del sol. Pensé en ese techo de luz y en mi necesidad de decirlo (pensé, por tanto, en ese otro techo que siempre es el lenguaje). Escribí: «Con este techo de luz, de nombres. / Con todo lo que me cubre y que no / alcanzo. // A veces la intemperie / donde otros dicen casa».

Me ocurre que a menudo la poesía me arroja a lugares que todavía no entiendo, piensa por mí lo que aún no he pensado. Me quedé mirando aquellos versos y tratando de desbrozarlos. Había un lenguaje (una «casa del ser», como diría Heidegger), un techo que cubría al yo y, sin embargo, este seguía a la intemperie. ¿De dónde provenía tal desamparo? ¿Cuál era esa intemperie en la que otros hallaban su hogar? ¿Cómo podía alguien no alcanzar aquello que le cubre?

De pronto, un dolor agudo punzó mi mano izquierda, dándome la solución. Era un dolor físico que venía acompañándome en los últimos años. Era, de hecho, ese dolor la causa de que estuviera sentada en ese banco, bajo ese emparrado, haciendo tiempo para entrar a la consulta de mi acupuntora china.

"Me interesó mucho ese punto de partida para una novela: contar la historia de alguien que, empujado a ese desamparo extremo que ha de ser la pérdida de una hija, renuncia al lenguaje, huye de él"

En una especie de epifanía de esas en las que tanto creyó Virginia Woolf, lo comprendí de golpe. Si el lenguaje nos cobijaba, el dolor nos dejaba a cielo descubierto, en tanto nos sacaba de casa (o, mejor, en tanto nos hacía entender la extrema fragilidad de ese techo de palabras, provocando un derrumbamiento, haciendo que se nos viniera encima). Cuanto más puro e intenso es el dolor, más indecible se vuelve, más lejos/fuera del lenguaje nos deja.

Recordé el libro de Piedad Bonnett donde ella trató de escribir sobre la pérdida de su hijo Daniel y que tituló, precisamente, Lo que no tiene nombre, tomando las palabras de una cita de Handke que dice: «Esta historia tiene que ver con lo que no tiene nombre, con segundos de espanto para los que no hay lenguaje». Imaginé la pérdida de una hija, pequeña aún, como la forma más radical del dolor y, por tanto, de la afasia que este trae consigo.

"Durante mucho tiempo sentí que esa imagen me llevaría a la escritura de algo. La insistencia con la que aparecía en mi cabeza revelaba su potencia literaria"

Me interesó mucho ese punto de partida para una novela: contar la historia de alguien que, empujado a ese desamparo extremo que ha de ser la pérdida de una hija, renuncia al lenguaje, huye de él. Creí que, además, ese personaje tenía que ser alguien que previamente hubiese creído a pies juntillas en la palabra como hogar, alguien para quien esta hubiese sido lo más determinante. De ahí surgió la idea de una profesora que todo lo pensara a partir y a través de la literatura, que siempre (como esos personajes de Vila-Matas que tanto me habían fascinado años atrás) hubiese confundido la literatura con la vida y, en el peor de los momentos, cuando más necesitara aferrarse al lenguaje para afrontar la pérdida, se supiera abandonada por él. Traté de imaginar la doble orfandad, el doble golpe de quien pierde al tiempo las dos cosas que más le importan (la amargura y el rencor que esa doble pérdida traerían consigo).

Entonces entré a la consulta de mi acupuntora y me tumbé en aquella camilla en la que tantas horas había pasado ya. Probablemente raptada por la música que sonaba de fondo y por la decoración de ese lugar, a menudo me asaltaba estando allí una misma imagen, desde hacía meses: era la imagen de un bancal de arroz chino, una imagen cenital en la que las personas se veían desde una gran altura, muy pequeñas (un grupo de campesinas de las que apenas se distinguían sus sombreros de cono y las mochilas que llevaban a la espalda para cargar el cereal).

"Primero había que pensar cada puntito sin miedo al vacío que entre uno y otro quedaba, confiando en que después, al trazar la línea que los uniría a todos, la figura resultante tendría algún sentido"

Durante mucho tiempo sentí que esa imagen me llevaría a la escritura de algo. La insistencia con la que aparecía en mi cabeza revelaba su potencia literaria: solo tenía que encontrar el lugar al que estaba señalando, pensar en ella el tiempo suficiente como para permitir que me mostrara el camino que con ella trataba de abrir. Ese día, allí, literalmente traspasada por agujas de la cabeza a los pies, la imagen del bancal y el recién nacido personaje de Virginia se unieron.

Sonaba disparatado, pero también perfecto. Por un lado, tenía a alguien que quería huir del lenguaje y, por otro, un lugar en el otro lado del mundo con una de las lenguas más distintas y, por tanto, más ajenas a la nuestra que pudiese imaginar. Esto es, tenía a Virginia queriendo renunciar a decir y un país donde esa renuncia podía hacerse efectiva de forma verosímil. Sin mucho más en la cabeza, empecé a escribir.

Los siguientes meses fueron como hacer aquellos dibujos que de niñas componíamos yendo con el boli de un puntito a otro. Primero había que pensar cada puntito sin miedo al vacío que entre uno y otro quedaba, confiando en que después, al trazar la línea que los uniría a todos, la figura resultante tendría algún sentido.

"Mi propio dolor me llevó a Mañana, a esta indagación en el dolor de las otras, en la pérdida de las otras, en lo torcido del ser, en la insuficiencia o la impotencia del lenguaje para afrontarlos"

Si algo aprendí de la escritura de una novela ese año fue que tiene mucho que ver con la albañilería, con rellenar cimientos de hormigón y levantar paredes de ladrillos. Ser capaz de imaginar la pared antes de que exista requiere mucha fe. Hacer que exista requiere mucho trabajo (muchos ladrillos, mucho mortero; una cantidad indecible de horas dando paletazos). A medida que iba levantando aquella casa iban surgiendo sus cuartos. Nada fue pensado de antemano. Por el camino hallé a Sùyin, que en principio iba a ser un mero contrapunto de Virginia y, sin embargo, fue creciendo y creciendo hasta poseer su propia historia y su propia voz, y surgió también el encuentro entre ambas y, con él, la posibilidad de la reconstrucción, de la expiación, de la luz.

Puede decirse, pues, que mi propio dolor me llevó a Mañana, a esta indagación en el dolor de las otras, en la pérdida de las otras, en lo torcido del ser, en la insuficiencia o la impotencia del lenguaje para afrontarlos, en la búsqueda de lenguajes distintos (los del cuerpo, los del amor) donde sean posibles el encuentro, la reconciliación: esa astilla de paz a la que aspiramos todas. Salí de mí, supongo, en busca de mi propia redención.

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Autora: Olalla Castro. Título: Mañana. Editorial: Lumen. Venta: Todos tus libros.

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