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La lista negra

A primeros de noviembre de 1887, Watson caminaba con mucha parsimonia por Baker Street para visitar a un paciente, y al llegar al número 221 decidió subir para hacerle una visita a su amigo Sherlock Holmes. Recientemente habían resuelto el caso de La Liga de los Pelirrojos y Watson le había mandado un extracto del relato a su agente literario, el señor Doyle, y la contestación fue de lo más alentadora. No solo le interesaba el texto sino que esperaba que se lo enviara a la mayor brevedad posible corregido y completado para remitirlo al Strand Magazine.

Cuando Watson accedió a la sala de estar, todavía la señora Hudson no había retirado los restos del abundante desayuno, por lo que aprovechó para comerse una tostada, tomar un huevo pasado por agua y hacerle los honores a un par de tazas de café.

"Quería decirle que le envié al señor Doyle un extracto de La Liga de los Pelirrojos y está entusiasmado con su originalidad."

Mientras daba cuenta del tentempié, Holmes no hizo el menor caso de su presencia y Watson observó que estaba sumamente abstraído en la confección de una lista de nombres, y que a veces tachaba alguno y otras añadía otro, por lo que pensó que estaba bastante dubitativo respecto a las personas que debían ocupar en esa nómina puestos más privilegiados que otros. La mesa del desayuno estaba llena de libros, documentos, cartas, recortes de periódicos y archivadores que examinaba concienzudamente antes de tomar una decisión definitiva respecto a la relación de sujetos que se traía entre manos. Por fin le puso el capuchón a su pluma estilográfica y se dignó mirar a su amigo y dirigirle la palabra.

—¿Qué agradables vientos le traen por nuestras habitaciones, amigo Watson?

—Verá… quería decirle que le envié al señor Doyle un extracto de La Liga de los Pelirrojos y está entusiasmado con su originalidad  —y Watson le hizo entrega de la carta que había recibido, para que él mismo opinara.

El  detective lo hizo detenidamente y se la devolvió muy satisfecho.

"Es lo que se ha dado en denominar en jerga vulgar la oveja negra de la familia. Llevaba años siguiéndole la pista por la diversidad de los delitos a los que dedicaba su talento natural."

—Le verdad, amigo Watson, es que fue un caso muy especial. Quizá a lo largo de nuestra carrera, que presumo será larga, no nos topemos con muchos tan ingeniosos. En este preciso momento me encuentra usted elaborando una lista de los hombres más peligrosos y astutos de Londres, lista que actualizo todos los meses, y he considerado que debo aupar unos escalones en ella al protagonista de nuestro reciente caso. Quizá no deba eliminarlo nunca, pues seguro que en el futuro nos volveremos a encontrar con John Clay. Como usted pudo comprobar, tenía todo el aspecto de un hombre notable, es nieto de un Duque de sangre real y ha estudiado en Eton y en Oxford. Es lo que se ha dado en denominar en jerga vulgar la oveja negra de la familia. Llevaba años siguiéndole la pista por la diversidad de los delitos a los que dedicaba su talento natural, es decir, que era imposible asignarle un patrón de conducta, pero por fin ha caído en nuestras manos, mejor dicho en las de Scotland Yard.

Holmes se frotó las suyas con satisfacción y acto seguido preguntó a Watson si acaso quería desayunar, y su amigo le respondió que ya lo había hecho en abundancia y en su presencia.

—¡Ah…! —exclamó el detective—. Pues no había reparado en ello. Lo cierto —añadió— es que estos raros casos me ayudan a mantenerme en plenitud de facultades.

—Y ayudan también a que el mundo siga girando con más tranquilidad. Son como pequeñas grandes partituras —añadió Watson.

—Tiene usted razón, mi querido amigo. Flaubert escribió en este libro que tuvo a bien dedicarme —dijo Holmes, señalando uno que había situado sobre la mesa—, cuando estuve con él en Croisset, cerca de Rouen: «El hombre no es nada, la obra es todo». Y creo que es una frase muy afortunada y fundamental para aquellos que tenemos en un alto concepto nuestra forma de actuar.

»También le dijo Flaubert a su amigo y discípulo Maupassant, en un íntimo momento de solemnes confidencias, mientras le mostraba una carta de George Sand: «Esta carta es de madame Sand —y leyó en voz alta y cadenciosa un hermoso pasaje mientras repetía embelesado—: ¡Ah! Qué gran hombre era esta mujer».

También se hace preciso añadir que Holmes no quiso aceptar ninguna recompensa del City and Suburban Bank, salvo el abono de sus gastos, por la resolución del caso de La Liga de los Pelirrojos.

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