La cacería

Aquella mañana de principios de octubre de 1889 la señora Hudson acababa de retirar la bandeja con los restos del desayuno y casi se tropezó al salir del comedor con Billy, que nos traía el correo y el periódico. Había varias cartas para Holmes y una para Watson.

El detective eligió con sumo cuidado entre los envíos y cuando se tropezó con un sobre de gran calidad y suave tonalidad lo primero que hizo fue olerlo, sonreír y cerrar los ojos con delectación.

—¿Se acuerda, Watson, de la monografía que tengo inacabada sobre los setenta y cinco perfumes que deben ser de obligado conocimiento para un detective que se precie? Pues bien, este sobre está impregnado del llamado Rosas marchitas de otoño. Si le doy la vuelta seguro que aparece el escudo nobiliario de la duquesa de «R» y si lo abro, seguro que contiene algo interesante para nuestra economía doméstica conjunta.

"En su tarjeta nos invitaba a cenar en su mansión de Rye el fin de semana próximo y a participar en una cacería de faisanes."

Holmes utilizó un abrecartas, que más bien parecía una daga malaya, y extrajo del sobre un cheque de mil guineas contra la banca Rothschild y una tarjeta de la Duquesa, redactada con muy bella caligrafía, agradeciéndole sus inmejorables servicios prestados para la recuperación del lienzo que hacía pareja inseparable con La Jeune Fille à l’Agneau, que actualmente estaba en posesión de un individuo llamado James Moriarty, quien había rechazado todas sus generosas ofertas de compra. Y además, en ella, nos invitaba a cenar en su mansión de Rye el fin de semana próximo y a participar en una cacería de faisanes. En total serían dos noches fuera de casa.

—¿Qué le parece, Watson? —preguntó el detective.

—Pues que no tengo ningún inconveniente en acompañarlo, mi consulta estará muy bien atendida por mi colega y vecino de siempre. Además, no es época de excesivo trabajo.

—Ahora mismo —dijo Holmes— enviaré a  Billy para que le ponga un telegrama a la Duquesa confirmando nuestra asistencia. Me encantará verla de nuevo. Es una anfitriona exquisita.

—Una cosa, Holmes, tenga en cuenta que a ese tipo de eventos hay que asistir bien pertrechado de escopetas de reconocida categoría, y también necesitaremos un mayordomo, un lacayo, dos ayudas de cámara, un par de ojeadores, dos ayudantes de puesto para realizar las recargas pertinentes y un juego de maletas de la mejor piel de cerdo.

—¿Pero qué me dice, Watson? Yo no contaba con todo ese despliegue de medios. Tendré que ponerme de inmediato en contacto con Mycroft para que nos ayude.

"Como casi todo lo había dispuesto Mycroft, con esmerada escrupulosidad, fueron unos días memorables, sobre todo el de la cacería."

Y como era de esperar, Mycroft lo solucionó todo utilizando los personajes más adecuados y estirados del teatro británico para que encajaran perfectamente en cada papel, las mejores escopetas belgas y españolas y diversos accesorios, y sobre todo las excelentes cocheras de la intendencia británica.

Cuando los dos vehículos llegaron a la mansión de Rye (el primero era una gran carroza, tirada por cuatro caballos negros, para el personal de servicio, maletas y diverso material, y el segundo un prototipo experimental de Rolls-Royce, que no se comercializaría hasta varios años después, ocupado por Holmes y Watson, y un chófer perfectamente pertrechado a la vez que experimentado). Los invitados se disputaban la mano del detective y de su biógrafo.

Como casi todo lo había dispuesto Mycroft, con esmerada escrupulosidad, fueron unos días memorables, sobre todo el de la cacería. Watson quedó el primero con el mayor número de piezas cobradas y el segundo Holmes, con un faisán menos.

"A Watson lo pusieron a dormir con una criada que se distinguía por su enorme belleza, coquetería y frivolidad, y a Holmes le tocó compartir habitación con el ama de llaves, una anciana respetable."

Lo que Mycroft no había previsto, dado que nunca había estado en una cacería, era que la asignación de las habitaciones para los caballeros, damas y el servicio fuera, como siempre suele suceder en estos eventos, un verdadero desastre. El mayordomo que acompañaba a la pareja de detectives acabó acaparando, por su eficacia, la labor del que era titular de la casa.  A Watson lo pusieron a dormir con una criada que se distinguía por su enorme belleza, coquetería y frivolidad, y a Holmes le tocó compartir habitación con el ama de llaves, una anciana respetable que rondaba los setenta años, y a las tres de la madrugada los despertaron para vaciarle el orinal a ella y ponerle un calentador de pies a él.

—Hemos cumplido como caballeros, Watson, y nadie tiene por qué saber nada de la intervención de Mycroft. «Una mala noche en una “buena” posada», creo que algo parecido dijo una santa española. La mansión de la duquesa me recuerda a un clavicordio antiguo y de gran calidad en el que durante el día se interpretan deliciosas melodías, pero al llegar la noche repiqueteaba una nota discordante, quizá debido a que se mantenía demasiado tiempo pulsada una tecla. En resumen, quiero decirle que yo me sigo quedando con las habitaciones de la señora Hudson.

De la carta que recibió Watson en el correo de la mañana no sabemos nada.

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