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La llamada de Luciana De Luca

La llamada de Luciana De Luca

Imagen de portada: Mariana Purman

Álvaro Colomer sigue indagando en el mito fundacional oculto en la biografía de todos los escritores, es decir, desvelando el origen de sus vocaciones, el germen de su despertar al mundo de las letras, el momento exacto en que sintieron la llamada no precisamente de Dios, sino de algo para algunos más complejo: la literatura.

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El padre de Luciana De Luca no terminó los estudios, pero aprendió griego, latín y francés por su propia cuenta. Era además bibliófilo y acumuló unos quince mil libros cuyo acceso nunca prohibió a su hija, ni siquiera cuando todavía era demasiado pequeña para ciertos temas. Aquel hombre opinaba que “literatura infantil” era un término inventado por el capitalismo y que los niños no solo podían, sino que debían leer exactamente lo mismo que los adultos. Por eso un día extendió el brazo y, abarcando con un único gesto toda la biblioteca, le dijo a su hija: “Lee todo lo que puedas agarrar”. Luciana De Luca ya era a los siete años una niña más alta de lo normal y lo que pudo agarrar poniéndose de puntillas incluyó a Gorki, Ibsen, Chéjov y Lorca, entre muchos otros.

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El modo en que De Luca se convirtió en lectora guarda no pocas similitudes con la forma en que lo hizo Olga Tokarczuk algunas décadas antes. El padre de la futura escritora era el bibliotecario oficial de la escuela de primaria donde estudiaba su hija y, desde el día en que matriculó a su pequeña, le permitió llevarse todos los libros que tuviera a mano. No los que quisiera leer, sino los que pudiera alcanzar. Ese fue el criterio literario con el que se formó Olga Tokarczuk, el de la estatura física, y muchos años después recibió el Premio Nobel de Literatura, lo cual pone en tela de juicio, cuando no ridiculiza, ese concepto de canon literario con el que tanto nos atosigan.

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El alma de Theodor Kallifatides también se transformó el día en que accedió a un primer libro. Ocurrió una tarde en Atenas, cuando conoció a un anciano que alquilaba ejemplares de su biblioteca privada. Aquel viejo había sido un hombre rico, tremendamente rico, pero la guerra civil lo pilló en el bando equivocado y ahora solo ingresaba lo que obtenía prestando sus libros. Al anciano le cayó bien el adolescente Theodor. Le parecía que miraba los libros como si fueran bocadillos de queso feta y, abrumado por aquellas ansias de cultura, decidió prestárselos sin tarifa alguna y, ya de paso, guiarle por los procelosos caminos de la literatura.

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A Mario Cuenca Sandoval le cambió la vida un sacerdote de los Maristas. Una mañana, cuando cursaba 5º de EGB, el hermano Mariano le abordó en el recreo y le pidió que, cuando terminaran las clases, le esperara en el aula. Aquel cura era un hombre mayor, un anciano de gesto serio y mirada adusta, uno de esos viejos con los que ningún alumno querría quedarse a solas. Pero el caso es que, cuando la campana sonó y los otros niños huyeron, el cura asomó por la puerta y le ordenó que lo siguiera. Lo condujo hasta la biblioteca del colegio, le indicó que se sentara frente a la máquina de escribir y le mandó que rellenara la ficha de un libro. Cuenca Sandoval cumplió su cometido con rapidez y elegancia, y el hermano Mariano quedó tan satisfecho que le puso una mano en el hombro y le nombró nuevo responsable de la biblioteca. Al principio, el muchacho se tomó aquello como un castigo, pero una tarde, cuando los pasillos del colegio se hubieron vaciado y en la biblioteca se hubo hecho el silencio, se sentó en el suelo, cogió un libro de aventuras y empezó a leerlo. Nada volvió a ser igual; de su interior brotó algo distinto.

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El padre de Gonçalo Tavares no le enseñó el mundo a través de los libros, pero un día le llevó a su lugar de trabajo y con eso ya fue suficiente. Aquel ingeniero civil levantaba edificios que a menudo aspiraban a rozar el cielo, pero la primera vez que su hijo visitó el solar sobre el que habría de alzar una estructura imponente, no vio que los operarios apilaran ladrillos, sino justo lo contrario: cavaban un enorme agujero. Cuando preguntó por qué iban aquellos hombres hacia abajo cuando lo lógico sería que fueran hacia arriba, su padre le pasó la mano por el pelo y le explicó que no se puede construir nada sin haber fijado primero unos buenos cimientos.

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La última novela publicada por Luciana De Luca en España es El amor es un monstruo de Dios (Barrett).

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