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La luz que cae, de Adolfo García Ortega

La luz que cae, de Adolfo García Ortega

La luz que cae (Galaxia Gutenberg), de Adolfo García Ortega, es un libro de género híbrido que, a la manera de Borges, combina ensayo y novela. Hay en sus páginas viajes y traslaciones en el tiempo, se narran las vicisitudes de la vida de Kindaichi, sus reflexiones y aventuras, las relaciones entre Japón y Holanda, las tensiones ideológicas de un país hermético desde el XVIII hasta la catástrofe de Hiroshima, se relata la insólita estancia de Kindaichi en la Europa de Diderot y de la Revolución francesa, y se hace, en fin, un canto vibrante a la naturaleza en el que se propone un encuentro emocional del lector consigo mismo.

Zenda publica las primeras páginas de este libro hermoso y lleno de sabiduría de uno de nuestros colaboradores más destacados, coautor con Ernesto Pérez Zúñiga de la sección mensual «Dos cabalgan juntos«.

***

Venía de Hiroshima y me dirigía a Tokio. Hice trasbordo en la estación Shin-Osaka, en Yodogawa-ku, uno de los distritos de Osaka, a una hora de mucho calor. Bajé del tren Hikari y me subí al tren bala Shinkansen. Busqué mi sitio en la fila de mi izquierda y me senté. Puse sobre la bandeja de mi asiento el libro de Rimbaud que estaba leyendo, pero no tenía intención de abrirlo hasta más tarde. Me entretuve mirando las verdes laderas, las casas irregulares y los pequeños campos cultivados que se sucedían a gran velocidad por un paisaje saturado. Pasados unos minutos, me fijé en la joven que estaba a mi lado. Iba escuchando música con unos auriculares rosas a la vez que movía los labios en silencio y bebía a pequeños sorbos un refresco de color kiwi. Al otro lado del pasillo, en mi misma fila, observé a una pareja de ancianos, aunque quizá no lo eran tanto; él llevaba una gorra de béisbol del Yokohama y ella se cubría con un sombrero blando para la lluvia, ambos comían con los dedos, morosamente, algún alimento en una cajita de plástico parcelada. El tren iba lleno y nadie hablaba. Sin embargo, oí que alguien, detrás de mí, dijo el nombre.

Desde la ventanilla lo vi de manera intermitente, primero pequeño, lejano, luego aumentaba su tamaño, aunque se volvía esquivo entre los edificios. Salté de mi asiento y fui a la plataforma de la entrada para ver mejor desde allí. Tardé unos pocos segundos. Cuando llegué a la ventana de la puerta, se me mostró en todo su esplendor. Fue una súbita impresión de la que no fui consciente en ese momento, como les sucede a esas personas que se exponen a una radiación nuclear sin sentir nada y luego, cuando se miran, se ven la piel quemada.

Allí de pie, durante varios minutos que se me hicieron una eternidad, estuve expuesto a la majestuosidad del Fuji. Me quedé absorto, fascinado ante su magnitud y su magnetismo, poseído por un sentimiento palpitante de inaudita belleza y de asombro.

Ignoro la razón por la que en ese momento brotó en mi mente la frase: «¿No serán baile y bailarín la misma cosa?». Tardé mucho tiempo en comprender el significado de ese verso de Yeats que me había venido a la cabeza al ver el cono nevado del Fuji, un significado de encuentro y de fusión mutua. De identificación mutua, también. Sí, ahí estaba el mismo Fuji que pintaron los maestros Hokusai e Hiroshige, que ha vertido ríos de tinta y dejado millones de camisetas, tazas, platos, láminas, relojes, pañuelos, postales, bandejas, puzles y todo tipo de objetos con su imagen estampada hasta la saciedad.

Pero yo vi otra cosa. Esa cosa fue la revelación.

1

Vivir un diluvio y abrir los ojos después. Un diluvio. Una inundación. Un tsunami. Y que se lleve todo a su paso. Rimbaud hizo algo así. Yo estaba en camino de hacerlo, en aquel tren entre Osaka y Tokio.

Vuelvo con frecuencia a Rimbaud y sus Iluminaciones. Es alguien que me ha acompañado toda la vida. La razón no la sé bien, tal vez se deba a que para mí es Rimbaud el Enigmático. Veo en él a un irreverente sublime, descreído y de emociones periféricas, elusivo y huidizo como un fantasma que siempre es esperado pero nunca se aparece. Un joven que dinamita las convenciones, individualista y errante; un hereje absoluto de la literatura, un poeta que abandona la poesía porque ambos, poeta y poesía, se han agotado mutuamente; un inventor de frases que crecen y nunca dejan entrever su cumbre final, que siempre son más altas aún de lo que me figuro al leerlas, y trepo por ellas como en el cuento de Juan y las habichuelas mágicas. El prólogo de las Iluminaciones se titula «Tras el diluvio» y es una explosión que ensordece. Un reguero de imágenes estalla en el arranque de ese libro que anuncia el «tiempo de los Asesinos», es decir, la era de los sectarios, de los herejes, de los que bifurcan una idea y la llevan al límite de la alucinación: «Justo después de que la idea del Diluvio se hubo calmado, una liebre se detuvo entre los pirigallos y las campanillas y dijo su oración al arcoíris a través de una tela de araña». Así comienza.

Entendí en Japón que el prólogo de Rimbaud, que surgía en mí con fuerza reiterada, era el prólogo de otro prólogo aún por llegar. Una iluminación desde las Iluminaciones. Entonces, ciertas frases del prólogo, señaladas al azar, adquirieron un sentido diferente. Frases como: «Piedras preciosas que se ocultan»; o: «Las maravillosas imágenes que miran los niños de luto»; o: «Lo que nosotros ignoramos», se convirtieron en frases que eran el presagio de un destello. Eso que ignoramos, maravilloso y valioso, es lo que necesita ser iluminado para ser visto. Eso es lo que había que comprender.

Así pues, al ver el Fuji, yo también estaba diciendo mi oración al arcoíris a través de una tela de araña.

2

Decir Japón, para mí, es decir allá lejos, como escribe Roland Barthes en El imperio de los signos. Un allá lejos —lo distante, lo distinto— que remite a un país ficticio. Más bien ficcionado, o ficcionable, que es como decir inventado, que, a su vez, es como decir legible. Al fin y al cabo, es el país en que todo remite a la escritura, y la escritura es una invención, una equivalencia, que requiere de la lectura para significar la realidad. Japón es mi allá lejos.

Traduje y prologué ese libro de Barthes sobre Japón hace muchos años, mediados los 80 del siglo pasado. Lo hice por el placer de entrar en la escritura misma del que entonces era mi maestro, Roland Barthes, cuya lectura marcó profundamente mi manera de enfrentarme al hecho literario, como escritor y como lector. Como dije en aquel prólogo (otro prólogo, pues, que surge aquí), Barthes me enseñó a comprender y definir el fragmento, una perspectiva que abarca y desmenuza «el mundo como texto, el placer como criterio, la vida como juego de elementos retóricos, la búsqueda como una razón de desarrollos dialécticos». Barthes me llevó a ver el Japón como una infinita suma de fragmentos.

Entré, por tanto, en lo japonés mediante la traducción de aquel libro. Traducir no es tan solo algo meramente instrumental. Es una apropiación y una comprensión. El traductor se apropia, en cierto modo, del texto que traduce y comprende la intención de su autor, por lo que termina siendo él mismo, por igual, texto y autor de lo que está traduciendo. Me pertenece y yo le pertenezco a él. La pertenencia equivale a revivir la experiencia de otro, es una copia de esa experiencia original. El traductor revive al autor y a su texto.

La primera vez que me hablaron de Hiroshi Kindaichi, fue para citarme una de sus ideas luminosas (y heréticas): «El sinto traduce lo existente, lo hace vivir otra vida en otro plano». Me pregunté de inmediato en qué traducía el sinto lo existente, en qué lo convertía, ¿en un idioma, en una representación, en una simbolización, en una copia, en una grafía? ¿Y qué otro plano sería ese? Volví a pensar de nuevo en Barthes entonces, pero mi interlocutor añadió: «Kindaichi es la respuesta a tu pregunta».

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De Hiroshi Kindaichi hay que decir que era un sectario y un hereje del siglo XVIII. Una bifurcación del pensamiento, como Rimbaud lo será de la poesía. Porque, como averigüé más tarde, Kindaichi podría ser el Rimbaud del sintoísmo, pero con cien años de adelanto. Dejó plasmadas sus enseñanzas en un libro luminoso, el Tratado de sintoísmo herético.

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¿Qué había escrito Barthes sobre Rimbaud? No mucho. Rimbaud es un poeta que no está en su radar literario. Me cuesta recordar o hallar en sus libros dónde habla de él. Descubro que, en realidad, solo lo cita una vez y aludiendo de pasada a otro asunto que, sorprendentemente, es crucial. En Crítica y verdad, un breve opúsculo de 1972, Barthes escribe: «¿La obra significa literalmente o bien simbólicamente, o inclusive —según la frase de Rimbaud— literalmente y en todos los sentidos?». Barthes se refiere a una frase de Rimbaud en una carta que le envía a su madre, la cual no entendía ni una palabra del libro de su hijo Una temporada en el infierno: «He querido decir lo que dice, literalmente y en todos los sentidos». En Japón, más tarde, comprendí que ese era un pensamiento holístico, por tanto un pensamiento sinto. Y ello es debido a que el sintoísmo, en tanto que traductor de lo existente, según las teorías heréticas de Kindaichi, es holístico en tanto que lo integra todo en una literalidad pluridireccional de naturaleza simbólica, de modo que el todo es una unidad heterogénea compuesta de fragmentos, cada uno de los cuales contiene, a su vez, el todo. Así entiendo la mente de Rimbaud. Y sus hechos.

Aún no conocía los hechos de Kindaichi.

5

La primera vez que pensé en ir a Japón fue a raíz de la lectura del libro de Barthes, pero entonces yo era joven y me pareció un viaje demasiado caro y difícil (se me figuraba aquel un mundo inextricable para un occidental), y, además, no tenía ni tiempo ni dinero. Pero la semilla estaba puesta y germinó. Esa idea del «allá lejos» presidía mi intención, en espera de una oportunidad. No quería hacer un viaje simplemente turístico. Quería hacer un viaje significativo, que dejara huella. Ya llegaría el momento. Sabía que Japón me acabaría encontrando. La oportunidad se presentó muchos años después, cuando me invitaron a dar unas conferencias en Tokio sobre la traducción literaria, en un congreso auspiciado por Víctor Ugarte, el director del Instituto Cervantes. Que el motivo del viaje fuera hablar de traducciones y de traductores encerraba ya de por sí un sentido, por no decir un destino. Como estaba en Japón, empecé mi conferencia recordando a Hitoshi Igarashi, el traductor al japonés de Los versos satánicos de Salman Rushdie, que, en cumplimiento de la fetua de Jomeini, fue asesinado a puñaladas el 12 de julio de 1991. Hitoshi Igarashi fue asesinado tan solo por ser traductor. Nunca se encontró al culpable, que probablemente huyó del país tras cometer el crimen. Con la iniciativa del breve homenaje, que se me ocurrió por instinto (de colega a colega, por así decir), Japón me buscó y me encontró por fin. Acabada la conferencia, un hombre con gafas, trajeado y muy delgado se me acercó y me dijo en inglés: «¿Sabe? Nadie se acuerda ya de Igarashi, ha caído en el olvido. Usted lo ha recordado y me ha emocionado». Admití que yo tampoco recordaba a Igarashi hasta que tuve que preparar la conferencia; fue entonces cuando, de pronto, tuve una iluminación y me vino a la cabeza su caso. «En Japón, todo está unido, los vivos y los muertos, este es el país de los fantasmas», dijo aquel hombre, me estrechó la mano y se fue. Después me comentaron que era un familiar.

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Hubo otros casos no menos terribles. Unos días antes del asesinato de Igarashi, el traductor italiano Ettore Capriolo también fue apuñalado y, pese a ser gravemente herido, salvó la vida. Dos años después, en 1993, el traductor turco Aziz Nesin, fue el objetivo del incendio provocado contra él en un hotel que causó la muerte de 37 personas, si bien Nesin pudo escapar. Son ejemplos de que traducir es arriesgado. El traductor se convierte en la copia del autor, por tanto, en el objetivo vicario de su destino. Ellos, en cierto modo, también eran Rushdie.

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«Ante la nieve, un Ser de Belleza gigante», escribe Rimbaud. Me apropié de la frase mentalmente porque allí estaba, delante, de mí, ese Ser de Belleza gigante entre la nieve que era el Fuji. Depositaba en las palabras de Rimbaud la expresión de lo que se me aparecía y cautivaba. Al traducir la frase en mi cabeza mientras la leía, una frase que a su vez era la traducción de la esencia de ese volcán simbólico, tan concreto y abstracto por igual, sentí que el Fuji, por el contrario, me leía a mí, me traducía a una lengua desconocida e imposible, en la que en adelante me tenía que desenvolver. Una lengua nueva para mí que se basaba en la comprensión del asombro ante un ente superior e importante y en el talento para reconocer ese asombro. Ese fue el impacto, eso fue lo que me pasó al ver el Fuji. Luego supe que Kindaichi notaba físicamente que el volcán sagrado, su kami más venerable, pasaba lentamente por su cuerpo como un dedo por la página.

8

El Fuji, claro está, no fue lo primero que yo había visto en Japón. Al cabo de unas semanas recorriendo ciudades como Tokio, Kioto, Himeji, Yokohama, Nikkoˉ, Hiroshima o la isla de Miyajima, ya conocía un poco el país. De hecho, el Fuji fue de las últimas cosas que vi, dos semanas antes de marcharme. En mi recorrido por Japón, había visitado santuarios, en uno de los cuales, el de Fushimi, un santuario Inari o de la cosecha, me ocurrieron cosas que no sabría explicar y que, a medida que me informaba sobre ellas, más me adentraban en lo incógnito, creciendo en mí una insólita y serena sensación de llegada, pero con la excitación inquieta de una partida.

¿Cómo puede ser que se vivan igual de intensamente la llegada y la partida, siendo movimientos opuestos? Lafcadio Hearn, el gran estudioso de la cultura japonesa del siglo XIX, dijo que el primer hechizo de Japón, al llegar al país, es tan intangible y volátil como un perfume. Mi perfume se llamaba regreso, término que comprende en sí mismo la idea de «llegar por fin» y la de «empezar otra vez». El holismo sinto, en el que el todo está fragmentado y cada fragmento es el todo, representa esa ruta de regreso, en su doble sentido.

Se apoderó de mí, pues, sin darme cuenta, una ambigua idea de «vuelta a casa».

Pensé en lo que puede significar el regreso. Era una idea abstracta, desde luego, pero pasó a ser un sentimiento envolvente y de inquietante extrañeza. No tenía mucho sentido, porque el único regreso natural era el que se produciría al cabo de pocos días, el regreso a Madrid, a mi ciudad, a mi casa. Sin embargo, de pronto perdí la noción de lo que significaba de verdad «mi casa». ¿Qué casa era esa a la que volver?

9

En la conferencia que di en Tokio, aparte del fugaz encuentro con el familiar de Igarashi, el traductor asesinado, conocí a Teresa Iniesta, responsable del Instituto Cervantes encargada de organizar el encuentro de traductores al que yo estaba invitado. Amable y dada a la complicidad, encontré en Teresa una buena sintonía personal, especialmente al hablar del premio Nobel Kenzaburo Oé, escritor extraordinario al que yo admiraba profundamente y con quien había pasado varios días en España unos años atrás. Al oír esto, a Teresa se le iluminaron los ojos y me dijo, entusiasmada, que ella había hecho amistad con una hispanista, traductora de varias escritoras españolas; era, además, una vieja amiga de Oé. Manifesté mi deseo de conocerla y, unos días más tarde, Teresa nos reunió a los dos en una cena de recíproca presentación.

Sayoko Okamachi era una mujer de unos setenta años, a primera vista seria y formal hasta la frialdad cortante, a punto de parecer irritada como una de esas actrices oscuras de las películas de Kurosawa. Pero quizá fuera una máscara social, porque, entre suculentos platos, que incluían algunos de beicon de ballena y otros de semen de bacalao, Sayoko cambió hacia un humor irónico, demostrando ser una excelente narradora de historias en un español perfecto. Nos caímos bien y al cabo de un par de días volvimos a cenar juntos en un restaurante de Roppongi. Hablamos de Oé.

10

En marzo de 2004, Kenzaburo Oé viajó a España invitado por Seix Barral, editorial que yo dirigía entonces, con la colaboración de Casa Asia, donde precisamente trabajaba Víctor Ugarte. Pude conocer a Oé personalmente y viajar con él por varias ciudades españolas. Cuando le concedieron el Nobel en 1994, yo había leído Una cuestión personal; recordaba que me había causado un gran impacto. La Academia Sueca, pensé, a veces premia a grandes escritores de verdad. Sin saberlo, entablé con sus libros una relación especial de admiración. Oé proviene de una familia samurái. Nació en 1935 en la ciudad de Ose, en la isla de Shikoku, centro del sintoísmo por excelencia y escenario mítico de muchas de sus novelas. Algunas son obras maestras, en mi opinión, como Arrancad las semillas, fusilad a los niños, Cartas a los años de nostalgia, Salto mortal, El grito silencioso o Muerte por agua. En su obra aparecen con regularidad la guerra o el panorama vital nacido de ella, los conflictos en la búsqueda de una felicidad terrenal quimérica, la infancia como un época cruel y sometida a enormes responsabilidades (una infancia que es un mundo paralelo a la edad adulta, pero no inocente), y la bipolaridad entre lo espiritual y lo físico, una especie de emotividad visceral siempre latente.

«Este rasgo de Oé, me dijo Sayoko, es muy sintoísta. Herético, por supuesto.» Mi amor por Oé es grande; mitificado, desde luego, pero convertido en autoridad y asombro. Por eso le dije a Sayoko que estaba seguro de que Oé era un kami mío, un kami particular al que reverenciaba. Entonces Sayoko me dijo algo que me sorprendió: «En Oé está presente el regreso, pero desde la herejía». Y añadió: «Oé siempre fue un seguidor secreto del sutil Kindaichi.»

Así fue como por primera vez supe de la existencia del maestro Hiroshi Kindaichi. ¿Maestro? Si lo fue, lo fue a su pesar, ya que murió pobre y sin seguidores. Y, sin embargo, después de su muerte fue reconocido como tal, aunque en secreto.

11

He aquí lo que me dijo Sayoko sobre Oé:

«Hace unos años, visité a Oé. En esa época no estaba tan alcoholizado como está ahora, ya muy viejo. Me llevó aparte y, sin mediar palabra, me ofreció un sombrero. Me dijo que me lo pusiera porque llovía y me pidió que caminara con él hasta un bosquecillo cercano, presidido por un humilde torii ante un oratorio modesto, donde había un sakaki, el árbol sagrado para el sintoísmo. Oé iba hasta allí con frecuencia para observar el sakaki, incluso lo tocaba, posando en el tronco las palmas de sus manos durante mucho rato. Me dijo que era su manera de regresar. Y luego añadió que su regreso era el mismo que el de Kindaichi, quien dijo una vez que para hacer el camino hacia delante, primero había que hacerlo hacia atrás. Todo Oé está en esa frase de Kindaichi. ¿Comprendes?». Asentí, pero estaba a años luz de comprender. Sayoko me dijo que para entender de verdad a los japoneses tenía que asumir primero que jamás los entendería. Para asumir lo posible debía abrazar lo imposible.

12

La idea de regreso fue cobrando forma en mí en los santuarios sintoístas por los que pasé. Guardaba relación con una sensación de reminiscencia inusitada, quizá más profunda. Solo puedo asociar ese regreso a un vertiginoso viaje hacia atrás, hasta la infancia, hasta la casa de la infancia, desde donde hacer con la memoria otra vez el viaje de la vida, pero como un duplicado introspectivo de lo que esa vida ha sido, reinterpretándome de nuevo para mí mismo situaciones, percepciones, personas, vivencias pasadas que permanecían latentes, en segundo plano, y que, sin yo saberlo, habían conformado realmente quien yo era.

El regreso suponía, en realidad, una mirada muy honda al fondo del pasado, tan honda como una vuelta al origen «cero» de mí mismo, para revivir con nueva luz —¡la iluminación necesaria, una vez más!— aquello que me había causado asombro y sobrecogimiento. Releer la vida como un libro en el que estuviera escrito el pasado, solo que en forma de copia sobre la que poder subrayar lo que en el original no había sido fácil de percibir.

El sintoísmo herético me iba a permitir entenderlo.

Supe por Sayoko que regresar a casa es también el sentido esencial del sintoísmo ortodoxo. Pero el sentido que, en el sintoísmo herético, Kindaichi le da a la idea de regresar no es de volver a una casa, en tanto que lugar real, si no volver a uno mismo, a un «yo», sin embargo, no menos real. Para Kindaichi, que es un individualista, ese regreso no es estrictamente una metáfora, sino un hecho. Ya dice en sus escritos: «Habito en lo que soy, mi casa está en mí y no temo la intemperie, porque no existe».

Esta simple noción de regresar hacia uno mismo me hizo entender la herejía de Kindaichi como un camino por recorrer sobre mis pasos ya dados que era inédito para mí. Un camino donde luego surgirán, iluminados, los kami.

Comprendí que lo que Kindaichi propone, entonces, es recrear la segunda oportunidad.

Así pues, en Japón sentí que llegaba al punto en que tenía que regresar, pero no adonde yo creía, si no adonde ignoraba. Como en el prólogo de Rimbaud.

13

(Del prólogo del Tratado de sintoísmo herético de Kindaichi.)

«El sinto ha de definirse primero por lo que no es.

»Ser sinto herético no consiste en una serie de creencias formalizadas en un credo o una fe.

»No es una religión en el sentido que las sociedades dan a ese concepto. No es una religión en ningún sentido, en realidad.

»No es una norma moral ni preceptiva.

»No es una jerarquía ni una comunión.

»No es una alienación ni una renuncia.

»No es proselitista ni promete infiernos o paraísos.

»No promulga ni condena.

»No juzga ni bendice.

»El sinto se da. El sinto se recibe. Entre los hechos de dar y de recibir, solo se precisa una predisposición, quizá un talento, para percibir lo dado y contenerlo. Quien tiene ese talento lo sabe.»

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Autor: Adolfo García Ortega. Título: La luz que caeEditorial: Galaxia Gutenberg. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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