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La mano del diablo, un cuento de Carmen Rubio

La mano del diablo, un cuento de Carmen Rubio

‘In the Classroom’, Paul Louis Martin de Amoignes (1886).

Pocas cosas nos acercan más a la verdad que la ficción. Los seres humanos no hemos inventado aún mejor vehículo que la narrativa para comprender la realidad. En eso creemos en la Escuela de Imaginadores, y por esa razón nos complace tanto poder presentarles este mes de marzo un cuento tan veraz como «La mano del diablo».

Su autora, Carmen Rubio, nació en un pueblo de la Mancha profunda llamado Munera, del que emigró con 18 años. Ahora dirige un taller gráfico en el centro de Madrid. Era imaginadora mucho antes de aprender a escribir y la sed de otras palabras la ha traído hasta aquí. Todo esto es importante para entender su relato en todos sus matices. Con «La mano del diablo» nos confía una parte íntima de sí misma, preservada intacta en su interior, de una época que por suerte, en algunas partes del mundo, hemos dejado atrás.

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La mano del diablo

Yo soy una mentira que dice la verdad

Jean Cocteau

Estoy en la escuela que hay frente a mi casa, la maestra me permite entrar en el aula haciendo una excepción, porque aún no tengo la edad para asistir a clase.

Doña Carmen conoce a mi madre, tiene una hija de mi misma edad, tenemos el mismo nombre. Nos sentamos en un pupitre frente a la estufa de leña. Dibujamos hasta que nos cansamos y, apoyadas en los brazos, nos quedamos dormidas sobre el pupitre. Más tarde salimos a jugar al descampado que hay detrás de la escuela, mi madre cruza la calle y nos trae fruta cortada. Cogemos amapolas, florecillas amarillas y blancas que ponemos en un vaso con agua al entrar de nuevo a la escuela. Intentamos dibujar las flores con nuestros colores sobre una cuartilla blanca, desde atrás una niña nos dice: ¡no se coge el lápiz con esa mano! La maestra le contesta: ¡déjalas, aún son pequeñas, ya aprenderán!, le dice sonriendo.

Observo mis dos manos, las junto, las igualo, no veo ninguna diferencia entre ellas, las dejo caer, miro a lo largo de mi cuerpo, dos brazos iguales, los dos con idénticas terminaciones, hay cinco dedos en cada una de ellas. ¿En qué reside la diferencia?, me pregunto.

Todavía hoy flotan en mi mente, como planetas, esferas que contienen otro tiempo. Mi cerebro va abriendo esos glóbulos que muestran fragmentos vividos. A veces esperan el silencio de la noche; otras, se revelan en acciones, en torpezas.

Un día demuelen la escuela para hacer un parque, la escuela se quedó pequeña. Construyen otra más grande al final del pueblo.

Doña Carmen y su hija se van a vivir a la ciudad. Las malas lenguas murmuran que es madre soltera, aunque ella dice que es viuda. Es una buena mujer, una maestra paciente, disfruta enseñando, haciendo caminos de tiza con forma de S para que andemos sobre ellos, inventando canciones con cada una de las letras que encontramos pegadas por las paredes, encima de cada objeto, otra S sobre la silla, una M sobre la mesa.

Su hija, mi amiga, con la que juego y río, desaparece de mi vida. Me gustaba cómo eran, me dolió que se fueran.

Un globo temporal se cierra como un huevo de Fabergé.

 

Abro la muñeca rusa, voy levantando capas, ampollas que estallan como pompas de jabón de colores opacos. Esferas que gravitan entre la masa encefálica.

Un colegio a estrenar, un aula soleada, paredes blancas, una nueva profesora, joven, delgada con falda azul marino, camisa blanca, rebeca azul o verde sobre los hombros. Muy ordenada, le gusta su profesión, dice.

Nos coloca por orden alfabético. Me siento en el pupitre que me indica. Casi al final de la clase. Pide silencio, poniendo el dedo en su boca.

Mientras dicta algunas frases va caminando por el pasillo, entre las mesas, observando cómo escribimos. Viene hacia mi mesa, se detiene.

En mi clase no puedes escribir con esa mano, es una vergüenza que utilices la izquierda, eso es una desviación que no toleraré. No querrás que todos murmuren y se rían de ti por no saber escribir cuando vayas a firmar en la iglesia, cuando te cases. El resto de la clase ríe.

Tímidamente le pregunto por qué no puedo escribir con la izquierda si las dos manos son iguales. Me mira con unos ojos enormes, porque la izquierda es la mano del diablo, contesta. ¡Soy yo la que pregunta!, dice, levantando la voz.

La maestra repite palabras como sacrificio, salvación, perfección. Habla de un infierno donde se queman las almas. Utiliza un lenguaje que no entiendo.

Llama a mi madre, le da instrucciones muy claras: ¡si come con la izquierda hay que atarle la mano, si escribe con la izquierda igual! Mi madre tiene cinco hijos y casi nunca se acuerda. A mi padre no le gusta que me ate la mano.

Los lunes llega contenta. La maestra inicia el dictado. De pronto, me lanza una tiza que con un impacto certero golpea mi oreja, el resto de la clase ríe mientras yo escondo una lágrima. A la próxima de rodillas, dice, y no hay día que no termine en el suelo de rodillas, con los brazos estirados y libros sobre las manos. Aprenderás, vaya si aprenderás, dice entre risas, dejarás de ser zurda como que me llamo Paquita.

Coge el lápiz con la derecha, grita, y yo, lo cojo con la izquierda, no entiendo cómo se llaman las manos, las confundo. Toda la clase ríe a carcajadas, no sabe ni dónde tiene la mano derecha, dice ella, pero tú es que eres tonta o te quieres reír de mí, me grita indignada.

Más tarde llegan las pesadillas, esas ratas enormes que se ríen de mí con ojos incendiados en sangre, los gritos, el pis que se escapa en mitad de la noche, el miedo a cualquier cosa.

Kilómetros de caligrafía, ridiculizaciones absurdas, torpezas y dudas, dificultad a la hora de escribir, inseguridades, era lo único que provocaba en mí su obstinación porque escribiera con la derecha.

En el patio soy la zurda, la que no sabe distinguir entre izquierda y derecha, les gusta jugar conmigo a la gallinita ciega, vendarme los ojos, oigo izquierda, carcajadas, derecha, más risas, les divierte ver mi torpeza, y con los brazos estirados voy girando hacia un lugar y otro sin conseguir coger a nadie, me llaman gallina mientras se desternillan.

Otra esfera temporal que cohabita en mi memoria: es la primera excursión que hace el colegio, un viaje a Madrid para visitar el Palacio Real, apenas tenemos once o doce años, estamos inquietos, emocionados con el viaje, nos vamos cambiando de asiento, nos abrazamos, reímos. Un chico me llama para que me siente a su lado, voy, cuando me siento me dice: eres más puta que las gallinas, yo no entiendo bien su frase, no sé qué dice, ni por qué lo dice, pero sí veo las ascuas que hay en sus ojos, la agresividad que hay en sus palabras, me levanto y me voy llorando al último asiento. La maestra me mira, la miro y gira su cabeza, no dice nada. Con el tiempo me preguntaré qué lleva a un niño de esa edad a usar esas palabras, qué cosas oyó en su casa, en el colegio, qué mensajes trasmite la sociedad para que un niño emita ese juicio.

 

Al finalizar EGB, la maestra no dejó que aprobara octavo, porque seguía escribiendo con la izquierda y ella no podía consentir un aprobado si no hacía todo el examen con la derecha, y, aunque ya sabía escribir con las dos manos, no lo hice, sin ser consciente cambiaba, instintivamente, agarraba el lápiz con la izquierda.

Llamó a mi madre y le dijo que no merecía que gastara dinero en mis estudios, que no podía seguir en el colegio, que era mejor que me quedara en casa limpiando y que tal vez con suerte encontraría alguien con quien casarme.

Imágenes de la memoria, esferas flotantes como planetas orbitando. Palabras que acuden sin que las busque, al contrario, exigen una nueva tensión vivida. Se me exigía un esfuerzo al que no era capaz de responder, solo bajar la mirada y oír como se reían de mí por no poder escribir con la derecha. Porque según mi maestra, a la que no le gustaban nada mis preguntas, yo era la zurda, esa roja hija del diablo.

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