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La máquina de coser

Perdí a mi madre hace 22 años. A mi padre 4. Con frecuencia mi progenitor me visita en sueños: celebramos la vida como lo hicimos el tiempo que compartimos en este mundo. En cambio, apenas sueño con mi madre. Cada vez me resultan más confusas sus facciones, su voz, su tacto, su olor a Nelia y a Nenuco. Las nieblas de su pérdida traumática han borrado toda memoria agradable. Conservo un resentimiento con la vida que ha encallecido en el alma y no me deja mirar con serenidad hacia quien me dio la luz.

Con la muerte de mi padre pude reconciliarme: a pesar de haberse adentrado en los laberintos del alzheimer, aún conservaba cierta autonomía y era capaz de reconocerme y de disfrutar conmigo los chatos de vino que compartíamos. Los últimos, 24 horas antes de que el corazón se le parara a ese titán que me parecía imbatible.

Pero con mi madre es diverso: no les perdono a los hados el cáncer de páncreas que le endilgaron ni el vía crucis que hubo de sufrir tras la intervención hasta que la parca, misericordiosa, se apiadó de su gólgota y la inundó de la paz de los vencidos, convertida en una desdichada sombra de la lozana mujer que fue.

"Antes de cerrar definitivamente la puerta del que había sido su hogar acarició la máquina de coser, que dormía en un ángulo de la entrada"

Más de una vez egoístamente pensé que hubiera sido mejor que se quedara en la mesa de operaciones cuando le extirparon el tumor y medio aparato digestivo: así se habría evitado los cuatro años de quimios, radios y cuantas terapias se cebaron con su debilitada salud. Pero luego pienso que no habría podido conocer a mi hijo menor, su segundo nieto, quien, contando dos años y estando ya su abuela en cuidados paliativos, antes de perder la conciencia, pudo escuchar sus primeras palabras, un “hola, avela”, que llenó de luz por última vez sus agonizantes pupilas.

El día que la llevamos a morir al sanatorio quiso salir por su propio pie. Antes de cerrar definitivamente la puerta del que había sido su hogar acarició la máquina de coser, que dormía en un ángulo de la entrada. En una familia de humilde extracción esa máquina era una gravosa inversión, pero de imperiosa necesidad. Con ella vistió a sus hijos y nietos, reparó prendas de toda la familia, confeccionó ajuares ayudando a cumplir sueños ajenos…

Se llamaba Teresa. Teresa Baños Manzanares. Nació en 1938, cuando la España que ayudaron a construir sus padres se desangraba en una sangría cainita. Entre las familias de extracción modesta no era habitual mandar a estudiar a las niñas: como mucho iban un par de años a cualquier maestro que se las diera de tal y les enseñaba los rudimentos de la lectura y la escritura, amén de las cuatro reglas de la aritmética para que no las engañaran en las cuentas. Los hijos varones, en cambio, sí recibían la posibilidad de cursar un bachillerato en la ciudad, aun en un centro de pago. Cosas de una España sombría, a la que aún muchos añoran, donde ser mujer era poco más que pasar la bayeta y el mocho. “La mujer, en la cocina y con la pata rota”…

A los 12 años la sacaron de la escuela para que ayudara a su hermana a atender a su abuela y fuera aprendiendo de ellas las tareas que todas las de su generación deberían dominar para ser las amas de casa perfectas.

"Debieron de ser años difíciles: trasladarse del extrarradio de Murcia, donde tenía todos los servicios y el calor de los suyos, hacia aquel villorrio sin tiendas ni médico"

Era la menor y se crió entre el cariño de sus padres y sus hermanos mayores, a quienes siempre intentó honrar. Sólo contrarió a los suyos cuando Cupido llamó a la aldaba de su alma: las flechas del querubín la enamoraron de un mozalbete de un pueblo vecino, pero el cual sufría el baldón de ser hijo de madre soltera, ya que su padre había abandonado a su novia de entonces, mi abuela Elena Mínguez, en el fragor de la Guerra.

Mi abuela materna usó toda su rígida autoridad en una familia matriarcal para espantar a mi padre y disuadir a su hija de una pasión tan inconveniente. Pero mi madre, que siempre había sido la más sumisa y amorosa de las tres hermanas, se plantó y confrontó a su madre: aquel era el hombre a quien había elegido para compartir su vida. Mi abuela Teresa, al ver que mi abuela Elena y sus hermanas eran gente de bien, trabajadoras y honradas hasta la extenuación, y, sobre todo, que mi padre acababa de sacar plaza como Maestro Nacional, lo cual daría a mi madre mejor vida que el resto de sus hermanas, dio su brazo a torcer.

Su primer destino, cargando ya conmigo con tres meses, fue la aldea de Peñarrubia, en el municipio albaceteño de Elche de la Sierra, un nido de águilas encaramado a la serranía donde gallardea el Segura, un lugar olvidado de la mano del hombre pero bendecido por los dioses. Debieron de ser años difíciles: trasladarse del extrarradio de Murcia, donde tenía todos los servicios y el calor de los suyos, hacia aquel villorrio sin tiendas ni médico supongo que fue una experiencia dura para mi madre.

En tiempos en los que los maestros no estaban bien pagados y cobraban tarde y mal (“pasas más hambre que un maestro de escuela”, era uno de los refranes en boga) pudieron sobrevivir gracias a la solidaridad de las vecinas, quienes le traían patatas, perdices o conejos unas, otras la aleccionaban en cómo lavar a mano y secar la ropa en los lavaderos comunales que se encabritaban en las barriadas altas de la aldea.

Hubieron de adquirir a plazos los electrodomésticos precisos. Entre los primeros descollaba la máquina de coser, una preciosa Singer a pedal, que me acompañó desde mis dos años.

"A mano tejía con agujas jerseys y chaquetas, que le pedía anchas para tratar de disimular mis lorzas y michelines"

No había dinero ni tiendas para comprarte la ropa. Como muchas de las mujeres de su tiempo, mi madre, sin ser costurera ni modista, hubo de aviárselas comprando revistas de patrones y sacando de ellas los que servirían para cada miembro de su familia. Las telas las mercaba en los puestos del mercado semanal, no muy bien surtido.

No había podido educar su gusto estético, por lo que recuerdo que las camisas y pantalones que me hacía, aparte de sentarme como un saco, tenían una combinación de colores que no armonizaban nada entre sí. Pero yo los llevaba orgulloso: habían manado del amor de mi madre.

A mano tejía con agujas jerseys y chaquetas, que le pedía anchas para tratar de disimular mis lorzas y michelines: seguía pareciendo desgarbado, desconjuntado, un morcón embutido en ropajes amplios. Mas cada puntada que mi madre había dado en su tejedura era una muesca de la devoción que sentía por los suyos.

Canta don Antonio Machado que su infancia son recuerdos de un patio de Sevilla y de un huerto donde maduraba un limonero. La mía son remembranzas de una madre parapetada tras una máquina de coser remendando las pequeñas cicatrices que sus desastrosos hijos y esposo dejaban en las prendas de vestir. Día tras día, sin pausa, tras haber aparejado la cocina y dejado como los chorros del oro todas las estancias de su hogar.

"Eso me hizo reflexionar: mi madre se pasaba el día trabajando, era la primera en levantarse y la última en acostarse. Y nadie la compensaba por tan ingente e ingrata labor"

Me encantaba sentarme a sus pies en la habitación de costura. El arrullo hipnótico de los pedales de la máquina, su destreza hilvanando o enhebrando me fascinaban. A su vera libré épicas batallas con mis soldados de plástico, lloré la suerte del Mochuelo cuando Delibes le hizo seguir su camino y abandonar su pueblo y sus amigos, disfruté como un poseso las desventuras de don Quijote. Siempre con la música de la máquina de coser, bajo la amorosa mirada materna, que elevaba los ojos al cielo cuando me veía sumergirme hasta el éxtasis en los libros que sacaba de la biblioteca. Ella no había tenido la oportunidad de ser iniciada en los misterios y goces de la lectura: se admiraba tanto de que un fruto de su vientre hubiera sido tocado por la pasión de las letras.

Sus mañanas transcurrían con la rutina típica de las amas de casa, adobada sólo por la imponente voz de Luis del Olmo. Con las primeras elecciones democráticas, mi padre, maestro de perfil conservador, decidió hacer campaña por el candidato que presentaba el partido de Adolfo Suárez. Por primera y última vez oí a mi madre hablar de política. Le gustaba Suárez no porque fuera joven y guapo, sino porque en una entrevista le había escuchado prometer que les iba a poner un sueldo a todas las amas de casa. Eso me hizo reflexionar: mi madre se pasaba el día trabajando, era la primera en levantarse y la última en acostarse. Y nadie la compensaba por tan ingente e ingrata labor. Ni siquiera su familia: para nosotros venía incluido en el “contrato” .

La sorprendí en una conversación con mi hermana. “No seas como yo, que no soy nada. Estudia. Estudia para labrarte un futuro y no tener que depender de ningún hombre. No seas como yo: no soy nadie”.

"Cuando el cáncer nos la arrebató con 65 años, pudimos comprender con el alma en llagas que una mujer que decía no ser nada lo era todo"

Me causó honda impresión. Nunca se permitió ningún lujo: cuando hubimos de deshacernos de sus pertenencias tras su muerte, en su joyero no había nada de valor: sólo baratijas de bisutería. Su vestuario, a excepción del abrigo de piel que le regaló su amada prima Lola, era el típico que llevaban las matronas de su generación, comprado en baratillos o tiendas de saldo. No se permitió ningún lujo, salvo el de ir a la peluquería una vez al mes. Todo lo que economizaron fue para dar estudios a sus hijos a fin de que pudieran alcanzar la independencia económica. Y para darles a sus nietos cuantos caprichos desearan. Una vida de sacrificios y renuncias propias para permitirles a los de su sangre alcanzar la plenitud.

Cuando el cáncer nos la arrebató con 65 años, pudimos comprender con el alma en llagas que una mujer que decía no ser nada lo era todo. Jamás nadie volvió a hacer milagros con un puñado de lentejas y otro de acelgas, cocinado a amor lento. Jamás volveré a probar aquellos rústicos guisos que hacía con las tripas y patas de cordero (ingredientes llanos para una familia humilde).

Se acabaron las reuniones familiares en navidades, cumpleaños y onomásticas. Sin ella nos faltaba la amalgama, la sal en la vida, la que sobre sus hombros sostuvo una familia. Tanto fue sin ser nadie que su ausencia nos descolocó a todos.

Algunos de mis allegados conservan aún a esas madres que, como la mía, la sociedad pensaban que no eran nadie pues fueron condenadas a ser meras amas de casa. Los incito a mimarlas, a compartir con ellas momentos y vivencias que recordarán por la eternidad, a darles todos los caprichos a los que ellas renunciaron por su camada.

"Vaya por todas esas mujeres, esas amas de casa, esas sus labores que son y fueron puntal de nuestra felicidad"

Daría lo que me queda de vida por volver a encontrarme a mi madre sentada a su máquina de coser, invitarla a quitarse las gafas de cerca, cogerla de las manos y, hundiéndome en los ojos, cuyo color ya he olvidado, decirle lo que no tuve los redaños de decirle en vida: que era mentira que no era nadie; al contrario: lo era todo y más; que había sembrado tanto amor en nosotros que nos faltaba el aire con su ausencia; que sentía no haber sido capaz de decirle viva cuánto la amaba.

La habría invitado a dejar la costura, a arreglarse y la habría llevado a tomarse esa mariscada a la que siempre renunció porque pensaba no ser digna de un festín así.

Pero la vida no te da segundas oportunidades. Sólo me deja añorar al fantasma que se sentaba ante la máquina de coser sin volver a escuchar nunca más su pedaleo, mientras pienso en quienes aún tienen la fortuna de contar con una madre semejante y aún pueden colmarla de amor, que se agriará hasta el extremo de convertirse en remordimiento, si no son capaces de darle cauce.

Vaya por todas esas mujeres, esas amas de casa, esas sus labores que son y fueron puntal de nuestra felicidad, sin reclamar jamás protagonismo ni exigir a cambio reconocimiento, que se vaciaron en los suyos renunciando a sus sueños.

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Dolores
Dolores
1 mes hace

El relato de Aristides me ha conmovido. Siempre nos arrepentimos de no haber hecho más pese a haber hecho todo lo que pudimos. Mi madre murió el año pasado y aunque lo di todo por ella aun hay cosas que pesan. En 2012 pasé por un cáncer, al día siguiente de recibir mi sesión de quimioterapia montaba a mi madre en el coche y nos íbamos a la casita del campo, allí siempre que ella me dejara yo hallaba algo de paz. Murió cerca de los noventa y siete años con bastante calidad de vida.
Con respecto a lo que es capaz de hacer una madre por sus hijos, pues todo, hasta dar su vida si es preciso. Tres tengo a los que saqué adelante, sola, mucha ha sido la lucha a lo largo de estos años, ahora pasados los cincuenta los tres, soy feliz porque crié a tres bellas persona.
El otro día, le digo al mediano -eres el hijo qué más pendiente está de mi,su respuesta fue – y tu eres la única madre que tengo.
Verdad, -le dije- hasta que mi muerte nos separe.
Cuidad de vuestras madres, dadles todo el cariño que podáis, nunca os arrepentireis. La paz que inunda el corazón cuando se nos va lo compensa todo.

John P. Herra
John P. Herra
1 mes hace

Agradezco al autor la confianza de compartir sentimientos tan íntimos. Estoy de acuerdo con casi todo, pero lamento que sea necesario un reconocimiento público del ama de casa, porque eso significa que no hay un reconocimiento privado. Espero que no sean demasiadas las familias donde padre y madre, los dos, reciban el premio más preciado a todos sus desvelos, que es el amor incondicional, valga el pleonasmo, de sus hijos y escuchar la voz de sus nietos, premios que sólo se pueden recibir en la intimidad del hogar, el único lugar donde somos realmente libres. Al menos, así es en mi familia, donde sólo somos conocidos en nuestra casa a la hora de comer, y por muchos años. Hablando de comer, yo no he perdido la costumbre de cocinar los callos y las manitas del cordero, o de idear platos con “lo que haya”, sobre todo a fin de mes. Esos son los que salen mejor!

Andrea
Andrea
1 mes hace

Mi madre fue modista durante mas de 60 años, la perdi hace ya 18 años, pero no puedo ver o escuchar una máquina de coser sin imaginarla sentada , con sus agujas en mano, su magia para de cualquier pedazo de tela generar una maravilla. Gracias por este relato, me llegó al alma!

Javier
Javier
1 mes hace

Soy un seguidor habitual suyo, silencioso, pues nunca le he puesto un comentario. Tampoco se lo he puesto jamás a nadie…, pero es que nunca había sentido tanta necesidad de hacerlo. El año pasado por estas fechas, en los últimos días de mi padre en este mundo, y acompañándolo en el hospital, leí un artículo suyo dedicado a su padre y a su final. Me llegó al alma como el de ahora, pero llevando a mi Anquises sobre los hombros, no comenté. Mi madre marchó antes que mi padre. A ambos añoro como usted añora a los suyos. Gracias por expresarlo tan sumamente bien.