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La muerte violeta, un cuento de Gustav Meyrink

La muerte violeta, un cuento de Gustav Meyrink

El escritor austríaco Gustav Meyrink fue uno de los padres de la literatura fantástica. Lo comprobamos en La muerte violeta, un relato en el que la imaginación pronto se erige protagonista.

La muerte violeta, un cuento de Gustav Meyrink

El tibetano calló.

Su desmedrada figura permaneció todavía algún tiempo de pie, erguida e inmóvil, y luego desapareció en la jungla.

Sir Roger Thornton miraba fijamente la hoguera. Si no fuera un penitente, un sannyasin, aquel tibetano que, además, iba en peregrinación a Benarés, no hubiera creído ni una sola de sus palabras. Pero un sannyasin no miente ni puede ser engañado. ¡Y luego aquellas contradicciones pérfidas y crueles en el rostro del asiático! ¿O sería que se dejó engañar por el resplandor de la hoguera que tan extrañamente se reflejaba en los ojos mongoles?

Los tibetanos odian a los europeos y guardan celosamente sus mágicos secretos, con los que esperan aniquilar un día a los orgullosos extranjeros cuando llegue la hora. Sea como fuere, Sir Roger Thornton desea comprobar con sus propios ojos si, efectivamente, existen fuerzas ocultas en ese pueblo extraño. Pero necesita compañeros, hombres valerosos cuya voluntad no se quiebre ante los horrores de un mundo diferente. El inglés pasa revista a sus compañeros… Aquel afgano sería el único entre los asiáticos para ser tomado en cuenta. Es intrépido como una fiera, pero supersticioso. Así pues, solo queda su criado europeo.

Sir Roger lo toca con la punta de su bastón. Jaburek quedó completamente sordo a los diez años, pero sabe leer cada palabra en los labios de su amo, por muy rara que sea. Sir Roger le cuenta con expresivos gestos lo que oyó decir al tibetano… A unas veinte jornadas del lugar donde se encuentran, en un valle de las laderas del Himavat, exactamente señalado, hay un trozo de tierra sumamente extraño. Por tres de sus lados se elevan muros rocosos, cortados a pico; el único acceso está cerrado por gases ponzoñosos que emanan continuamente del suelo y matan al instante a todo ser viviente que pretenda pasar. En el desfiladero, que cubre unos ciento treinta kilómetros cuadrados, en medio de la vegetación más exuberante, vive, al parecer, una pequeña tribu de raza tibetana que, según el rumor, va tocada de rojos gorros puntiagudos y adora a un ser malvado y satánico en forma de pavo real. Ese ser diabólico enseñó a los habitantes la magia negra, y en el transcurso de los siglos les ha ido revelando misterios que un día habrán de transformar el globo terrestre. Se dice que les enseñó una especie de melodía capaz de aniquilar en un instante al hombre más fuerte.

Jaburek sonrió desdeñosamente.

Sir Roger le explicó que se proponía cruzar los lugares envenenados con ayuda de escafandras y balones de aire comprimido y luego penetrar en el interior del misterioso desfiladero.

Jaburek asintió con la cabeza y se frotó con satisfacción las sucias manos. El tibetano no había mentido. Allá abajo se extendía, cubierta de verdor, la extraña garganta: un cinturón de tierra amarillenta, desértica y corroída por las erosiones, separaba el desfiladero del mundo exterior en una anchura que se tardaba media hora en recorrer. El gas que surgía del suelo era ácido carbónico puro. Sir Roger Thornton, que desde la cumbre de una colina pudo apreciar la anchura de aquel cinturón, decidió emprender la marcha la mañana siguiente. Las escafandras que había encargado en Bombay funcionaban perfectamente.

Jaburek llevaba los dos rifles de repetición y diversos instrumentos que su amo consideraba indispensables. El afgano se negó tenazmente a acompañarlos y declaró estar dispuesto a meterse en una cueva de tigres, pero que se cuidaría mucho de hacer nada que pudiera comprometer su alma inmortal.

Así, los únicos osados fueron los dos europeos.

Los cascos de cobre de las escafandras refulgían al sol y lanzaban extrañas sombras al suelo esponjoso del que ascendían, en innumerables y diminutas burbujas, las letales emanaciones. Sir Roger imprimió a su marcha un ritmo rápido para evitar el consumo del aire comprimido antes de haber cruzado la zona de los gases. Todo lo veía turbio, como a través de una tenue capa de agua. La luz del sol, de un verde fantasmal, teñía los lejanos glaciares del “techo del mundo”, que levantaba sus gigantescos perfiles como un singular paisaje de muerte. Finalmente, hallaron verde césped y Sir Roger encendió un fósforo para cerciorarse de la presencia del aire atmosférico en todos los niveles. Después se quitaron los cascos y descargaron los balones de aire.

A sus espaldas se elevaba la muralla de gas, como una temblorosa masa de agua. En el aire flotaba un aroma embriagador de flores de amberia. Tornasoladas mariposas, del tamaño de una mano, cubiertas de raros dibujos, descansaban con las alas abiertas, como si fueran libros de magia, sobre inmóviles flores. Caminando bastante separados uno de otro, ambos se dirigieron hacia un bosquecillo que les cerraba el horizonte. Sir Roger hizo una señal a su sordo criado, porque le pareció haber oído un ruido. Jaburek preparó el rifle.

Al llegar a un extremo del bosque, una pradera se ofreció a su vista. Apenas a cuatrocientos metros, unos cien hombres, evidentemente tibetanos, tocados con gorros rojos, habían formado un semicírculo y esperaban a los intrusos. Sir Roger avanzó, seguido de su criado. Los tibetanos llevaban las habituales zamarras de piel de carnero; mas, a pesar de ello, casi no parecían seres humanos, tan espantosamente feos y deformes eran sus rostros. Dejaron que los dos hombres se acercasen más y, de pronto, a una orden de su jefe, levantaron todos a la vez las manos, se oprimieron con fuerza los oídos y gritaron algo. Jaburek miró interrogativamente a su amo y levantó el rifle, porque el extraño movimiento de los tibetanos le pareció una señal de ataque. Pero lo que sus ojos vieron le heló la sangre en las venas: en torno a su amo se había formado una masa gaseosa, agitada y remolineante, parecida a la que habían atravesado poco antes. La figura de Sir Roger perdió los contornos, como si hubiese sido devastada por el remolino; la cabeza se tornó puntiaguda; toda la masa se hundió en sí misma, como en fusión, y en el lugar donde hacía un instante se encontraba el audaz inglés había ahora un cono de color violeta claro del tamaño de un pilón de azúcar.

El sordo Jaburek fue presa de la ira. Los tibetanos seguían gritando y él observaba con gran atención sus labios para descifrar lo que decían. Era siempre una y la misma palabra. De pronto, el jefe de los tibetanos dio un salto adelante y todos se callaron, al tiempo que bajaban las manos. Como panteras se arrojaron sobre Jaburek. Este empezó a disparar contra la multitud, que se detuvo por un instante. Instintivamente, les gritó la palabra que poco antes había leído en sus labios.

-¡Emelen!, ¡E… me… len…! —rugía, una y otra vez, hasta que el desfiladero se estremeció como agitado por las fuerzas de la naturaleza.

Todo lo veía como a través de unos lentes de gran intensidad y el suelo parecía hundirse bajo sus pies… Pero solo duró un momento; ahora veía de nuevo con claridad. Los tibetanos habían desaparecido, como antes su amo, y solo incontables pilones de azúcar color lila se levantaban ante él. El jefe de los tibetanos aún vivía. Las piernas se le habían convertido en una papilla azulenca y el tronco comenzaba a encogerse: era como si el hombre estuviese siendo digerido por un ser del todo transparente. No llevaba gorro rojo, sino una especie de tocado en forma de mitra donde se movían unos ojos amarillentos.

Jaburek le descargó un culatazo en el cráneo, pero no pudo evitar que el moribundo le hiriera en el pie con una hoz arrojada en el último momento. Miró a su alrededor. La soledad era absoluta. El aroma de las flores de amberia se intensificó y se hizo casi punzante. Parecía emanar de los conos color lila, que Jaburek se puso a observar ahora. Todos eran iguales y estaban formados de la misma materia gelatinosa de color morado claro. Era imposible encontrar los restos de Sir Roger entre todas aquellas moradas pirámides. Jaburek arreó un puntapié en la cara del jefe tibetano muerto y, rechinando los dientes, volvió sobre sus pasos. Desde lejos vio sobre la hierba, brillando al sol, los dos cascos. Llenó el balón de aire con una bomba portátil y penetró en la zona gaseosa. El camino parecía no acabar nunca. El infeliz sentía que las lágrimas mojaban sus mejillas.

¡Oh, Dios, su amo estaba muerto! ¡Muerto aquí, en la lejana India! Los gigantes helados del Himalaya bostezaban cara al cielo. ¡Qué les importaba el dolor de un pequeño corazón humano! Jaburek trasladó fielmente al papel, palabra por palabra, todo lo que había sucedido y no comprendía, y dirigió su escrito al secretario de su amo, que residía en Bombay, en la calle Adheritollah, número 17. El afgano se encargó de llevarlo. Poco tiempo después Jaburek murió porque la hoz del jefe tibetano estaba envenenada.

“Alá es Uno y Mahoma su profeta”, rezó el afgano, tocando el suelo con la frente. Los cazadores hindúes cubrieron el cadáver con flores y lo incineraron, entre cantos piadosos, sobre una hoguera de leña.

Alí Murad Bey, el secretario, palideció al recibir el horrible mensaje y transmitió el escrito a la redacción de la Indian Gazette.

El nuevo diluvio llegó.

La Indian Gazette, que publicó el “caso de Sir Roger Thornton”, apareció al día siguiente con tres horas de retraso. Un accidente extraño y horripilante tuvo la culpa del retraso: Birendranath Naorodjee, redactor del periódico, y dos empleados subalternos que solían revisar las páginas con él a medianoche, antes de salir la edición, desaparecieron del despacho sin dejar rastro. En lugar de ellos había en el suelo tres cilindros azulencos y gelatinosos, y junto a ellos el periódico recién impreso. Apenas acababa la policía, con la petulancia de siempre, de tomar las primeras declaraciones, cuando llegaron las noticias de innumerables casos similares.

Personas que leían periódicos desaparecían por docenas ante la vista de la asustada multitud que cruzaba las calles, presa de agitación. Innumerables pirámides moradas quedaban esparcidas alrededor, en las escaleras, mercados y callejuelas, hasta donde abarcaba la vista. Al anochecer, Bombay quedó medio despoblada. Una orden de las autoridades sanitarias dispuso la inmediata clausura del puerto, así como de todo tráfico con el exterior, a fin de impedir la propagación de la nueva epidemia, pues no podía tratarse de otra cosa. El telégrafo y el cable zumbaron día y noche mandando al mundo entero la terrible noticia y detalles del “caso de Sir Roger Thornton”.

Al día siguiente la cuarentena fue levantada, como extemporánea. Mensajes de terror de todos los países anunciaban que la “muerte morada” se propagaba por todas partes, casi simultáneamente, y amenazaba con despoblar la tierra. Todo el mundo perdió la cabeza y la sociedad civilizada parecía un gigantesco hormiguero en que un mozo de aldea había metido su pipa encendida. En Alemania, la epidemia estalló primero en Hamburgo. Austria, donde no se leen más que las noticias locales, se libró durante algunas semanas. El primer caso ocurrido en Hamburgo fue particularmente estremecedor. El pastor Stüiken, hombre al que la edad venerable había vuelto casi sordo, estaba sentado por la mañana a la mesa del desayuno, rodeado de sus familiares. Teobaldo, el hijo mayor, con su larga pipa de estudiante; Yette, la fiel esposa, y Mina y Tina. En una palabra, todos, todos. El anciano padre acababa de desplegar un periódico inglés recién llegado y leía a los suyos el relato del “caso de Sir Roger Thornton”. Apenas había pronunciado la palabra “Emelen” e iba a fortalecerse con un sorbo de café, cuando advirtió, presa de horror, que solo lo rodeaban conos de gelatina morada. De uno de ellos sobresalía aún la larga pipa estudiantil. Todas las catorce almas se las llevó el Señor a su seno. El piadoso anciano cayó desmayado.

Una semana más tarde, la mayor parte de la humanidad estaba muerta. Le fue reservado a un sabio alemán poder arrojar un poco de luz sobre los acontecimientos. La circunstancia de que la epidemia respetase a los sordos y sordomudos le sugirió la idea de que se trataba de un fenómeno puramente acústico. En su solitaria buhardilla de estudioso llevó al papel una larga conferencia científica y anunció con algunas frases su lectura pública. El sabio, con su exposición, se refirió a ciertos escritos religiosos hindúes, casi desconocidos, que trataban acerca de la provocación de tormentas de fluidos astrales remolineantes mediante la pronunciación de ciertas palabras y fórmulas secretas, y fundamentó su relato en las más modernas experiencias en el campo de la teoría de las vibraciones y radiaciones.

Pronunció su disertación en Berlín y fue tal la afluencia de público que tuvo que valerse de un tubo acústico mientras leía las largas frases. Cerró su memorable discurso con las siguientes lapidarias palabras:

—Vayan a ver a un especialista del oído para que los vuelva sordos y cuídense de pronunciar la palabra… “Emelen”.

Un segundo después el sabio y sus oyentes no eran más que conos inanimados de gelatina, pero el manuscrito no fue destruido; fue conocido y estudiado, y así la humanidad pudo evitar su total exterminio. Algunos decenios más tarde, estamos en 19…, una nueva generación de sordomudos puebla el globo terrestre. Usos y costumbres son diferentes, las clases y la propiedad han sido desplazadas. Un especialista del oído gobierna al mundo. Las partituras han sido arrojadas a la basura, junto con las viejas recetas de los alquimistas de la Edad Media.

Mozart, Beethoven y Wagner se han vuelto ridículos, como antaño Alberto Magno y Bombasto Paracelso. En las cámaras de tormento de los museos, algún piano polvoriento muestra sus viejos dientes.

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