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La mujer de Margate que no se empolvaba la nariz

La mujer de Margate que no se empolvaba la nariz

Ante el inminente retiro a la casita-granja de Fulworth que le había sido regalada por gobierno galo por los múltiples servicios prestados al país (y donde ya iremos comprobando que sería visitado periódicamente por Watson), y aunque las habitaciones de Baker Street iban a seguir abiertas y debidamente cuidadas, Holmes quería empaquetar algunos casos antiguos para llevárselos con él a sus archivos.

El detective se encontraba revisando papeles cuando le dijo a Watson: «El otro día me preguntaba usted por algunos de mis casos que estuvieran rodeados de algo de misterio, y precisamente ahora tengo uno que ya casi había olvidado». De inmediato Watson tomó su agenda de apuntes y se dispuso a escuchar y no perderse ni un detalle.

"En ese momento a la mujer se le saltaron las lágrimas, sacó un minúsculo pañuelo de su bolso para enjugárselas, y de paso aprovechó para empolvarse la nariz"

—Hace varios años, cuando ambos ya ocupábamos estas habitaciones y usted circunstancialmente se encontraba atendiendo a un paciente de suma gravedad, vino a visitarme una señora muy enlutada, con un sombrero pasado de moda y ropas muy ajadas, pero limpias. Me advirtió que venía a exponerme un caso muy raro bajo la recomendación del anciano Jeremías Mortimer, juez de paz de Margate. Como usted sabe, Watson, se trata de una localidad costera situada en el condado de Kent. El hecho es que su marido había desaparecido en un clipper que hacía periódicamente la ruta de Inglaterra a Nueva Zelanda transportando mercancías y emigrantes. En ese momento a la mujer se le saltaron las lágrimas, sacó un minúsculo pañuelo de su bolso para enjugárselas, y de paso aprovechó para empolvarse la nariz, que la tenía enrojecida por el contraste del frío de la calle y el calor de nuestras habitaciones.

—Siga usted, Holmes, le escucho atentamente y tomo nota.

—La minuciosa y solvente aseguradora inglesa Lloyd dio el barco por desaparecido y pagó a los armadores la correspondiente indemnización. Y éstos a su vez abonaron la derrama que les correspondía a los derechohabientes. La señora Margareth Parker, que así se llamaba mi visitante, recibió su parte y se dispuso, con gran desconsuelo, a vivir sola el resto de su existencia en la casita que habitaba en el puerto de Margate. No le faltaron pretendientes, puesto que se trataba de una mujer joven y agraciada, pero dotada de una vaga e imprecisa personalidad. Su futuro quizá se presumía algo modesto, aunque garantizado, pero ella seguía enamorada de su marido y no deseaba contraer el compromiso de nuevas veleidades amorosas. Y en esas fechas recibió una carta de su esposo en la que le aseguraba que estaba cercano su regreso. Siempre las malditas cartas que llegan del pasado y tanto alteran el presente de las personas. Este detalle la llenó de incertidumbre. Abrió de nuevo su bolso y me la mostró. Era una misiva redactada con letra muy clara, pero extremadamente desvaída, y su contenido resultaba algo impreciso. El sobre y el pliego de papel no daban ninguna pista. El remite se había borrado por completo. En una palabra, aquel documento daba esperanzas, pero no pistas.

—Siga, por favor, Holmes, le sigo escuchando atentamente.

"Al día siguiente me puse a realizar todas las gestiones que le había prometido, pero resultaron infructuosas y le envié una carta explicándoselo y rogándole que me pusiera al corriente de cualquier nueva noticia"

—Le dije a la mujer que me ocuparía del asunto, que viajaría a Margate, que me pondría en contacto con el señor Jeremías Mortimer, a quien conocía personalmente, que visitaría la aseguradora Lloyd, que era sumamente minuciosa en lo que se refería a información y en la que gozaba de buenos contactos. En una palabra, que la tendría al corriente de todo. La ahora viuda señora Parker quiso darme un adelanto, que yo, por supuesto, rechacé. Era uno de esos casos en los que prefiero no cobrar porque el asunto me recompensa en sí mismo. Al día siguiente me puse a realizar todas las gestiones que le había prometido, pero resultaron infructuosas y le envié una carta explicándoselo y rogándole que me pusiera al corriente de cualquier nueva noticia. Le prometí que el caso, en lo que a mí se refería, continuaba abierto. Watson, es preciso que también le aclare que en ese viaje a Margate visité a la viuda Parker y la encontré alegre, resplandeciente y con la nariz muy empolvada. Parece que su tristeza se había desvanecido, o por lo menos atenuado.

—Holmes, continúe, por favor. Me tiene sobre ascuas.

—El caso, Watson, es que no quiero cansarle con los pormenores del asunto…

—Holmes, creo que me está tomando el pelo…

—Dios me libre de tal cosa. Veamos: pasados tres meses recibí una carta de la viuda Parker que contenía un cheque de 50 guineas que no cobré, y que guardo como recuerdo, y esta carta que le entrego para que la lea usted mismo.

Estimado Sr. Holmes, no sé que extrañas gestiones llegó usted a realizar, pero en una noche infernal en la que el viento amenazaba con llevarse el tejado de mi casa, llamaron con mucha fuerza a la puerta y ante mí apareció mi esposo, muy pálido, enflaquecido y totalmente empapado, y me convenció para que me fuera con él. Gracias por todo.

Suya afectísima, Margareth.

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