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La novela del desasosiego

La novela del desasosiego

Por más que nos reclame, habrá que tener mucho cuidado con la belleza, puesto que no pocas veces aboca a la parálisis. El simple gesto contemplativo conduce a un estado de quietud extremo, en el que uno siente que si altera con un mínimo movimiento la atmósfera que emana de lo contemplado, se deshará el hechizo para siempre. O en su defecto, puede ocurrir que el embrujo en el que cae la mirada al singularizar frente al resto del mundo esa misma belleza que la abruma se quebraría para siempre si cambiase el foco de atención por culpa de un estornudo, un desperezo o un parpadeo. Tan frágil y tan poderosa resulta la belleza. Al tratarse de un modo de perfección, ocurre otro tanto con cualquier fenómeno que la comprenda, tenga o no existencia artística: bien puede ser un atardecer de febrero, la sonrisa sorprendida de nuestro amor ante una cita inesperada o la lectura de una novela como La muerte en Venecia, de Thomas Mann (Lübeck, 1875 – Zúrich, 1955). Habrá a quien le resulte exagerado lo aquí expuesto, pero traten de cambiar una palabra en un soneto de Garcilaso, alterar el ritmo en un verso de Shakespeare, añadir una pincelada al Esopo de Velázquez o modificar el riff del Mannish Boy de Muddy Waters. Comprobarán que no miento cuando digo que es mejor renunciar a cualquier cambio. La afortunada excepción es la traducción de la obra de Mann llevada a cabo por Juan José del Solar. Por suerte él no se vio abrumado ni acabó paralizado, y hoy tenemos al alcance de todos el magnífico trasvase al castellano de esta simpar elegía. También los traductores pasan a la posteridad, y cómo no, Solar está entre ellos.

"La muerte en Venecia tampoco se libra de adscripciones o apropiaciones de cualquier índole"

Thomas Mann viajó a finales del siglo XIX por Italia junto a su hermano Heinrich. En aquella ocasión visitaron Venecia, Nápoles, Palestrina y Roma, donde Thomas dio comienzo a la obra por la que se fraguaron definitivamente sus aspiraciones al Premio Nobel en 1929, Los Buddenbrook (1901). Pero el episodio que se relata en La muerte en Venecia proviene de un nuevo viaje que Mann realizó a la ciudad de los canales en 1911 junto a su mujer, previo paso por Trieste, “como medida higiénica”, cuando también se alojó, como el famoso escritor de su relato Gustav von Aschenbach, en el Grand Hôtel des Bains del Lido. Allí tuvo ocasión de admirar a un joven polaco, que tras la muerte del escritor fue identificado como el barón Władysław Moes (11 años), nuestro Tadzio (14 años) de la nouvelle, aunque eso poco importe para la cabal comprensión de la obra, así como tampoco el hecho de que Aschenbach —apellido que significa algo así como “arroyo de cenizas” en alemán, él provenía de Múnich— sea un trasunto obvio de Mann, o que trasladase al personaje su consabida homosexualidad, a pesar de que el escritor evitó pronunciarse en público sobre sus inclinaciones sexuales, no así en sus diarios. Salidos a la luz en 1975, en ellos sí se revela esa lucha interna contra una homosexualidad siempre latente. Recordemos que Mann, asiduo lector de August von Platen, André Gide, Paul Verlaine o Walt Whitman, no escatimó tinta al firmar una petición al Reichstag para que se revocara la penalización de la homosexualidad. Poco importa, decía, pero como obra con múltiples aristas y con capas de sentido que se abren a variadas interpretaciones, La muerte en Venecia tampoco se libra de adscripciones o apropiaciones de cualquier índole. La espléndida versión cinematográfica que Luchino Visconti llevara a cabo en 1971 altera la profesión del protagonista, no así su espíritu, que lo recoge con rabiosa fidelidad, al trasladarse a un compositor, vago trasunto de Gustav Mahler —Dirk Bogarde, grande—, que representa el final de una era mientras asiste con lacerante dolor a su ocaso vital. Se trata de la misma disquisición estético-filosófica sobre la pérdida de la juventud y la vida, encarnadas en el personaje del adolescente Tadzio, que encontramos en la obra literaria original, pero con apuntes más evidentes del duelo que padece el protagonista por el adiós al mundo cuyo final ya siente irremisible, semejante a aquel verso de Dámaso Alonso en Hijos de la ira en los que el poeta sintiera los primeros manotazos del súbito orangután pardo de su vejez. En todos los casos asistimos al encuentro entre la belleza y el apego natural contra su conclusión, una resistencia comprensible frente al irrefrenable declive de la edad en forma de decadencia personal. La ópera compuesta por Benjamin Britten, estrenada en 1973, no escapa a esta misma concepción de la historia original, como tampoco lo hace el ballet coreografiado en 2003 por John Neumeier sobre el mismo tema del artista acuciado por el infierno que conlleva el autocontrol frente a la pasión desmedida. Todos seremos en alguna ocasión Aschenbach, pero el último Tadzio con enjundia lo trajo a escena Rufus Wainwright en su célebre lamento “Grey Gardens” (Poses, 2001), sin alterar lo más mínimo el poder evocador del Adagietto de la Quinta sinfonía de Mahler que ya sonará para siempre indisoluble de la versión cinematográfica que volvió a poner en el mapa al compositor alemán y al mismo Mann gracias al acierto del director de Rocco y sus hermanos.

"Una doble impresión de tristeza y repulsión se instala en su mirada, la misma que en unas pocas páginas inundará los ojos de los lectores"

Gustav von Aschenbach, instalado en la dorada tranquilidad que le proporciona su celebridad como escritor, se aloja en el Lido veneciano, donde llega haciendo caso de una espontaneidad que no siempre le había acompañado en sus actos pasados, a fin de despejar los fantasmas de la acedía y recuperar fuerzas. Allí queda cautivado por un joven que es todo él la imagen irrefutable del ideal griego de belleza. No escucha bien su nombre, pero cree entender que es llamado Tadzio por sus amigos y su familia. Tadzio, Tadzio, Tadzio, como si fuera una invocación de lo inesperado que no acaba de creerse cierta, Tadzio, Tadzio, Tadzio, y ya no hay vuelta atrás: el joven de largos rizos rubios se convierte a partir de ese momento en una obsesión efébica que presidirá cualquier gesto en las jornadas que sigan desde entonces al escritor. Ya no cabe otra idea que no sea la de la contemplación del adolescente en cualquier circunstancia. Es entonces cuando el lector recuerda que a bordo del barco que conduce a Aschenbach a Venecia, éste asiste al espectáculo denigrante en el que un “falso joven”, un viejo maquillado que más parece una máscara mortuoria trata de entablar conversación con un grupo de muchachos sin importarle la desvergüenza y el repugnante ridículo que acarrean los actos de Gustav. Una doble impresión de tristeza y repulsión se instala en su mirada, la misma que en unas pocas páginas inundará los ojos de los lectores, al hacerse evidente la transformación del protagonista en aquel ridículo mendicante de amores que hizo de cancerbero a las puertas del infierno venidero. Cuando Aschenbach persiga extasiado al ingenuo Tadzio por las callejuelas y las plazoletas infectadas por la silente epidemia de cólera que azota la ciudad de los canales ya no habrá duda de que nuestro escritor-protagonista se convertirá en aquel hombre indigno que tanta repulsión le había generado en las primeras páginas del libro, “asombrado, más aún, asustado ante la belleza realmente divina del muchachito (…) de cuerpo cimbreño y juvenilmente perfecto”, más cuando se trataba de un hombre que escatimaba el placer.

La nouvelle acierta a radiografiar un tema que inquietaba a Mann desde sus inicios como escritor, y no es otro que la pérdida de la dignidad del artista ante el devenir de los días. Se examina así la relación entre el arte y la vida, en la certeza de que el trabajo disciplinado acabe conduciendo a una existencia que pueda llegar a considerarse otra forma más de arte. Aschenbach trata de domeñar sus días en ese mes largo de estancia italiana, sus emociones y sus actos cotidianos, pero la aparición de Tadzio trastoca sus planes. Y es que no hay freno posible para la belleza cuando ésta hace su aparición entre nosotros. El desorden, la imprudencia y la pasión indomable le conducirán al callejón inhóspito de la perdición. Será entonces cuando deba admitir frente a un espejo de azogue putrefacto que aquello no era más que otra falacia que nos tenía reservada la vida, en esa convicción ingenua de que podemos ser dueños perpetuos de nuestros actos en cualquier circunstancia. Tadzio es Dionisos, Dionisos se encarna en Tadzio, y así se muestra a la vista de los lectores del relato de Mann. Poco importa que se haya querido ver en la historia un retrato de la homosexualidad latente en el escritor o en cualquiera que se dé por aludido, puesto que lo que en verdad se nos ofrece con claridad prístina es un tratado de antropología emocional de lo que supone el enamoramiento y la desazón que provoca el no ser correspondido, sea cual sea la edad o condición de los amantes y de los amados (“Tenemos la edad que nuestro espíritu y nuestro corazón nos dictan”, le dice a Gustav su peluquero). Allá quien quiera ver en ella una oda a la homosexualidad, una apología de la pedofilia, un texto filonazi o demás zarandajas. La muerte en Venecia es, además de una espléndida historia embastada para ser bordada con el buen arte de escoger las mejores palabras en el mejor orden posible, la muerte en vida de alguien que sabe que jamás podrá alcanzar su obsesión, y el destino que le aguarda a todo lo que suponga arriesgarse a la no claudicación del deseo ante la evidencia: la dicotomía entre si es preferible arder en el intento o persistir en el letargo de la renuncia, y es que, como diría Propercio, verus amor nullum novit habere modum (el amor verdadero no conoce mesura).

"El estilo de Mann parece evasivo, pero busca la afinación con la atmósfera que lo envuelve"

El arte de la novela corta, que viene del Lazarillo y llega intacto al Pedro Páramo de Juan Rulfo, tiene en Mann un cultivador perfeccionista que entiende como pocos que hay relatos que exigen una medida y no debe ser sacrificada jamás en pos de la vanidad que hace medir la potencia artística en número de páginas. La muerte en Venecia, contemporánea de Castilla, de Azorín, El árbol de la ciencia, de Pío Baroja, Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez y Niebla, de Miguel de Unamuno, muestra sin vehemencia que no hay piezas menores cuando lo que uno se juega es la eternidad. Robert Saladrigas redondeó la idea escribiendo que se trata de un “fascinante ejercicio de síntesis expresiva”, y unos versos de Adam Zagajewski, sin pensar exactamente en Mann, vienen a añadir que…

“(…) valoramos / el arte / porque quisiéramos saber qué es nuestra vida. / Vivimos, pero no siempre sabemos qué significa. / Así que viajamos, o sencillamente abrimos un libro en casa.” (Asimetría, 2017).

La obra de Mann da pistas al lector para reconocerse entre sus páginas, y entender de paso que eso de vivir también se nutre de la experiencia que se genera en las palabras, otra forma de apropiarse del viaje verdadero, ese que siempre incumbe lo de dentro cuando se realiza hacia fuera y nunca olvida lo externo cuando se inicia en las interioridades de uno mismo. Las aspiraciones de felicidad tienen mucho que ver con ese doble juego especular.

El estilo de Mann parece evasivo, pero busca la afinación con la atmósfera que lo envuelve. No nos dice que el viudo Aschenbach se despista o piensa de repente en otros asuntos cuando se ve sorprendido por un extraño forastero, sino que aquella presencia…

“… marcó un rumbo totalmente distinto a sus pensamientos (…) sumamente sorprendido, una curiosa expansión interna, algo así como un desasosiego impulsor, una apetencia de lejanías juveniles e intensa, una sensación tan viva, nueva o, al menos, tan desatendida y olvidada hacía tiempo que, con las manos en la espalda y la mirada fija en el suelo, permaneció un rato inmóvil para analizar la sensación en su esencia y objetivos.”

Desde esta perspectiva, si hubiera que señalar un objetivo en la nouvelle, ese horizonte al que aspira a caminar pero que jamás alcanzará, sería el hecho apesadumbrado de que “la palabra sólo puede celebrar la belleza, no reproducirla”; no obstante, su escritura es el intento de apresarla y encuadernarla banalmente para que el lector pudiera llevársela envuelta como regalo a casa: el recuerdo a modo de memorabilia de la aventura externa de la vida (Venecia) y la interior (el corazón de Aschenbach), con el cólera hindú haciendo de enfermizo fondo de escenario con aroma de fenol que impregna todos los rincones de Venecia.

"Todo queda en manos de los osados que quieran recorrer ese camino sin temor al descarrío y a la perdición"

“El arte es vida potenciada. Procura un goce más intenso, pero consume más deprisa”, sentencia un Aschenbach que acabará sus días en actitud contemplativa, resiguiendo los gráciles movimientos de su joven amado por la playa, en una atmósfera neoplatónica que tiene los diálogos de El banquete, Fedro y Fenón como fuentes que fecundan las historia de Mann desde su mismo tuétano. Hacia el final del relato, el narrador recogerá una de las citas de Platón para subrayar que “nosotros, los poetas, no podemos recorrer el camino hacia la Belleza sin que Eros se nos una y se erija en nuestro guía.” Así es, así fue, así será. La adquisición de lo espiritual a través del goce de los sentidos: he ahí la inquebrantable verdad que expresa esta obra. Todo queda en manos de los osados que quieran recorrer ese camino sin temor al descarrío y a la perdición. Que Mann pusiera en práctica imaginativa lo que, al parecer, llevaba haciendo toda la vida con los jovenzuelos, no iba a ser más que una búsqueda insatisfactoria de la felicidad. Mario Vargas Llosa ha escrito a este respecto con su consabida lucidez en La verdad de las mentiras (Seix Barral, 1990; Alfaguara, 2002):

“La razón, el orden, la virtud, aseguran el progreso del conglomerado humano pero rara vez bastan para hacer la felicidad de los individuos, en quienes los instintos reprimidos en nombre del bien social están siempre al acecho, esperando la oportunidad de manifestarse para exigir de la vida aquella intensidad y aquellos excesos que, en última instancia, conducen a, la destrucción y a la muerte. El sexo es el territorio privilegiado en el que comparecen, desde las catacumbas de la personalidad, esos demonios ávidos de transgresión y de ruptura a los que, en ciertas circunstancias, es imposible rechazar pues ellos también forman parte de la realidad humana. Más todavía: aunque su presencia siempre entraña un riesgo para el individuo y una amenaza de disolución y violencia para la sociedad, su total exilio empobrece la vida, privándola de aquella exaltación y embriaguez —la fiesta y la aventura— que son también una necesidad del ser. Éstos son los espinosos temas que La muerte en Venecia ilumina con una soberbia luz crepuscular (…) Por eso, merece figurar junto a obras maestras del género como La metamorfosis, de Kafka o La muerte de Iván Ilich, de Tolstoi, con las que comparte la excelencia formal, lo fascinante de su anécdota y, sobre todo, la casi infinita irradiación de asociaciones, simbolismos y ecos que el relato va generando en el ánimo del lector.”

Lo cierto es que hay novelas que te ponen a prueba, que te interrogan para que muestres, si eres valiente, quién eres en realidad. La vida se hace entonces transparente y poco o nada tiene más valor que sentir pasar los días a la vera del ser amado. A ser posible, gozando con plenitud total de los sentidos. Y es que, a veces, la felicidad no es sólo disfrutar de lo que se tiene, sino tratar de conseguir aquello que uno se propone. No se vive instalado en ella —resultaría acomodaticio, cuando no cobarde—; se persigue, como se persigue el horizonte. Es, al fin, una conquista de la voluntad que conduce a una Ítaca que siempre estuvo agazapada en nosotros, siempre huidiza, envuelta en bruma, pero con instantes de sol en los que quedarse a vivir y, así, sentir que merece la pena el empeño. Es cuando uno acierta a descubrir que el desasosiego no dura eternamente.

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Autor: Thomas Mann. Título: La muerte en Venecia. Traducción: Juan José del Solar. Ilustraciones: Ángel Mateo Charris. Editorial: Contempla / Edelvives. Venta: Amazon

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