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Fracasar mejor

John Banville ha vuelto a hacerlo. Ha vuelto a fracasar. Pero ha fracasado mejor. Poner el punto final a una nueva historia supone caer en la evidencia de lo que siempre se pudo hacer mejor. Es lo que tratará de armar en la siguiente novela todavía por escribir, que en vano será mejor que no hacer nada y permanecer silente al torrente de palabras —siempre precisas, siempre las necesarias, en ese afán lírico— que jamás dejarán de almacenarse en la poderosa herramienta inventiva del autor de Los infinitos. Lo que nunca cesa es la necesidad que tiene el escritor irlandés (Wexford, 1945) de perdurar en el estilo, de hacer que la lucha por traspasar su marcada personalidad a la página se imponga a cualquier otra necesidad. No existe mejor estrategia para pervivir que pervivir en el estilo, viene a decirnos una y otra vez. Lo expuso sin duda en El mar, volvió a mostrarlo en La guitarra azul y de nuevo insiste en ese destino con una vuelta de tuerca a la continuación de algo que parecía imposible, la secuela de la historia que fraguó Henry James en Retrato de una dama (1881). El intento lleva inscrita la soberbia de quien se sabe con poderes para llevar a cabo la empresa, porque quiere y porque está dotado para ello. Pocos como John Banville para cubrir de gloria el homenaje al maestro del realismo psicológico. De algo le habrá servido entrenar sus dotes de ventrílocuo en La rubia de ojos negros, el renacimiento de Philip Marlowe en forma de coda a El largo adiós de Raymond Chandler y, cómo no, en la serie negra protagonizada por el doctor Quirke de su alter ego literario Benjamin Black.

"La arrogancia y la cabezonería se han aliado con Banville para ofrecernos una pieza de orfebrería en la que el artista hace por entender a su cliente y mostrarle desde su conocimiento lo que requería el encargo"

Dejando atrás los motivos por los que un autor se enfrasca en semejante empresa, recuérdese que hacia el final de la obra de James, nuestra heroína andaba casi a la fuga, tras la herencia que podría propiciar su emancipación, y dudaba si regresar a la Roma de sus pesares o, llamando a la osadía, iniciar una vida nueva llena de inquietudes, pero también de esperanza, ya lejos del pájaro de rapiña que tiene por marido, el maquiavélico Gilbert Osmond. Banville opta por lo primero: hace volver a Isabel a Roma tras dos meses de periplo para ultimar su venganza, previo paso por el Londres sufragista y el siempre luminoso París finisecular.

La arrogancia y la cabezonería se han aliado con Banville para ofrecernos una pieza de orfebrería en la que el artista hace por entender a su cliente y mostrarle desde su conocimiento lo que requería el encargo. El reto estribaba en dar con la llave de acceso al contento de Henry James, pues pocos clientes se muestran tan severos y son tan difíciles de satisfacer como el escritor estadounidense. No es sólo que el texto esté plagado de cretonas, muselinas, crepés, linos, calicós, cutís, lanas, satenes…, tan de época; es que todo tiende al grand style con el que el irlandés pretende apropiarse de la atmósfera de las obras jamesianas más logradas. Los silencios son aquí catedralicios y las sonrisas mendaces y teatrales, las casas huelen a lavanda seca y a pulimento de plata, las noches son de brillante azul pizarra, todo ello envuelto por doquier en unas persistentes ansias de libertad y en un lentísimo aire pormenorizado que exige grandes dosis de paciencia por parte del lector contemporáneo. Aun así, cualquier asunto se reviste aquí de vida, por más que sea pura vida literaria.

"Henry James dijo, según recuerda el propio John Banville, que el arte hace la vida"

Henry James dijo, según recuerda el propio John Banville, que el arte hace la vida. Nos enseña que lo ordinario no tiene nada de ordinario. Todo es una historia extraordinaria. La vida transformada por el arte, con permiso de Wallace Stevens. Hacia el final de la novela, se nos relatará con ese estilo indirecto libre de narrador interpuesto que la señora Osmond, ya definitivamente como Isabel Archer, “viviría su vida en el aquí y el ahora; después de todo, ¿no eran el aquí y el ahora quienes conformaban lo que estaba por venir?” Desde ese nuevo estado de gestión autónoma de vida y fortuna cabrá esperar cualquier cosa excepto aburrimiento. Adiós a tantos largos años de yugo marital. Bienvenida sea la audacia del empeño, la de la señora Osmond y la de La señora Osmond.

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Autor: John Banville. Título: La señora Osmond (traducción de Miguel Temprano). Editorial: Alfaguara. Venta: Amazon y Casa del libro

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