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La piscina

“Murió Gonzalo. Cáncer, cuánto ha sufrido el pobre. Tanatorio M-30, sala 6.” Andrés leyó el mensaje tres veces. Recordaba a Gonzalo, pero le costaba que su rostro regresara a su conciencia. Solo cuando cerró los ojos y descartó las primeras opciones aparecieron su cara redonda, sus pecas y su pelo rizado. Apenas podía recordar momentos a su lado, pero sí en grupo, tirados en el césped, en un examen o en una fiesta. Gonzalo era parte de una masa, figurante en una serie donde los protagonistas eran otros. Andrés sentía pena, pero no por el muerto, sino por la risa, la fuerza y el entusiasmo, que no volverían nunca.

No le veía desde aquella cena de aniversario, cinco años atrás. Se habían prometido quedar más a menudo, pero no lo habían cumplido. ¿Podía considerarle su amigo o su amistad era una especie de fósil? ¿Debía ir al velatorio o podría librarse? Nadie le echaría de menos. Además tenía miedo al cáncer, que escogía a sus víctimas sin criterio, sin observar sus hábitos ni, por supuesto, sus temores o deseos. ¿Sería el próximo?

Eligió el traje azul marino, que solo vestía en grandes eventos. A los cuarenta y siete años había asistido a más entierros que bodas y la diferencia crecía cada mes. Bajó al garaje y arrancó su Mercedes, que olía a ambientador de pino y a domingos perdidos. Iría por quedar bien, sin duda, pero también porque su agenda era un páramo, apenas habitado por presentaciones de libros de quienes se decían sus amigos. Había publicado una novela diez años antes. Era un retrato generacional, con toques políticos, incluso fantásticos. Tuvo dos ediciones y apareció en una lista de los mejores libros del año. Incluso una productora compró los derechos, aunque el proyecto terminara en una carpeta sin nombre. Con el adelanto de la siguiente pagó la entrada del Mercedes. Era una historia urbana, con pretensiones trágicas, que no agotó la primera edición. Después vinieron dos novelas más, que se desvanecieron sin ruido. El coche era el único testigo de su breve éxito. Tal vez por eso se resistía a venderlo. Su cuota era el mayor gasto en una vida sin grandes necesidades. Malvivía en el piso que heredó de sus padres y comía de lo que ganaba en talleres de escritura y por artículos de 500 palabras. También era negro en la biografía de un empresario de ochenta años, que empezó con un ordenador en un garaje y terminó coleccionando relojes suizos.

"No era igual que el éxito o la juventud, pero sí se parecía. Tomó el sentimiento con avidez, como un hambriento que encuentra pan. Sabía que debía largarse, pero no podía renunciar a la sensación"

El tanatorio era un edificio anodino de la periferia, con fachada de cristal ahumado. El vestíbulo tenía suelo de mármol gris, que resonaba con cada paso. En la recepción había dos jarrones, llenos de flores de plástico. Apenas alteraba al silencio un murmullo de fondo. Andrés solo distinguía dos palabras: lo siento, lo siento, lo siento, que se repetían como un mantra. Los pasillos eran largos como túneles, con paredes blancas y cuadros de paisajes anodinos. Buscó la sala 6 siguiendo carteles adhesivos pegados con prisas. Sentía vergüenza. Durante sus mejores tiempos había archivado el chat del colegio y veía con desprecio cómo crecía el número de mensajes sin leer. Sin embargo la soledad hizo que regresara al grupo como un perro apaleado, incluso que propusiera planes.

Llegó hasta una sala rectangular. Tenía sofás y sillas, con tapicería gastada. La llenaba gente de su edad, vestida de oscuro. Hablaban en susurros sobre hipotecas y colegios privados mientras bebían café en vasos de plástico. Había tristeza pero controlada, convertida a veces en risas discretas. No distinguió a nadie, pero no le extrañó. Tal vez si mirara con más atención les reconocería. A la derecha, en una habitación más pequeña, el ataúd descansaba rodeado de coronas. Nadie había propuesto en el chat que pagaran una. Le pareció el único gesto sincero de esa comedia.

El muerto era un hombre mayor, aunque no viejo, de unos sesenta años, con el rostro sereno de quien ya no lucha contra lo invisible. No podía ser Gonzalo. No podía haber dos muertos en la misma sala. Una mujer se acercó por su izquierda. Tenía unos cuarenta años, llevaba pantalón negro y blusa blanca, el uniforme de las oficinas donde se toman decisiones que afectan a otras vidas.

—¿De qué lo conocías? —preguntó ella.

—Del trabajo. Me ayudó mucho cuando entré en la empresa.

Aunque supiera que cada segundo que permaneciera en la sala era peor, la mentira le produjo una descarga de placer, una intensidad que había olvidado. No era igual que el éxito o la juventud, pero sí se parecía. Tomó el sentimiento con avidez, como un hambriento que encuentra pan. Sabía que debía largarse, pero no podía renunciar a la sensación.

—Era encantador, ¿verdad? —dijo ella, con una sonrisa que parecía auténtica pero también cansada.

—Sin duda, y más para el puesto que tenía —dijo, seguro de que el muerto había sido jefe. La educación de su familia, su aspecto y la distancia que tomaban con la muerte y el entorno así lo mostraba. Para algo le había servido ser uno de los mejores escritores de España, aunque fuera solo durante un par de semanas, que ahora parecían de otra vida.

—Sí, el trabajo en la constructora era difícil. Iván siempre decía que había que tener paciencia con los novatos.

—Exacto —dijo Andrés—. Los permisos de obras, toda esa burocracia que te come el alma… —Se sintió cómodo en la mentira, se veía a sí mismo escribiendo de nuevo, llenando la pantalla con una historia auténtica.

—Me llamo Carmen —dijo ella, extendiéndole la mano.

—Andrés.

—¿Salimos a fumar? —dijo mientras sacaba el tabaco del bolso.

El jardín del tanatorio tenía bancos de hormigón, dispuestos en semicírculo bajo una pérgola de aluminio. Parecía un teatro de despedidas. Carmen le ofreció un cigarrillo rubio y él lo aceptó. El humo le quemó la garganta pero le gustó el ritual, la excusa para estar cerca de una mujer que olía a perfume caro y a decisiones tomadas sin remordimientos.

Andrés no fumaba desde que Paula le había dado el ultimátum, dos años antes: “Puedo soportar tu fracaso, Andrés, pero no tu tristeza. Tampoco tu peste a humo. Me están matando.” Poco después llegó el divorcio. Ya tenían fecha para la boda y habían enviado las invitaciones. Los regalos de la lista de bodas seguían esperando en el almacén, como reproches empaquetados.

—¿Te apetece hacer algo que nos quite la tristeza? —le preguntó Carmen, mirándole a los ojos.

—Buena idea —dijo, sintiendo que la velocidad, la fuerza del instante, regresaban, como sangre a una extremidad dormida.

El Lexus de Carmen era negro y silencioso, una cápsula de lujo en aquel sótano. Andrés se sentó en el asiento del copiloto de cuero beige, que se adaptó a su cuerpo como si llevara años esperándole. Condujeron por la M-40 hasta un NH de la periferia, un edificio de ocho plantas, con fachada blanca y ventanas idénticas, como una cárcel para ejecutivos. En el vestíbulo de mármol había carteles de bienvenida al “XV Congreso Nacional de Dermatología”. Grupos de médicos con acreditaciones colgando del cuello charlaban junto a la recepción de madera oscura. Sus voces se mezclaban en un murmullo, no muy distinto al del tanatorio. Las paredes estaban decoradas con cuadros abstractos de colores fríos, formas geométricas azules y grises, que no significaban nada pero fingían calidad. El ascensor subía lento, deteniéndose en cada planta como si dudara de su destino.

"Andrés se sentía utilizado. Sabía que era solo un desahogo, como una clase de yoga o una sesión de terapia, pero no le importaba"

La habitación tenía dos camas individuales, una televisión plana colgada en la pared. Por la ventana se veían el parking de grava y una gasolinera, con un letrero rojo que parpadeaba en la distancia. Carmen le desnudó con eficiencia, como si fuera parte de un proceso que dominaba. Primero vino la camisa, botón a botón. Después el cinturón, que cayó al suelo con un ruido seco. Le empujó hacia la cama y se dejó caer sobre el colchón, que olía a detergente industrial. Se quitó la blusa blanca y después el sujetador, con movimientos precisos. Andrés se sentía utilizado. Sabía que era solo un desahogo, como una clase de yoga o una sesión de terapia, pero no le importaba.

Carmen se colocó encima suyo, con la autoridad de quien sabe lo que quiere. Andrés sintió el peso de su cuerpo, el calor de sus muslos, que hablaba un código que había olvidado. Cuando ella se movió, primero despacio, después con urgencia, sus gemidos se mezclaron con el ruido del aire acondicionado y las voces de los dermatólogos en el pasillo, que discutían sobre melanomas. Carmen se arqueaba como si quisiera exprimirle. Parecía que se estuviera masturbando, al margen del placer de su pareja. Andrés sintió que por primera vez algo le pasaba de verdad, distinto a sus talleres de escritura en el centro cultural de Hortaleza o a las conversaciones de ascensor, que se repetían como mantras vacíos. Mientras se vestían, con la misma asepsia que si estuvieran en un gimnasio, Carmen le dijo:

—Nicolás era mi padre. Nunca trabajó en una constructora. Toda su vida fue juez. Conocía a todos sus amigos y enemigos. Desde que te vi supe que eras un extraño.

Andrés se detuvo con la camisa a medio abrochar. Sintió una profunda vergüenza, compensada por el sexo.

—Lo siento. Me equivoqué de sala… Después, no sé qué ocurrió. Me pudo la historia, ten en cuenta que soy escritor.

—No te disculpes. Lo he pasado bien. Recuerda, artista. Quien se tira a la piscina siempre gana — Andrés no solo sintió alivio, también el brillo del éxito, que ya había olvidado.

"Andrés sintió que el suelo se abría bajo sus pies. Vio cómo las placas de mármol se partían. Quiso colarse en la grieta, pero seguía ahí"

Al día siguiente regresó al tanatorio. Nadie reclamó su ausencia en el chat del colegio. Solo publicaron un par de fotos y recordaron anécdotas de la facultad. Esa mañana había escrito solo tres párrafos, pero tenían la misma tensión que su único éxito. Debía mantener la emoción. Esta vez eligió la sala que tenía más gente de su edad. Sorteó a los desconocidos, llegó hasta el fondo y miró de frente, hacia el féretro. El muerto era demasiado parecido a él. Tenía las mismas calvas y las mismas arrugas, tapadas por el maquillaje, la misma tristeza, siempre simulada. Tuvo miedo, como si se viera en un espejo del futuro. No le gustó la sensación, pero cualquier sentimiento real merecía la pena. Se acercó a una mujer morena que miraba fijamente al cadáver. Llevaba chaqueta gris y zapatos de tacón medio. Su pelo estaba recogido en una coleta tirante. Las manos sujetaban un pañuelo arrugado.

—¿Era muy cercano a usted? —le dijo la mujer, sin separar la mirada del ataúd, como si esperara que el muerto fuera a responder.

—Le conocía del trabajo. Me ayudó mucho cuando entré.

La mujer asintió sin mirarlo, absorta en su dolor. Andrés se quedó a su lado, respirando su perfume discreto, observando cómo las lágrimas corrían por las mejillas sin que ella hiciera nada por detenerlas.

—Era muy buena persona —añadió, probando terreno.

—Sí —murmuró ella—. Lo era.

Andrés se acercó un poco más, sintiendo que la intimidad del momento creaba una conexión. Era una mujer atractiva, mayor que Carmen pero con la misma elegancia natural.

—¿Te apetece un café? —preguntó Andrés con suavidad—. A veces ayuda hablar en estos momentos.

Ella se giró hacia él por primera vez, con los ojos hinchados de llorar pero también con extrañeza.

—¿Qué trabajo? —preguntó de repente.

—La constructora —dijo Andrés, confiando en que el truco se repetiría—. Los permisos de obras, la compra de materiales, ya sabes…

La mujer le miró al centro de sus ojos, sin pestañear. Sus palabras fueron lentas y profundas, expulsadas de su estómago, del centro de su dolor.

—Miguel nunca trabajó. Era esquizofrénico. Murió de pena.

Andrés sintió que el suelo se abría bajo sus pies. Vio cómo las placas de mármol se partían. Quiso colarse en la grieta, pero seguía ahí, frente al cadáver, buscando las palabras.

—Disculpe, me he confundido…

—Carlos —gritó la mujer hacia el fondo de la sala—. Carlos, ven aquí.

Un hombre corpulento se acercó apartando sillas. Llevaba traje negro arrugado y cara de funeral permanente.

—¿Qué pasa, María?

—Este señor dice que conocía a Miguel de la oficina. Que trabajaba en una constructora. Se está riendo de nosotros.

Carlos miró a Andrés, como si evaluara el esfuerzo que le costaría partirle la cara.

—Sal fuera conmigo —le dijo, agarrándole del brazo con fuerza.

En el pasillo vacío, Carlos le agarró de la pechera. Andrés podía oler su aliento a cansancio y a tabaco.

—No sé quién coño eres y no me importa, pero como no te largues ahora mismo te rompo los dientes. Mi cuñado llevaba diez años sin salir de casa y ahora vienes tú a contarnos cuentos. Desaparece.

Le soltó con un empujón. No le tiró al suelo, pero sí le hizo tambalear. Andrés salió del tanatorio con las piernas temblando. No sentía solo vergüenza, también suciedad, ridículo, manchas que no se podían quitar con una ducha. Se montó en su Mercedes, que le volvió a parecer patético, con ese ruido de gasoil, esa tapicería gris gastada y ese olor a tabaco que no se iría nunca. Era un muerto de hambre, un escritor fracasado, ¿por qué tenía un Mercedes? ¿A quién quería engañar? Arrancó con manos temblorosas y condujo en silencio. En su conciencia se repetía la imagen de un hombre avanzando por un trampolín, a veinte metros del suelo, lanzándose a una piscina vacía y llena de mugre.

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