Cuenta Stephan Vinolo cuando explica la teoría de la violencia mimética de René Girard que si retiramos la mano justo antes de estrechar la de alguien, esa persona retirará la suya de un modo reflejo, “mimético”. ¿Por qué la violencia es mimética y por qué la política también lo es? La indagación y explicación de René Girard es larga, porque abarca la historia de la humanidad, pero trataré de hacer breve el cuento. Lo que Girard alcanza a comprender es 1) que el animal homínido se convirtió culturalmente en ser humano el día que comprendió que debía buscar la manera de detener la violencia. Esto es: los animales salvajes suelen pelear entre sí, dice Vinolo, pero nunca hasta la muerte. Curiosamente, “gana el más fuerte” significa que, en cuanto uno de los dos contendientes comprende que es más débil, renuncia y se va y —esto es importante— el otro lo deja ir. La violencia se interrumpe, ahí acaba todo. Sin embargo, en algún momento, el ser humano debió de enfrentar que, en su caso, la violencia no se detenía tan fácilmente (de mutuo acuerdo, de forma incluso tácita, sin mayor discusión). ¿Por qué? Porque el ser humano es capaz de vengarse. El más débil de los seres humanos puede ser hábil aglutinando a un grupo y, por tanto, podría regresar para cobrarse la vida de su enemigo, o podría emplear veneno (cuyo uso no precisa de su fuerza) y un larguísimo etcétera de formas de violencia que bien conocemos por medio de los relatos que nos hemos ido haciendo desde el ocaso de los tiempos hasta hoy mismo. (Nuestros relatos suelen versar sobre algún tipo de nuestra violencia).
Luego, René Girard sentó su mirada en 3) la historia de Jesús de Nazaret, chivo expiatorio en toda regla, pero distinto de todos los anteriores: posiblemente el primer relato de un chivo expiatorio sacrificado siendo, no solo inocente, sino la encarnación del “bien”. Si el chivo expiatorio de los mitos prehistóricos habría sido un sujeto llevado al sacrificio bajo el convencimiento de que era el culpable del mal que se quería conjurar, en el caso de Jesús no es así. Jesús promulga la paz y, siendo el hijo de Dios, él mismo se sacrifica por la paz de los seres humanos. Sería un sacrificio para conjurar la violencia —como siempre lo fueron—, pero no de quien supuestamente había ocasionado el mal que habría que conjurar, sino el sacrificio del hijo del único Dios: el Dios redentor, que puede ser tanto Dios como Jesucristo.
Girard se apercibió de que las sagradas escrituras se encuentran plagadas de ejemplos de “violencia mimética” —o de “deseo mimético”—, y que en gran medida se trata de localizar el mal para conjurarlo, como en el caso de la historia de Caín y Abel. Ambos van ante Dios con el deseo de agradarle, pero este aprecia solo la ofrenda de Abel y, como consecuencia de ello, Caín siente celos. Esta sería una advertencia contra la violencia mimética que a lo largo de la antigüedad se habría dado con demasiada frecuencia entre hermanos desigualmente apreciados por su padre. Ambos desean la aprobación de Dios, la aprobación del padre, Dios padre aprueba la ofrenda de uno y la del otro no. Surge la rivalidad. Uno mata al otro.
La teoría del deseo mimético de Girard consiste precisamente en que el deseo no es una cuestión entre un sujeto deseante y un objeto deseado, dice Vinolo, sino que siempre deseamos a través de un otro. Si muchos desean algo, resulta mucho más probable que yo lo desee también. Esto, los publicistas de hoy lo saben muy bien, añade Vinolo. No es a dos, el deseo, es a tres, y ello se encontraría en la base de la cultura humana desde siempre, en la medida que rige en nuestra violencia y también en nuestra capacidad para conjurar nuestra violencia. En línea con ello, según las sagradas escrituras, Caín —culpable— cree ser merecedor de que lo asesine cada ser humano que lo encuentre en el camino, una y otra vez, y así lo expresa. Pero Dios no quiere que lo asesinen una y otra vez (“Dios es paz”, que dirían los evangelizadores), le impone una marca para que todo el mundo sepa que ese sujeto, Caín, a pesar de su terrible falta, no debe ser asesinado ni una sola vez, jamás. Queda claro que Dios no quiere que la violencia continúe, sino, todo lo contrario, que la violencia se detenga.
Girard encuentra en el Nuevo Testamento toda clase de materiales que convierten a Jesucristo y a Dios en el punto de inflexión contra la violencia mimética sacrificial prehistórica. Y en el Antiguo Testamento ejemplos históricos de las violencias que se quieren dejar atrás. Por ejemplo, cuando ya los judíos han alcanzado la tierra prometida, las distintas tribus judías, olvidando la palabra de Dios revelada por medio de Moisés, de nuevo sucumben a adorar a otros dioses, y acaban enfrentadas entre sí. Habían sido malos creyentes, habían desobedecido a Dios, habían sucumbido al paganismo, habían superpuesto a falsos dioses sobre el único Dios, y por ello eran castigados en sucesivas guerras. Postergar la violencia entre las tribus judías es también uno de los objetos principales de la palabra de Dios.
Como vemos, la historia de la cultura humana podría observarse desde la perspectiva de cómo hemos ido afrontando el problema de la violencia en cada momento. Cuando dos seres humanos o dos grupos de seres humanos se enfrentan francamente, la violencia no puede sino escalar. Por tanto, con el tiempo, hemos creado y dispuesto entre nosotros, no sólo a chivos expiatorios, a dioses, a Jesucristo y al Dios todo poderoso; y no sólo leyes, abogados, jueces y castigos, también otras muchas instituciones que, apoyándose, responden a múltiples fines pero a un fin por encima de los demás: postergar la violencia. Evitar la violencia ha concentrado los mayores esfuerzos por parte del ser humano, y no siempre estos esfuerzos han sido infructuosos. La biblia fue un hito moralizante en el sentido de evitar un tipo de violencia que podemos encontrar en el Antiguo Testamento y en los mitos. Otro indicio de que el ser humano mejora respecto de la violencia es lo que mostró Foucault en Vigilar y castigar (1975): cómo incluso los castigos y las penitenciarías son cada vez menos violentos. En apenas tres siglos hemos pasado de desmembrar al reo en mitad de una plaza pública —por medio de bestias que tiraban de sus brazos y piernas en direcciones opuestas, para solaz de las gentes que asistían al espectáculo—, a prescindir de la pena de muerte.
Posiblemente, nada de esto significa que estemos consiguiendo erradicar toda la violencia o que vayamos a erradicarla totalmente algún día. Se trata de la lucha por la supervivencia del ser humano, que se ve obligado continuamente a emplear su mejor talento y su mayor esfuerzo contra la entropía: la violencia es un gran desorden que amenaza la propia vida y la vida de la colectividad. Pero, del mismo modo que hacemos por postergarla, continuamente surgen nuevas posibilidades de violencia entre nosotros, y en no pocas ocasiones se materializan. La escalada de la violencia nos puede helar la sangre en cualquier momento. Si bien en nuestro tiempo, como observa Girard, las violencias del mito y el mecanismo sacrificial se encuentran debilitados y el ser humano apenas tiene noción de ellos, esto no significa que seamos menos violentos, ni menos capaces de la peor violencia.
La violencia es mimética significa, en su más puro sentido, que si un grupo amenaza con aniquilar a otro grupo y esa amenaza es creíble, sin duda, la sola amenaza creíble hará que el otro grupo quiera aniquilar al primero. Es la historia del conflicto actual entre Israelíes y palestinos, pura violencia mimética. La amenaza de Hamas de aniquilar a los judíos de Israel “desde el río hasta el mar” es creíble, a pesar de la desigualdad de fuerzas entre Hamas e Israel, porque existe la pretensión por parte de Hamas de llevar el conflicto a una escalada en la que se les unan otros muchos, para empezar varios países árabes que rodean Israel.
Hay que tener mucho cuidado y no infundir miedo al otro.
El ejercicio de la política no consiste solo en responder adecuadamente a los envites del adversario, también consiste en hacerlo evitando el enfrentamiento, cuando se teme la derrota o se quiere el acuerdo, o en hacerlo buscando un mayor enfrentamiento, cuando conviene para derrotarlo en las urnas. Según El arte de la guerra de Sun Tzu, a menudo conviene mostrarse débil o distraído para debilitar o distraer al enemigo y conseguir que cometa errores o poder sorprenderlo. El arte de la guerra, explicado de ese modo, es el arte del dominio del mimetismo de la violencia. Rendirse a tiempo, suele decirse, es una victoria. Podemos imaginar perfectamente este tipo de procesos propios no sólo de la guerra, sino de la política, no ahora sino durante la prehistoria —sin instituciones como las actuales, sin un aparato legislativo como el de hoy, en grupos humanos de apenas unos cientos de personas—: ¿en qué nivel de violencia podría llegar a traducirse lo equivalente a cualquier cruce de declaraciones entre dos políticos de hoy? A diario asistimos ahora a toda aquella violencia, que alcanzaba momentos sacrificiales, pero lo hacemos de un modo simulado en la mayoría de los casos. Por ejemplo, ahora no perpetramos violencias persecutorias que puedan acabar en un linchamiento o una lapidación, pero hemos inventado la lapidación mediáticodigital (en medios de comunicación y redes sociales). Funcionamos exactamente igual que en la prehistoria, pero hemos rebajado o postergado entre nosotros determinados tipos de violencia, y lo hemos hecho de una manera que tal vez deberíamos valorarnos más a menudo.
Sin embargo, la naturaleza mimética de la violencia no desaparece. Es una constante entre nosotros.
En “el nuevo sistema cultural”, que está hecho de wokismo y trumpismo, nos encontramos asistiendo a un espectáculo de mimetismo (social, religioso, político) del mismo cariz que el estudiado por Girard. “¡Que el miedo cambie de bando!”, se suele amenazar desde los movimientos identitarios de izquierdas. En efecto, el miedo ha cambiado de bando y el trumpismo responde produciendo el mismo miedo, pero multiplicado. Algunos lo describen como situación “pendular” (Arturo Pérez Reverte, Juan Soto Ivars), y ello ofrece una visualización del fenómeno que resulta interesante: el péndulo alcanza el otro extremo, pero entonces regresa; unos tiran del péndulo hacia un extremo, pero, tarde o temprano, sueltan el péndulo y este alcanza el extremo contrario y, previsiblemente, en algún momento, regresará al extremo inicial. Los movimientos identitarios asociados a la izquierda, en los últimos tiempos, han estado extremando sus discursos, pero entonces ha surgido una derecha extrema también identitaria y se ha reproducido de modo mimético. No es péndulo, exactamente, es mímesis. Más que pendulares, plásticamente estos movimientos serían como los del atacante y el defensor en un partido de fútbol: ambos quieren el balón, su objeto de deseo; en la carrera con el balón en los pies, el delantero inclina el cuerpo hacia un lado y el defensa no puede evitar inclinar el suyo hacia el mismo, miméticamente, lo cual aprovecha el contrario para salir con el balón en la dirección opuesta, mientras el defensa hará todo lo posible por chocar para detenerlo y quitarle el objeto de deseo, el balón. Es el mismo mimetismo que el de la mano que se retira en el último instante antes de estrechar la de la otra persona. Si lo queremos observar en una situación de confrontación más violenta, podemos recurrir a la imagen de dos púgiles en el rin. No se trata de un péndulo cuya fuerza se dirija al extremo contrario y luego regrese, cada uno de ellos quiere dar al otro más fuerte y aprovecha el mimetismo con los movimientos del otro para engancharlo. Se mimetizan para chocar, para la violencia.
Hace apenas tres meses, Donald Trump ha tomado posesión de su cargo de presidente de Estados Unidos por segunda vez, y nos está obsequiando con una reacción desmesurada, reaccionaria, enmienda a la casi totalidad, y muy especialmente enfocada en desaparecer el wokismo no sólo de Estados Unidos, donde se ha gestado, sino del mundo. El presidente de Estados Unidos ha “ordenado” a Elon Musk que lidere el DOGE (Department of Government Efficiency), y aligere el gasto de la administración. Algo que no es novedoso, ya otros gobiernos lo hicieron, sólo que en este caso Musk tiene vía libre para actuar despiadadamente, con saña, vengativo en especial contra todo aquel gasto —inversión pública— que meramente huela a “causas woke”. Musk actúa impunemente contra movimientos políticos que son legítimos pero, en su última etapa, se han extremado y trastocado en dogmáticos: feminismo, lgtbismoq+, lucha contra el racismo, lucha contra el cambio climático, animalismo y todo aquello que en Occidente ha gozado de una enorme positividad (corrección política, moral preponderante) durante las últimas décadas.
En un alarde de transparencia, el DOGE ha ido publicando al minuto cada una de las “cancelaciones” presupuestarias que realiza, y muchas de ellas son de este cariz:
Yesterday, @NIH cancelled seven grants for transgender experiments on animals including:
—$532K to “use a mouse model to investigate the effects of cross-sex testosterone treatment”
—$33K to test “feminizing hormone therapy in the male rat”.
De este y otros modos, en tan solo unas semanas, la administración Trump ha atacado la financiación de todo programa o institución que, desde la retórica trumpista, porte lo que esta denomina “virus woke”, pues equipara esas ideas con una enfermedad. Un ejemplo nimio, pero significativo: la embajada de EE.UU. en Madrid exige a sus proveedores de España certificar que no aplican políticas de género. Otro ejemplo pero significativo: la administración Trump acusa a la Universidad de Harvard de estar aplicando en la contratación de profesorado las políticas de “diversidad, equidad e inclusión” (DEI, por sus siglas en inglés), algo que la administración Trump está tratando de erradicar, y ha amenazado a la universidad con la retirada de fondos federales si no controla la ideología woke entre su profesorado y su alumnado.
El proceder de la administración Trump es beligerantemente acorde con la creencia de que el wokismo es una pandemia, medio mundo se encuentra infestado y ello no puede sino llevar a la humanidad al desastre (o, al menos, hacer sucumbir a su parte de la humanidad, a los suyos). Con sus recortes dirigidos quirúrgicamente desde el DOGE, la administración Trump ha retirado fondos, por ejemplo, a Naciones Unidas, organización que se ve avocada a realizar miles de despidos en todo el mundo. El recorte de la administración Trump en materia de cooperación interncional es del 92% y esto no se debe sólo a su querencia o necesidad de eficiencia o ahorro, sino a que se trata de nichos de organizaciones en los que la administración Trump identifica mayor tendencia a aplicar políticas woke en el mundo. En casa, Trump ha firmado una orden ejecutiva para desmantelar el Departamento de Educación, ya que una de las funciones de este es hacer cumplir los derechos civiles y prevenir la discriminación por raza o sexo en las escuelas federales. Cada día nos despertamos con una nueva agresión presupuestaria de la administración Trump, bien en el ámbito nacional o en la más amplia esfera internacional.
Pero, cabe preguntarse, pues, ¿qué han hecho los activistas woke para merecer esto?, ¿qué ha perpetrado el wokismo para hacerse acreedor de recibir una ofensiva que pretende desaparecerlo de la faz de la tierra?, ¿qué tipo de amenaza son los wokistas para merecer semejante ofensiva del trumpismo?
¿Acaso las causas woke no son benefactoras de la humanidad?
Si le preguntamos a los activistas de las distintas causas que se han wokizado en los últimos tiempos, posiblemente nos encontraremos con que no saben qué han podido hacer ellos para que les ataquen de semejante manera. Las causas woke son el bien, para ellos, se trata de respetar los DD.HH. Si se trata de cuestiones propias de “la mujer” o “los no blancos” o las “personas transgénero”, la lucha es por la igualdad y se trata de alcanzar un mundo igualitario. Para los activistas, sin lugar a dudas, un mundo igualitario es un mundo mejor. Tal vez se trate de una utopía, dirá alguno, pero las utopías son necesarias y hay que poder soñar. Preguntados por si se han pasado: no se han pasado en absoluto, al contrario, tal vez se hayan quedado demasiado cortos, hace falta mucho más. ¡Queda tanto por hacer! ¡Queda tanto por avanzar!
Sin embargo, algún tipo de violencia han debido de ejercer para generar semejante violencia como respuesta. La violencia, recordemos, es mimética, la política también lo es. Un grupo de mujeres jóvenes haciendo una jaca mientras entonan “el violador eres tú”, ¿no ha de producir miedo en el algún otro? El mensaje violento es preciso, acusan de ser violadores a todos los miembros de un sexo. Muchos hombres no demostrarán sentirse interpelados, pero habrá otros que sumen dicho cántico a otras manifestaciones culturales que los acusan y sientan miedo. Ha debido de ser así en tribus como la de los Incels, acogidos por Trump entre los suyos. En el mismo sentido negativo, demonizador, se acusa a los hombres de machismo, de insensibilidad, de falta de empatía, de haber oprimido a la mujer a lo largo de toda la historia… Es tal la carga negativa sobre los varones blancos heterosexuales que se sentirán amenazadas incluso aquellas mujeres que estimen intolerable que se esté acusando a todos los hombres (incluidos sus padres, hermanos, hijos, novios) de ser violadores y todo lo demás. Costanza Rizzacasa d’Orsogna, en su libro La cultura de la cancelación en Estados Unidos, ofrece una panorámica tal de fenómenos cancelatorios (persecutorios, al fin y al cabo), que es imposible que no comprendamos que existan colectivos que se sienten creíblemente amenazados en mútiples ámbitos: en la universidad, en el trabajo, en los negocios, en la propia familia… Se cancela a periodistas, que pierden su trabajo; a escritoras que pierden prestigio y ventas; a colectivos enteros como el de jóvenes escritores blancos heterosexuales de los cuales no hay agente que quiera leer un manuscrito en Estados Unidos (según la escritora Carol Oats); se hacen campañas de desprestigio contra profesores hasta su dimisión o su expulsión de la universidad; se censuran libros en las bibliotecas; grandes empresas como Disney dejan de contratar a trabajadores blancos heterosexuales porque, según uno de sus directivos, evitan contratar a “personas sospechosas”; se vandalizan estatuas de Cervantes y Colón, se retiran películas como Lo que el viento se llevó, se cancelan libros como Matar a un ruiseñor o Huckleberry Finn por contener la palabra nigger y se corrigen los libros de Roald Dahl para que no ofendan la sensibilidad de los jóvenes lectores de hoy.
Unas declaraciones recientes de Larry Fink, CEO de BlackRock (una de las mayores empresas de gestión de activos del mundo y uno de los principales proveedores de gestión de inversiones), pueden resultar elocuentes respecto de la relación del sistema económico con el nuevo sistema cultural. Refiriéndose a la inclusión en los equipos de las empresas de personas por género, raza o cualquier otra división, expresa que “vamos a tener que forzar comportamientos”, bajo la amenaza de que la empresa que no los fuerce tendrá “impactos negativos”. Se trata de decisiones morales tomadas en concordancia con la nueva moral que hemos establecido, pero también acordes con una mayor implementación de esa moral, y el verbo “forzar” y el eufemismo “impactos negativos” producen miedo en empresarios y trabajadores: ¿qué les van a hacer? ¿No resulta amenazante, violento, que alguien pueda ser despedido de su trabajo por no estar de acuerdo con utilizar el pronombre “correcto” al dirigirse a alguien? El trumpismo ha visto cómo el sistema económico se wokizaba y favorecía la profesionalización de los activistas y el avance ideológico por medio de nichos de mercado.
Es cierto que el wokismo, hasta ahora, no ha producido muertes, eso es verdad. Y, sin embargo, cualquier conjunto de ideas dogmáticas puede llegar a producirlas, y en este sentido sí hemos visto cómo una iglesia llena de feligreses era asediada por una turba de manifestantes feministas, en México; o cómo, también en México, las jóvenes manifestantes arremetieron arbitrariamente contra los primeros jóvenes solos que encontraron en el camino y les propinaron una paliza solo por no ser una de ellas, es decir, por ser varones. ¿Resulta amenazante esto para el otro? Por otro lado, activistas contra el cambio climático atentan contra obras de arte en museos y, no es solo “stop oil” lo que quieren, postulan el decrecimiento económico. ¿Amenazará esto a algunas personas?, ¿generará incertidumbre a otras muchas?, ¿resultará en temor a no poder ganarse la vida si los activistas consiguen llevar a cabo lo que postulan, el decrecimiento económico?
Muchos periodistas se han convertido, en esta última etapa, en una suerte de curas, más dispuestos a hacer proselitismo que a informar al público y, ejerciendo de activistas, no dudan en participar en “lapidaciones mediáticas” contra personas concretas a partir de alguna supuesta falta moral. ¿No ha de resultar amenazante para el otro la posibilidad de verse linchado en los medios y en las redes sociales?
Una respuesta violenta (en lo económico) como la del trumpismo en la actualidad, no puede ser consecuencia sino de que la amenaza ha sido creíble, pero es que hay que tener en cuenta que el wokismo considera inmoral a todo aquel que no piense como es debido, como el wokismo manda, es excluyente. Ya hemos dicho que la moral sirve para aglutinar a los propios y para expulsar o aniquilar a los que no lo son, de tal modo que no resulta de extrañar que determinados sectores sociales de Estados Unidos se hayan sentido seriamente amenazados. Al no compartir la misma moral con los wokistas, pueden dar por seguro que en algún momento los wokistas van a ir a por ellos. De hecho, ante esta situación, Trump ha tomado el partido Republicano y le ha insuflado una nueva moral, una moral antiwoke, convirtiéndolo en un partido que no es ni siquiera coherente con el que ha sido. Los wokistas, convencidos de que hacían el bien y traerían un mundo mejor, han deshumanizado, cosificado, anatemizado, demonizado al otro. Seguros de la bondad de su empresa ideológica, los wokistas han afirmado ser moralmente superiores y, por tanto, amenazado con la desaparición a quienes se les enfrenten.
Ahora, tal como Bill Maher le ha afeado a Donald Trump en la propia Casa Blanca, el que está amedrentando a la gente es el presidente de Estados Unidos. El hombre más rico del mundo, Elon Musk, ahora en el equipo de Trump, declaró que “odia” el wokismo y que se ha jurado “acabar con él”. La sensación general es de que se está produciendo una escalada de odio. Y por qué razón se están odiando. O, en otras palabras, si el deseo es mimético, ¿qué es lo que quiere el trumpismo que ha observado que quiere —y acaso consigue— el wokismo? ¿Será su capacidad moralizante, religiosa?, ¿la positividad que ha estado gozando, sinónimo de poder, un poder que ni siquiera precisa tener que discutir sus ideas sobre las cosas? ¿Estamos pues ante un trumpismo que quiere ser todavía más moralizante que el wokismo, más conmigo o contra mí, más poderoso? El trumpismo está “imitando” al wokismo, es mimético con el wokismo.
El peligro del mimetismo entre el wokismo y el trumpismo es, en palabras de Girard, el siguiente: “Cuanto más se exasperan las rivalidades, más tienden los rivales a olvidarse de los objetos que en principio las causan y más se sienten fascinados los unos por los otros”. No está del todo claro si los trumpistas son conscientes de que persiguen obtener lo mismo que han observado que el wokismo venía consiguiendo; o si lo supieron en algún momento, cuando ansiaban alcanzar el poder de Estados Unidos, y ya han olvidado que se trataba de eso. “Cada rival se convierte para el otro en el modelo-obstáculo adorable y odiable”, dice Girard, “al que necesita al mismo tiempo abatir y absorber”. Y remata: “La mimesis es más fuerte que nunca, pero ya no puede ejercerse a nivel de objeto, pues ya no hay objeto. Sólo quedan los antagonistas, a los que designamos como “dobles”, puesto que, bajo el aspecto de su antagonismo, no hay nada que los separe”.
Esto, si me permiten, aplicado a nuestra realidad de Occidente, en este momento, resulta terrorífico. De nuevo tenemos aquí a una suerte de Caín y Abel. Abel (el wokismo) ni siquiera es consciente de que posee algo tan deseable por parte de Caín (el trumpismo). El wokismo ha estado sumando toda clase de victorias por pura corrección política, solo porque de pronto se convirtió en la moral preponderante, en lo que había que pensar, de tal modo que ni siquiera era necesario que se discutiesen las cosas, es más, no se discuten y si se discuten da igual, porque oponerse a las ideas wokistas es políticamente incorrecto, la gente se pone enseguida de su parte o guarda silencio para evitar el conflicto; el wokismo gana incluso sin necesidad de razonar e incluso sin necesidad de que algún argumento conduzca a lo que parece verdad. Alrededor de sus conquistas se genera una espiral de silencio.
¿Hasta dónde nos puede llevar esta polarización? Girard dice que no hay que caer en “un optimismo necio”. Hemos casi olvidado el mecanismo de la violencia ritual y el “chivo expiatorio”, pero esto no significa que seamos menos violentos o que no se producirán víctimas, sino todo lo contrario: “Cuanto más radical sea la crisis del sistema sacrificial, más se sentirán tentados los hombres a multiplicar las víctimas para llegar, de todos modos, a los mismos efectos”. Esto fue, posiblemente, la Revolución Rusa, el fascismo y las bombas atómicas sobre Iroshima y Nagasaki, pues comunismo y fascismo parecen miméticos entre sí y las bombas atómicas un acto sacrificial. ¿Fue mimética la escalada violenta en la España del 36? La amenaza creíble de que en España se pudiera implantar lo mismo que en Rusia (amenaza con checas y ejecuciones incluidas) llevó a una respuesta reaccionaria, el golpe de estado, y no sólo eso, la guerra y la aniquilación del otro durante la posguerra. No se entiende la aniquilación del vencido de la Guerra Civil salvo que existiera una amenaza creíble de aniquilación a la inversa. Recordemos la serie Gomorra: basta con la sospecha creíble de que el otro va a venir a por ti para que trates de adelantarte y vayas tú a por él.
No me parece que sea una cuestión de culpas: a quién culpar de la violencia, ¿al que genera el primer miedo o incluso la primera violencia?, ¿al que reacciona e infunde un miedo o una violencia mayores? Nuestro objetivo político debe ser, primero de todo, que se detenga la violencia. Qué difícil tarea siempre, y qué difícil tarea en la coyuntura social, política, cultural de Occidente hoy, con wokistas y trumpistas cada vez más enfrentados. No se detiene la violencia diciendo que el otro es un fascista y arremetiendo contra él. Así lo que se consigue es polarizar con la peor versión del otro, se fomenta la peor versión del otro y se construye la peor versión de uno mismo. ¿Entonces qué hacer? En la situación actual, me parece, habría que decir “ni wokismo ni trumpismo”, porque ambos son dogmáticos y ambos son antidemocráticos, no se conforman con la ley, se toman la justicia por su mano y castigan moralistamente a los disidentes sin que haya juicio alguno. Incluso si hay un juicio absolutorio, da igual, ellos siguen castigando moralístamente a los que piensan distinto que ellos. Promueven un estado sin ley. Es el caso reciente de la cancelación de la publicación del libro El odio, de Luisgé Martín: ni siquiera mediante la sentencia de un juez la horda cejó en su empeño de cancelar su publicación. Finalmente se ha hecho la ley de la horda mediáticodigital, no la de la justicia.
Pero hay otra buena razón para decir, en concreto, “wokismo no”: el wokismo y la izquierda no son lo mismo, se puede ser de izquierdas y no estar de acuerdo con el dogmatismo woke. Del mismo modo, se puede ser de derechas y no comulgar con el dogmatismo trumpista, una versión del partido republicano completamente extremada por dogmática y en reacción contra el wokismo. Entre uno y otro hay una opción infinitamente más interesante: “democracia y estado de derecho”, que es lo que nos iguala a todos. Es así, renunciando al dogmatismo y respetando la democracia y el estado de derecho cómo podríamos sin duda detener la violencia.
La democracia y el estado de derecho, desgraciadamente, hace rato que están recibiendo un fuerte acoso por parte tanto del wokismo como del trumpismo. El wokismo impregna y toma las instituciones, lo mismo está haciendo ahora el trumpismo, mientras trata de expulsar al wokismo de ellas. El trumpismo desafía la ley continuamente, ya casi por sistema, pero antes lo ha hecho la representación política del wokismo y también el wokismo de los activistas, castigando a sus herejes particulares por medio de crisis de prestigio, sin tan siquiera requerir de la justicia para castigarles, tomándose la justicia por su mano mediante tormentas de artículos en prensa y acoso en redes sociales, una nueva versión de la lejana violencia persecutoria.
Si, como viene sucediendo, permitimos que cualquiera pueda, desde su casi anonimato, provocar crisis de prestigio como castigo porque alguien no ha dicho lo correcto o representa unas ideas distintas de lo que se estima que es lo correcto, o es acusado de haber realizado un acto moralmente inaceptable para unos u otros…; si permitimos ese poder moralista, justiciero, vengativo, perverso, alegal, campar en un estadio de impunidad anterior a la ley, perderemos definitivamente la democracia y el estado de derecho. No puede ser que determinadas personas (malas personas) le tiren a alguien una piedra en algún medio o en redes sociales con el objetivo de que lo pase mal, se amedrente y calle y se haga espiral de silencio sobre lo que dice, dimita o pierda el trabajo, y otra mucha gente le arroje detrás su piedra en forma de artículo, post o comentario en redes, porque precisamente eso acaba con la libertad de todos: se rompe el espacio de libertad que hemos creado (en las sociedades democráticas y de derecho) entre el actuar y la justicia. Las personas deben ser libres de decir y actuar mientras no se les denuncie ante un juez y se demuestre que han quebrantado la ley. Reducir con amenazas de cancelación ese espacio intermedio entre el actuar y la justicia, con campañas morales en prensa y redes sociales, es un tiro que nos pegamos en el pie de todos. La ley y la justicia nos ponen los límites para que, entre nuestro actuar y una posible sentencia de un juez, seamos libres. Quien diga: “no, es que así es más rápido”, “no, es que los jueces están comprados”, “no, es que los jueces son injustos”, ponen excusas para hacernos menos libres. “No, es que los jueces pertenecen a un sistema patriarcal”, “no, es que la horda es mi libertad de expresión”, ”no, es que hay que defender a las víctimas”. A las víctimas se las defiende llevando a los malhechores ante un juez, no tomándonos la justicia por nuestra mano desde el sofá, ociosamente. Es muy importante que no nos pueda castigar una horda mediáticodigital, que no podamos ser castigados salvo por un juez después de haber sido juzgados.
La horda mediáticodigital es violenta, la vuelta a la violencia ritual y al mecanismo sacrificial y lo sagrado. La justicia rompe el mimetismo y posterga la posibilidad de violencia. No hay que hacerle caso a la horda, sino al juez.
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