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La posibilidad de soñar

La posibilidad de soñar

Nueva entrega de Mi vida por delante, la sección de textos publicados en Instagram por Emili Albi.

Quizá lo que realmente echo de menos es la posibilidad.

Yo no tuve una infancia feliz. Creo que fui un niño que miraba su infancia en vez de vivirla, quizá deslumbrado por su belleza, como con miedo a que, de usarla, se pudiera partir. La admiré más que vivirla.

Tampoco fui desdichado, todo hay que decirlo. Solo que no tuve una infancia feliz. No pasa nada. A todos se nos llena la boca al hablar de la infancia con conceptos bonitos como magia, diversión, amor, felicidad… y sí, pero también hay muchas otras cosas: miedo, aprendizaje, esfuerzo, soledad, vergüenza, incertidumbre. Crecer duele.
Por esto sé que lo que echo de menos es toda esa cantidad de posibilidad que, cuando era pequeño, tenía a mi alcance. Esa inmensa masa de posibilidad era mi mejor juguete. Siendo cursi, la posibilidad es la materia de la que están hechos los sueños. Luego crecí (crecimos) y las posibilidades se fueron agostando. En el avance inexorable del crecimiento, vocaciones, sueños y deseos se despeñan, pobres, en el camino de la existencia. Por eso de mayores soñamos menos, porque hay menos material para hacerlo. Adiós a ser futbolista, adiós al revolucionario, adiós al biólogo marino, al músico, al arquitecto, al aventurero, al anacoreta, al soltero empedernido… adiós a tantos yos (nosotros) que pudieron haber sido.

Sí, eso es, no es añoranza de lo ya sucedido, sino de lo que jamás pudo ser.

Ya lo cantó, como casi todo, Joaquín Sabina en la del pirata cojo…

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Esta estampa probablemente no os diga mucho.

Si visitarais la casa y caminarais por este cuarto de estar, solo oiríais el peculiar sonido de los hogares vacíos, los pasos amortiguados, el sutil eco tras las palabras del agente inmobilario, ese acogedor ruido que apetece amueblar.

Quizá sentiríais la pulsión de morar ese espacio, todos lo sentimos, esa necesidad de habitar lo vacío, de fundar lo inexistente.

Lo mágico de la foto es que hay dos fotos al mismo tiempo. Se parecen mucho, pero no son iguales. Son como esos pasatiempos infantiles en los que hay que encontrar las sietes diferencias. Siempre eran siete las diferencias, ¿no?

Vosotros veis esa estampa sobre otra que yo veo. Y ambas, vuestra mirada y la mía, componen un pensamiento múltiple, y juntos componemos lo real y lo humano. Quizá lo literario. Porque lo literario se produce cuando mi realidad se desata en vosotros, asimos juntos lo irreal y nos sentimos menos solos.

En mi foto ese hueco está poblado de voces infantiles, son los fantasmas de las risas de mis hijos que han crecido ahí. Las ondas cada vez más finas de los llantos de Guillem, de Inés y de Belén. También hay sombras y colores, no los veis porque se están desvaneciendo y se funden con el triste tono de lo deshabitado, pero yo sí los reconozco porque aún viven en mi memoria, y entre la soledad y mi amor hacen revivir lo ya pasado. Este lugar está poblado de miedos también, de fiebres, de incertidumbre. Y también de caricias y cosquillas. De lo bueno y de lo malo.

Hay discusiones de pareja, copas de vino derramadas, ladridos de perra, cenas entre amigos. Hay goles cantados…

La miro en su silencio obstinado, y quiero gritarle para sacarla de su abismo, pero no lo hago, claro. ¿Qué pensarán los vecinos? La semana que viene nuevas voces rebotarán contra sus tabiques y otros pesos harán crujir el parqué… joder. Supongo que nos equivocamos al investir a los hogares de cualidades humanas. Pero entristece igual. No son más que materia, algo inerte, pero el amor humano, está visto, penetra en todo.

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Una mudanza tiene un algo de filosófico. Al fin y al cabo, ordena y clasifica la realidad (de tu casa) y la etiqueta. Luego, la empresa de mudanzas, como si fuera el filósofo, la transporta hasta la nueva casa y… lo deja todo por el medio. Después, como suele suceder tras ese tipo de lecturas, el alma se colma de ansiedad y desazón. Y de nuevo a ejercitar el músculo del orden, la clasificación y la ubicación concreta de la nueva realidad, que es parecida a la anterior, pero nunca igual.

El proceso, como el discurrir filosófico, no es nada plácido. Es más bien traumático y presenta infinidad de problemáticas nuevas que nunca se habían previsto. Remueve los cimientos de lo establecido, defrauda y entristece pues, como el conocimiento humano, el acto que propicia la mudanza también tiene más ganas que capacidad. Más fantasía que verdad.

Tiene, asimismo, parte de historia. De la historia personal. Si te descuidas, la infancia, la adolescencia y la juventud, esos hijos de puta traicioneros, salen de sus cajas y te arañan el corazón.

También, siguiendo con el símil del currículo educativo, tiene algo de ciencias matemáticas de metros cuadrados.

De física de los pasos. De psicología en el salón y de puericultura. Incluso de campamento de verano.

La mudanza nos enfrenta a la paradoja de introducir algo sin forma, como es la vida, dentro de una figura geométrica, el humilde cubo de una caja. Y también la amarga contradicción de que su elemento más definitorio, el cartón, coincida justo con el material simbólico con el que están hechas las «casas» y el abrigo de los sin techo.

La mudanza, en definitiva, filosófica, paradojal, psicológica, es, en cualquier caso, como todo lo que tiene relación con un fin y un comienzo, algo bello y doloroso a la vez. Y produce el fantasma inquietante de lo que aún no ha sucedido.

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