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La punta del iceberg

A las buenas, querido lector. Soy el pesado que siempre empieza dándote las gracias, pero es que el apoyo que me estás mostrando tras esta serie de artículos está superando todo lo imaginado y por imaginar. Nunca había recibido tantos correos y casi ni me salen ya las palabras para agradecerte que estés ahí. Es impresionante. Vamos a la materia, que sé que estás deseando ver sangre y vísceras de por medio. Al lío.

Nos quedamos en junio de 2012, primera novela recién autopublicada y mi brazo izquierdo inmóvil. Llegó julio y la desesperación ya casi no me dejaba ni respirar con normalidad. Trataba por todos los medios de que mi cabeza no se viera resentida por todo lo que estaba sucediendo, pero, como comprenderás, no era fácil. Fui a consulta de rehabilitación para que me vieran la radiografía de mayo. Sí, la del codo. La sorpresa fue mayúscula cuando se confirmaba que mi codo estaba bien. Joder, acabo de releer la última frase y me doy cuenta de que mi ironía no está hoy demasiado fina. El caso es que esa persona que me llevaba el control, decidió darme unas sesiones de rehabilitación. Empecé y, bueno, me movían el cuello y al ver que el brazo no se podía mover, pues lo dejaban aparte. Fue entonces cuando, al ser julio, tuve la inmensa suerte de que una de las titulares tomó vacaciones y llegó un sustituto para dos semanas. Nada más verme, tras llevar tres o cuatro sesiones con la otra, dijo que no podía conformarse con que el brazo no se moviera y ya. Me tumbó, me agarró el brazo y lo tiró para atrás con fuerza pero a la vez con suavidad, sabiendo MUY BIEN lo que hacía. Lloré, me dolió, no grité porque mordí muy fuerte la toalla que tenía debajo, pero aguanté porque pensé que sabía lo que estaba haciendo. No me equivoqué. En esas dos semanas y tras verme SIN COBRARME, NO QUISO, NO HUBO MANERA, incluso en su propia consulta particular por las tardes, logró que yo recuperara muchísima movilidad del brazo. Gracias, Alberto, porque siempre te voy a recordar y estarte agradecido por haber creído que sí se podía y no darme por perdido. Fue el primero de unos cuantos buenos profesionales que me he topado.

"El radiólogo había encontrado un bulto sobre el tiroides. Me dijo que no me preocupara, pero que al ser algo grandecillo, lo suyo era que me mandara a la consulta de endocrino en el hospital."

Sí, Alberto recuperó parte de movilidad en el brazo, pero el dolor seguía, no podía, de ninguna de las maneras, levantarlo más de unos treinta grados. Fue entonces cuando en una de las consultas, esa persona que me llevaba el control trató de hundirme más haciéndome pensar que todo estaba en mi cabeza. Que en realidad, no me pasaba nada, que yo mismo me lo provocaba y que por eso creía que me dolía. Imagina mi mundo. Llegué a creerme esa mierda. Llegué a pensar que el culpable era sólo yo. A pesar de eso y, tras insistir, porque tuve que insistir mucho, conseguí que me programara una resonancia. Llegó en septiembre. Era de cuello y hombro. Dos horas. Las aguanté bien, llegando casi a la extenuación por no haber tenido ni un descanso en esas dos horas, pero las aguanté. Fui a consulta y me dijo que tenía dos cosas que contarme. Una de ellas, que tenía dos hernias grandes en el cuello, pero que eso no se operaba —según me dijo (y lo he oído muchas veces ya)—. De ahí puede que me viniera todo el dolor. Y, bueno, traté de convencerme de eso. La otra cosa es que, casi de casualidad, el radiólogo había encontrado un bulto sobre el tiroides. Que no me preocupara, pero que al ser algo grandecillo, lo suyo era que me mandara a la consulta de endocrino en el hospital. Claro, me asusté. Pero me repitió varias veces que, bueno, que no me preocupara, que sería algún “bultito de grasa”.

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Por lo demás, la rehabilitación seguía, no sabíamos muy bien con qué fin, pero seguía. Me seguían dando consultas para llevar el control sin ningún tipo de avance o esperanza de que lo hubiera, pero seguían.

La consulta para el endocrino no tardó en llegar. Entré algo asustado, ¿cómo hubieras entrado tú? Pero la doctora trató de tranquilizarme desde un primer momento diciéndome que lo veía más de lo que yo me creo y que suelen ser acumulaciones de grasa o agua en la mayoría de los casos. Es más, en un 95% de los casos. Por si las moscas, decidió hacerme una biopsia cuyos resultados estarían listos en un par de meses. Pero fueron tantas las veces que me repitió que me tranquilizase que así lo hice.

El día de la biopsia, estaba más nervioso por lo que me iban a hacer que por lo que pudieran encontrar. La verdad, que te claven una aguja gorda como un cipote debajo del cuello, no es agradable. No, no lo es. Sentirla ahí, saber lo que te están haciendo… no sé, es difícil de describir y, si has pasado por eso, sabes de lo que te hablo. En estos cinco años me ha pasado de todo, pero creo que, sin duda eso y otra cosa que te contaré más adelante, es lo peor que he sentido nunca. Con la prueba hecha y a espera de los resultados, las consultas en rehabilitación siguen. Lo malo es que cada vez voy sintiendo menos zonas del propio brazo, pero de clavarme una aguja ahí y no notar nada. Consigo que me manden un electromiograma. No sé si sabes lo que es, pero son unos pequeños pinchacitos en los nervios a los que se les suministra electricidad para ver si funcionan. Para mi sorpresa, me lo realiza la propia persona de rehabilitación. ¿¿¿¿¿¿??????? Sí, así me quedé al principio yo, dije: joder, qué preparación más extensa debe de tener… Pero bueno, ella dijo que no tenía nada, que todo bien, que todo genial, que lo que estaba mal era mi cabeza, como siempre.

"Salí en shock de la consulta. Se me habló de quimios y radios, pero ni siquiera me enteré bien en el momento. Tampoco fui consciente de la gravedad del asunto en un primer momento."

Antes de contarte el desenlace de éste artículo, te contaré que empecé a escribir, como te conté en el anterior La profecía de los pecadores. Esta vez me lo quise tomar más en serio. Seguía sin tener ni idea —eso lo sé ahora—, pero lo único que tenía claro es no tener prisa, en contar lo que realmente quería contar más o menos bien. Fue mi primer coqueteo con la novela negra, de hecho, son dos tramas y una de ellas es al más estilo Seven de pacotilla —ojo, que Seven es mi película favorita—. Un asesino en serie de sacerdotes y una investigación detrás. Debo reconocer que la historia es buena, que tiene gancho y enganche, pero tal y como me pasó con mi primera novela, no estaba bien escrita. Mejor que la otra, sí, pero ni mucho menos para ser tratada de aceptable. Pero, mira, al menos había evolucionado algo y supongo que se trata de eso, de evolucionar. Quise hacerlo mejor, no perfecto, más que nada porque yo mismo sabía que no sabía. Quizá la solución hubiera sido formarme algo más antes de ponerme a ello, pero tenía tanto que contar que no quería no hacerlo ya. No me arrepiento de ello, desde luego. Todo esto de antes se resume con que ya estaba metido en faena con la novela. No sabía por qué, pero pensaba que podía valer para esto, para contar historias. Cada vez veía mi futuro laboral más negro por lo que me estaba pasando. ¿Por qué no intentarlo?

Llegó diciembre. Tenía la consulta de endocrino y para serte sincero, comencé a ponerme nervioso. Quería creer que no era nada, pero una parte de mí me decía que alguna posibilidad sí que había de serlo. Mi mujer pidió día libre en el trabajo, quería acompañarme y estar a mi lado, por si acaso. Entré y el rostro de la médica era algo más serio de lo habitual —y mira que es seria—. Me asusté. Empecé a sudar. Me dijo que había tenido la mala suerte de estar dentro de ese maldito 5% que no era algo sin importancia. Para más INRI, me dijo, además, que el tumor que tenía no era benigno. Se trataba de un tumor de células de Hürthle. Para que nos entendamos, dentro de los cánceres de tiroides, es el tercero más importante, teniendo en cuenta de que el cuarto es mortal sí o sí. Sólo un 3% de los cáncer de tiroides son de células de Hürthle, por lo que al haber tan pocos casos, el tratamiento no está definido del todo. Lo único claro era que había que operar y cuanto antes.

Salí en shock de la consulta. Se me habló de quimios y radios, pero ni siquiera me enteré bien en el momento. Tampoco fui consciente de la gravedad del asunto en un primer momento. Simplemente no podía creerme que me estuviera pasando eso a mí. Traté de no derrumbarme, pero lo hice. Mi mujer me obligaba a ser fuerte. Os puede parecer un buen método o no, pero le debo mucho a ese no dejarme caer porque me enseñó a luchar, a afrontar lo que vendría después. Y créeme, todo lo que te he contado es sólo la punta del iceberg.

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Pero eso lo dejamos para otra entrega, ¿no? Sé que soy un cabrón por dejarte así, en medio de todo, pero para compensarte te regalaré un spoiler —me gustan más otras palabras, pero yo también soy de modas—: NO MORÍ.

Si quieres contarme qué te ha parecido este texto, llamarme imbécil, regalarme una PS4, eres de la editorial Planeta y quieres pagarme una pasta por publicar mis obras o algo así, mi correo está para ti (BlasRuizGrau@Hotmail.com), también en Twitter, pero te advierto que escribo muchas tonterías (@BlasRGEscritor)

Nos vemos.

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