Los animales dan juego. Casi siempre como attrezzo. En el “realismo”, que deja aparte el literario recurso de humanizarlos, se limitan a acompañar, como el Captain Flint, el icónico loro de Long John Silver (que en la novela sólo se mencionaba una vez, creo recordar). O como el perrito del cuento de Chéjov, cuya presencia no es activa, ni mucho menos protagónica, pese a definir a su dueña desde el mismo título: La dama del perrito. O como Moby-Dick, quizá la mejor novela que se haya escrito nunca —y la más pesada, fascinante e inolvidable—, que hace buena la regla de que en la literatura “realista” los animales sólo ponen el marco.
Los animales no tienen nada que sentir. Los animales carecen de conciencia, que a nosotros nos sobra. Los animales son inconscientes, irracionales e irresponsables. Quisiera yo ver a los ganaderos asturianos dando trato a sus vacas de “seres sintientes”. O a sus cochinos los jamoneros onubenses para evitarles un disgusto.
Si sintieran, los animales no serían animales. Sentir, siento yo, que a veces hasta siento haber nacido, pero el perrete de mi vecina, que ahora mismo está ladrando y dando la tabarra como si no hubiera mañana, carece de cualquier clase de sentimiento. ¿Cómo va a sentir haber nacido si ni siquiera lo sabe? Tampoco sabe que está vivo ni que un día se morirá. Ni que me está poniendo de los nervios.
Los animales no tienen sentimientos, lo que tienen son instintos, como saben los que se dedican a estas cosas. Instintos gregarios, agresivos y hasta sexuales. Pero ¿sentimientos? El perro de mi vecina no ha experimentado sentimientos en su vida; lo único que ha experimentado son reacciones: si hay agua, bebe y si tiene ganas, mea (en exceso, a mi juicio). Y cuando avista una perra, se acerca a olisquear a ver si cae. Y sin saber que lo está haciendo, atención. Automatismos i prou: por no saber, ni que es perro sabe (y, mucho menos, que es de mi vecina). Funny, que así se llama, es más previsible que un lunes y sus “sentimientos”, inexistentes. ¿Qué sabrá él? O sí, pero entonces al legislador se le olvidó prohibir comer “seres sintientes”, como las vacas de los prados asturianos, cuyo sentimiento de la tierruca es profundo, o los cochinos de los montes de Huelva, que a sentimentales no les gana nadie.
Este doble rasero (proclamar por un lado la existencia de “seres sintientes” y por otro dar por sentada la de seres “comestibles” sin decirlo), es una descarada muestra de hipocresía y, sobre todo, una muestra de la degeneración del “realismo sentimental” que se impuso en Europa después de Napoleón. Y que en el siglo XXI y en España ha venido a culminar en una ley esquizofrénica llamada “del Bienestar Animal”.
Personalmente, encuentro lógico que haya terminado pasando: la “realidad” se limita a un tropel de sentimientos, a una ensalada de creencias y a una convención sobre lo visible y lo invisible. A un pacto de caballeros para que no nos volvamos locos y nos matemos unos a otros por un malentendido. Y es que el realismo nunca se pescó por ahí fuera, sino dentro de cada pescador.
Algo que nadie reconocerá jamás.
El “realismo” es una afortunada pamema. Un sindiós surrealista. Una creencia alternativa que nunca mira, toma nota ni copia nada porque se lo inventa todo. A discreción y según convenga. Y que llama “realidad” a lo que se inventa. Desde Balzac a Martín Santos y desde Zola a Marsé. O a Delibes, que fue el gran mixtificador de su tiempo. O desde Velázquez a Goya y desde Goya a nuestro activísimo pintor contemporáneo Antonio López, que tras una eternidad delante de cada lienzo entrega una foto borrosa… al óleo, que viste más y que “hay que ver cómo se parece” al original, se admiran los que así lo creen.
Una mascota, por muy sintiente que la suponga la Ley, jamás diría esas cosas, aunque supiera hablar. Nuestras mascotas no sólo carecen de sentimientos.
También carecen de creencias.


Y mira que es curioso entonces que, bastantes veces, sacrificaría gustosamente a más de trescientos supuestos seres sintientes, por ejemplo esos y esas que pacen, rebuznan y se engordan mutuamente con nuestros bolsillos por la carrera de san Jerónimo…con tal de devolver a la vida a cualesquiera de mis perros. Así, sin sentirlo ni un ápice y sin una triste lágrima. Muy curioso como somos los humanos.
¿Me oyes Hal?
El cosmonauta pisa mierda (de perro) y se ve que nunca ha tenido uno ni se ha parado a observarlos (ni ha leído a Jack London): claro que los animales sienten, aunque se entiende que si lleva un par de horas aguantando al perro de su vecina no esté para muchas sutilezas, así que le aconsejaría que se vaya a dar un paseo o se ponga tapones en los oídos y trate de olvidar al cánido impertinente. (Otra cosa son las estupideces y los disparates de la legislación vigente, pero supongo que el bueno de Bowman está un poquito desquiciado por los ladridos y como diría, precisamente, Ishmael, escribir este texto ha sido su sustituto a la bala y la pistola, o a la escopeta de posta lobera con la que ajustar cuentas con el perro y, ya puestos, con su incívica propietaria.)
Buenas tardes:
Pues a mi lo que dice este hombre en el artículo me parece de lo más sensato y fundamentado.
¿A que sí? Hay que invertir en criterio.
Pues a mí me parece que alguien tiene complejo de bukowski y le gustan bien los chuletones.
Me alegro de que le haya gustado mi circunvolución. Muchas gracias. Perdone si no contesté antes, pero estuve unos días fuera.