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La ría de las letras

La ría de las letras

La historia es conocida y tuvo gran relevancia, aunque quepan dudas razonables acerca de su veracidad. Se relata en el libro III del Codex Calixtinus y habla de cómo el apóstol Santiago empleó buena parte de su tiempo, una vez fallecido Jesús, en la cristianización de la península ibérica. También, y sobre todo, de la decisión que tomaron sus discípulos cuando Herodes resolvió decapitar al hijo del Zebedeo para castigar sus servicios a una causa, la cristiana, que pocos miraban con buenos ojos en aquellos tiempos. Los siete seguidores de Santiago —que, al parecer, le seguían desde su propagación de la buena nueva a lo largo y ancho del territorio que hoy conocemos como España— rescataron su cadáver de la intemperie —Herodes había prohibido que le diesen sepultura y prefirió que se encargasen de dar buena cuenta de sus huesos los perros y las alimañas— y lo trasladaron hasta el puerto de Jaffa. Como si de un milagro se tratase —y en realidad fue el primero de los muchos que se sucederían a partir de entonces—, hallaron allí anclada una barca sin piloto ni remeros, pero que casualmente contaba con todo lo necesario para emprender una larga travesía. Durante siete jornadas navegaron, con el mar en calma y los vientos a favor, hasta arribar a una pequeña localidad que figuraba en los mapas con el nombre de Iria Flavia. Se dirigieron al palacio de la Reina Lupa, una mujer que mandaba mucho en aquel lugar, con el propósito de solicitarle permiso para dar en aquellos predios una sepultura digna a su maestro. Ella, entre curiosa y desconcertada, ordenó que se dirigieran al Cabo Neiro, donde residía el sumo sacerdote Regulus, y le trasladaran a él su petición. Fueron dos, Teodoro y Atanasio, los encargados de cumplir el mandato mientras sus compañeros se quedaban custodiando el cuerpo santo. No les fue demasiado bien. Regulus, tras escucharles, desconfió de sus intenciones y los mandó apresar, pero no tardaría en darse cuenta de que los recién llegados contaban con la intercesión de la divinidad. Cuando estaban en su celda, aparecieron unas luces que dibujaron en una de las paredes una puerta invisible por la que lograron escapar. El sacerdote, al enterarse, ordenó a sus soldados que partieran en su búsqueda. No se las debieron de prometer muy felices Teodoro y Atanasio en cuanto fueron conscientes de que tenían a un pequeño pelotón pisándoles los talones, pero tampoco tardaron demasiado en comprobar que había en algún lugar un poder oculto que velaba por sus intenciones: una vez cruzado un puente que salvaba el río Tambre, pudieron ver cómo éste se venía abajo, impidiendo que sus perseguidores llegasen a la otra orilla.

"La señora quiso que su séquito acudiese al puerto de Iria Flavia para sacar el cadáver de Santiago de la barca y conducirlo a su presencia"

Mientras tanto, las cosas también adquirían tintes pintorescos allá en la corte de Lupa. La señora quiso que su séquito acudiese al puerto de Iria Flavia para sacar el cadáver de Santiago de la barca y conducirlo a su presencia, pero en cuanto los sirvientes intentaron echar mano al cuerpo santo éste se elevó por los cielos y acabó aterrizando en plena cumbre del Pico Sacro. Teodoro y Atanasio, al enterarse de este episodio, rogaron a la reina que les cediese un carro y una pareja de bueyes, a fin de trasladarse hasta aquella cima y recuperar el cuerpo. Lupa, a quien seguramente le costara creer que aquellos tipos fuesen tan cándidos como aparentaban, los dirigió al monte Ilianus asegurándoles que allí encontrarían todo lo que necesitaban. Era, en realidad, un nuevo ardid para menoscabar su ánimo. Ciertamente, había en aquella montaña bueyes, pero en un estado tan salvaje que se hacía imposible pensar en utilizarlos para transportar nada. Por si fuera poco, también andaba por aquellos pagos un dragón que acostumbraba a exterminar sin miramientos a cuantos intrusos osaban aventurarse en sus dominios. Los dos discípulos sólo tuvieron que hacer unas cuantas veces la señal de la cruz para solucionar la cuestión: los bueyes se amansaron como por ensalmo y el dragón puso pies en polvorosa sin necesidad de un San Jorge que le diese su merecido. Lupa quedó tan impresionada con todo esto que de inmediato se convirtió al cristianismo y hasta ofreció su propio palacio para alojar el enterramiento. Sus discípulos, más prudentes, optaron por cargar en el carro el cuerpo del apóstol y dejar que fuese la providencia la que, desde lo más alto del Pico Sacro, guiara sus pasos. Este nuevo viaje concluyó en un bosque que llamaban Libredón, donde al fin se le pudo dar, tras tanta ida y tanta vuelta, una sepultura digna al bueno de Santiago. Teodoro y Atanasio se quedaron al cuidado de los restos mortales de su mentor. Sus compañeros emprendieron el regreso a Palestina para continuar su predicación por aquellas tierras. Lo que viene después, se crea o no, ya es historia.

Piedra en la que, según la tradición, se amarró la barca del apóstol.

Estatua del apóstol Santiago en Pontecesures.

Tumba de Rosalía de Castro en el Panteón de Gallegos Ilustres.

Representación de la «traslatio» del apóstol en la iglesia de Santiago (Padrón).

"Además de constituir un atractivo para creyentes y aficionados a las lecturas heterodoxas de la historia sagrada, reviste un interés cierto para aquellos que se aproximen a Galicia en pos de ciertas claves de su literatura"

Es, pues, este relato de la traslatio el que inaugura una cierta tradición literaria en la ría de Arosa —por ella tuvieron que navegar los discípulos del apóstol para llegar donde llegaron—, y es el que marca el itinerario de lo que en cierta medida se puede considerar el primer Camino de Santiago de la historia, por más que no fuese aquélla una peregrinación propiamente dicha, dado que el destinatario de la veneración hacía el mismo trayecto que sus fieles. En cualquier caso, se trata de una ruta que la Fundación Xacobea intenta revitalizar en estos últimos años, con travesías que remedan el recorrido que hicieron el difunto Santiago y sus seguidores por aquellos años, y que cuenta con una peculiaridad ajena al fenómeno jacobeo, pero que también merece consignarse: por las dos orillas de la ría —y también una vez superada la embocadura del Ulla, y aún unas millas más aguas arriba, cuando toca plantar el pie en tierra firme y tomar la dirección de Compostela— se suceden diversos enclaves que remiten directamente a una amplia tradición literaria que hace que el viaje, además de constituir un atractivo para creyentes y aficionados a las lecturas heterodoxas de la historia sagrada, revista un interés cierto para aquellos que se aproximen a Galicia en pos de ciertas claves de su literatura.

Torres del Oeste, en Catoira.

La antigua Iria Flavia, la actual Padrón.

Las travesías se inician en las dársenas del puerto de O Grove. Unos kilómetros al sur, en Sanxenxo, pasaba los veranos de su infancia la escritora Emilia Pardo Bazán, autora de ese monumento que es Los pazos de Ulloa y a la que recuerda una escultura en su auditorio municipal. Al extremo opuesto de la ría, en Ribeira, vino al mundo el periodista Manuel Lustres Rivas, no lejos del lugar de Comoxo, en el municipio de Boiro, en el que vio por primera vez la luz el sacerdote y escritor Celestino García Romero. Otro que nació en torno a estas aguas fue el inmenso Ramón María del Valle-Inclán. Bromeó toda su vida diciendo que su madre lo alumbró en una barca que navegaba entre las dos orillas de la ría, y el chiste propició que sean hoy dos localidades las que se disputan el honor de haber acogido el natalicio de quien fuera una de las plumas más destacadas de las letras españolas en la primera mitad del siglo XX. Una es A Pobra do Caramiñal, donde aún se conservan lugares vinculados a la vida del escritor, como la Torre de Bermúdez, la Farmacia de Tato o la emblemática Villa Eugenia, en cuyas habitaciones escribió su Tirano Banderas. La otra es Vilanova de Arousa, donde siguen en pie la casa en la que habría nacido y otra en la que transcurrieron sus primeros años. No es la única vinculación de Valle con estas tierras: en el cementerio de Santa Mariña de Dozo, en Cambados —donde también tuvo casa—, reposan su mujer y uno de sus hijos, y en Vilagarcía se levanta el Pazo de Rúa Nova, que estuvo vinculado a su familia. Pero tampoco es Valle el único que tiene algo que decir en este recorrido, porque en el mismo Cambados residió Ramón Cabanillas y trabajó Alfredo Brañas, Vilanova fue también la tierra de origen del periodista Julio Camba y en Vilagarcía se aprecia mucho al poeta Ramón García Lago, uno de cuyos textos se puede leer en los peñascos del Mirador de Lobeira. Rianxo, al lado de Boiro, concentró en su casco histórico a autores como Paio Gómez Charino, Castelao o Rafael Dieste. También allí, en su casa familiar, falleció Manuel Antonio. En Ribadumia, al otro lado de las aguas de Arousa, firmaron destacados republicanos galleguistas como Otero Pedrayo y el mencionado Castelao un pacto a favor de la autonomía gallega. Nos encontramos ya en pleno Ulla y no podemos dejar de mencionar las Torres del Oeste, una fortificación a la vera de la cual habría nacido, según cuenta la tradición, el obispo Diego Xelmírez, que ordenó escribir la Historia Compostelana y cuyo mandato en la diócesis influiría decisivamente en los asuntos jacobeos. No podemos perder de vista que es por estos lares por los que se desarrollan las andanzas de los muy reales personajes de Fariña, el magnífico ensayo de Nacho Carretero sobre el narcotráfico en Galicia, y de su antecedente inmediato, el seminal Un lugar tranquilo, del periodista Benito Leiro.

"Sendas estatuas de Rosalía de Castro y Camilo José Cela recuerdan a dos de los más importantes hijos ilustres de estas tierras"

Una vez llegados a lo que una vez fue Iria Flavia y ahora recibe el nombre de Padrón, se hace inexcusable visitar la iglesia de Santiago, bajo cuyo altar mayor se exhibe la piedra a la que presuntamente anclaron los discípulos apostólicos la barca en la que viajaba el cuerpo de su mentor. Habrá que pasar antes por el pueblo de Pontecesures, cuna del periodista y escritor Raimundo García —más conocido por el seudónimo de Borobó—, y perder unos minutos por el paseo del Espolón, donde sendas estatuas de Rosalía de Castro y Camilo José Cela recuerdan a dos de los más importantes hijos ilustres de estas tierras. Hay que decir que el topónimo de Iria Flavia aún se conserva en una pequeña aldea colindante con el meollo central de Padrón, y que es allí donde se aviva el recuerdo de ambos autores. Rosalía había venido al mundo en Compostela, pero su infancia, su juventud y sus últimos años transcurrieron en estos parajes. En el Pazo da Hermida, en Dodro, vivió junto a Manuel Murguía, y fueron estas luces y estas conjunciones de hierba y agua las que alimentaron su inspiración en no pocos momentos de su ajetreada vida. Por eso, a poco que uno llegue con el oído afinado, creerá escuchar cómo resuenan sus versos entre la lluvia y la niebla. Quizás el lugar más indicado para observar el fenómeno sea la aldea de Bastavales, donde escuchó tañer las campanas a las que dedicó uno de sus poemas más conocidos. Hay una fundación que se ocupa de velar por su legado y su memoria y que está muy cerca de otra, de trayectoria bastante más controvertida, que hace lo propio con el recuerdo de Camilo José Cela, cuyos restos descansan en el cementerio de esta localidad.

"Lo que en ningún modo se debe dejar de hacer es penetrar en el Panteón de Gallegos Ilustres, que ocupa una capilla lateral del antiguo convento de Santo Domingo de Bonaval"

La muerte, última estación del viaje de la vida, es también el último puerto al que nos conduce esta pequeña odisea marítima. No es cosa de hablar a estas alturas y en este lugar del cuerpo que reposa en la cripta de la catedral de Santiago de Compostela, pero conviene advertir de que los camposantos de la ciudad acogen otros enterramientos que merecen alguna que otra visita de respeto. Quizá convenga, antes de llegar al Obradoiro, hacer una pequeña parada en Teo para detenerse ante el monolito que recuerda el asesinato de Ánxel Casal, que fue alcalde republicano de la capital apostólica. Luego, una vez presentada la admiración debida a la hermosa plaza del Obradoiro, no está de más desplazarse hasta las afueras para entrar en el cementerio de Boisaca y pasear entre las sepulturas de Valle-Inclán, Isaac Díaz Pardo y Antón Fraguas. Lo que en ningún modo se debe dejar de hacer es penetrar en el Panteón de Gallegos Ilustres, que ocupa una capilla lateral del antiguo convento de Santo Domingo de Bonaval, junto al que pasan los peregrinos ávidos de cumplimentar los últimos metros de su andadura. En este rincón transcurre la eternidad de Castelao, Cabanillas, Brañas y la propia Rosalía, cuyo túmulo presume de la monumentalidad que merece la obra firmada por su inquilina. Podría pensarse, a tenor de lo visto hasta ahora, que tantas y tan buenas cosas han escrito sobre estos parajes quienes nacieron o moraron por sus latitudes que quizá no se pueda decir más al respecto. Es una conclusión falsa, porque cada cual deposita una mirada única sobre el mundo. Y además, aún está por escribir el diario de viaje de Teodoro y Atanasio.

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