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Crónicas de Danvers (I): La sala de espera

Crónicas de Danvers (I): La sala de espera

—CG4590, PASE A SALA 1.

Todos levantamos la cabeza y miramos la pantalla, una señora se levanta y entra en la sala 1. Paseo la mirada por mis compañeros de la sala de espera, abarrotada, y me detengo en una pareja que me llama la atención. El más mayor lleva una americana de raya diplomática blanca con fondo oscuro sobre una camisa de seda morada, con el cuello muy largo, setentero, sin corbata. Bajo el pantalón negro, asoman los botines tejanos también negros, relucientes. Gafas oscuras con montura dorada, pelo rizado, muy moreno, peinado hacia atrás con bien de gomina, alguna cana en la sien y en las patillas, muy marcadas. Del bolsillo escapa un llavero de Mercedes con la clásica mira, y cuando se agacha a recogerlo veo que en las manos luce indiscriminadamente muchos anillos de oro. El del anular de la mano izquierda es una herradura de brillantes, muy grande, que besa en plan juramento cuando habla con el que creo que es su hijo, porque se parecen. El adolescente va en chándal. Pantalón gris muy caído, costroso, y sudadera con capucha de La Sorbonne. Zapatillas imposibles. Va remangado y también le brilla el oro en las muñecas. Se balancea en el asiento, impaciente e irritado, y se rasca los brazos compulsivamente, dejándome ver más oro y una urticaria galopante.

—RT3829, PASE A SALA 4.

El chaval se levanta y el padre le sujeta del brazo: —Siéntate que eso no somo nohotro.

"La tensión en la sala de espera crece. A mi vecina de la silla de la derecha le suena el móvil, estridente en medio del silencio"

Y el niño, enfermo de juventud y chulería, le mira desde arriba: —Viejo estoy hahta lo huevo de ehperar en ehta mierda de sitio, que huele a mierda y e una mierda. Me piro—. Hace ademán de marcharse, y todos los demás nos miramos entre nosotros y luego miramos al suelo. Nadie quiere hacer contacto visual con el niño, por si nos cae algo, que tiene toda la pinta. El padre, en voz baja y con tristeza, le dice: —Ángel, siéntate por favor—. Y Ángel se queda de pie, mirándole, desafiante. La tensión en la sala de espera crece. A mi vecina de la silla de la derecha le suena el móvil, estridente en medio del silencio, y lo manosea nerviosa para callarlo enseguida. Ángel la mira y yo me preparo para levantarme, por si se acerca a nosotros. El padre repite, elevando el tono una octava: —Niño, siéntate y deja de moletar a ehta gente. El hijo le reta: —Y si no quiero, ¿qué? ¿Qué vah a hacer, Viejo? Porque me puto pica tó la piel y aquí no hacen nada, puto mariconeh.

El padre mira al frente, y en el mismo tono controlado, y contesta: —No hable mal, que le está faltando al respeto a toah ehtas persona, Ángel, y siéntate.

—PS6575, PASE A SALA 2.

La llamada no corta la tensión, la hace más fuerte, si cabe. Nadie se mueve.

—PS6575, PASE A SALA 2.

"El niño da un tirón para soltarse de la garra del padre. Todos miramos al padre"

El niño da un tirón para soltarse de la garra del padre. Todos miramos al padre. Y éste, por fin, se levanta, despacio. Le saca una cabeza al hijo, es un hombre enorme. No parecía tan grande en la silla. Desde su altura le mira, le vuelve a sujetar el brazo. Brilla el oro. Le mira a los ojos, respira profundo, y el niño se tranquiliza. Y entonces, el padre le dice, con la misma voz serena: —Ángel Santos Heredia, deja de hacer el gilipolla y siéntate AHORA MIHMO—. Y el niño vuelve a ser un niño pequeño y se sienta. El padre mira a la sala, hace un gesto de disculpa general con la cabeza y se sienta al lado de su hijo, que se está haciendo heridas en los brazos de tanto rascarse.

La sala entera respira aliviada y yo miro al padre con franca admiración. Me descubro ante él, mentalmente. Un señor.

—PS6575, PASE A SALA 2.

Ay, es mi número. Me levanto y me voy.

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