Viene a verme la serpiente de la transformación con el cuerpo húmedo, bífida, paralizada ante mi paso, pegada al muro, en los escalones de piedra que suben a la torre, una serpiente de escalera en la escalera. Viene a recordarme mi promesa.
La primera vez no fue aquí, sino entre los olivos. Como ayer, estuve a punto de pisarla, pues se había inmovilizado hasta el absoluto entre unas raíces viejas, y solo alcancé a descubrirla por el brillo negro de sus ojos. Uno no ha sido bautizado por el misterio hasta que ha sido mirado por el ojo de una serpiente.
Eran los días en que estaba construyendo esta casa. Y una vez terminada, la serpiente volvió a aparecer. Se deslizó hacia el interior por la puerta que me había dejado abierta y solo accedió a marcharse cuando se enrolló en el bastón que tallé para andar con mi propia autoridad.
He dicho que es una serpiente de escalera, con las dos líneas paralelas perfectamente marcadas en el lomo y una suerte de peldaños sutiles que ascienden desde la cola hasta la cabeza. Así yo debía de ascender hacia mí mismo.
Otra vez la encontré en el círculo de piedra. Era la serpiente de escalera mayor que nunca había visto, quizá de unos dos metros: entraba hacia la roca donde yo estaba sentado y meditando.
Nos miramos fijamente a pocos pasos de distancia mientras el sol se movía en el cielo. Esa era la sensación. Movimiento de la luz y de las nubes, mientras la serpiente y yo permanecíamos en absoluta quietud, solo interrumpida por el movimiento de su lengua que se extendía rítmicamente hacia mí. De esta manera, ella me estaba reconociendo. Una serpiente que mira un hombre que mira una serpiente. Éramos un círculo antagónico que conectaba en la determinación de concebirnos afines.
Acaso ya había cazado un ratón, un gazapo o una lagartija. Acaso había dejado de buscarlos. Solo nos interesaba la presencia.
Y la presencia era una pregunta. El mismo cuerpo, al deslizarse un metro más sobre la tierra, formaba un signo de interrogación. Si ya había puesto el primer pie en el peldaño. Si estaba dispuesto a subir a quien yo era desde el principio de los tiempos. Como ella misma había sido siempre. Dejando atrás la vieja piel del ser. La que no sabe. La ciega de sí misma. La incomunicada. La que no es capaz de mirar los ojos de la serpiente.
Solo cuando le hice mi promesa, se marchó. Y su cuerpo brillaba al sol como si todo el mar se hubiese concentrado en una sola línea entre los olivos.


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