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La tarde de mi llegada a Kioto, de Natsume Sōseki

La tarde de mi llegada a Kioto, de Natsume Sōseki

El gorrión de Java (editorial Satori) rescata para el lector en español algunos de los cuentos que Sōseki escribió entre 1908 y 1912, en la cumbre de su popularidad y su talento. A medio camino entre la ironía y la ligereza de sus primeras novelas, como Soy un gato, y el desgarro de sus obras posteriores, como El caminante, en El gorrión de Java Sōseki parece tomarse un descanso y mirar lo más próximo y cotidiano. Una colección de relatos donde encontrar la faceta más reposada e íntima del escritor japonés.

Sōseki nació en 1867 en Shinjuku, Tokio. Sus padres eran descendientes de samuráis venidos a menos y su madre, avergonzada por ser demasiado mayor para tener un hijo, quiso darlo en adopción. Lo acogió una familia de comerciantes, pero a los cuatro años fue adoptado por unos adinerados granjeros; poco antes de que cumpliera los diez años se divorciaron y Sōseki volvió con su familia real.

Zenda publica uno de estos cuentos: “La tarde de mi llegada a Kioto”.

La tarde de mi llegada a Kioto

Después de recorrer cientos de kilómetros con la velocidad de una estrella fugaz, entre campos y más campos primaverales, el tren me dejó en el andén de la estación de Shichijo, en Kioto. Cuando mis talones golpearon con un eco helado el duro cemento del suelo, la locomotora escupió humo negro por la chimenea y se desvaneció en la noche con gran estruendo.

Kioto es una ciudad triste. En la planicie de Makuzu, el río Kamo y las montañas Hi, Atago y Kurawa apenas han cambiado desde tiempos remotos. Entre llanuras, ríos y colinas inmutables, en los barrios de Ichijo, Nijo y Sanjo, y podría seguir así hasta cien, Kioto es y será siempre un lugar triste. Abandonado en mitad del andén en un frío atardecer de primavera, me vi en la obligación de atravesar sus calles, a pesar del frío y la soledad. De sur a norte… Debía llegar al extremo norte de la ciudad, a pesar de que las casas parecieran extenderse sin fin y empezase a caer la noche.

«Ya le prevengo que está lejos», me advierte mi anfitrión.

«Está realmente lejos», dice el que va delante. Me acurruco en el rikisha sin dejar de tiritar de frío. Cuando salí de Tokio nunca hubiera imaginado que pudiera existir un lugar tan frío en todo Japón. Hasta el día antes, las chispas parecían saltar solo con el roce de los cuerpos, la sangre henchía las venas y el sudor perlaba la totalidad de mi cuerpo. Tokio es un lugar tan intenso como terrible. Dejar atrás los estímulos de la capital y aparecer de pronto en una ciudad tan antigua, me hizo sentir como si estuviera en el fondo de un estanque de aguas verdosas, tan turbio que ni siquiera la luz del sol era capaz de atravesarlas. Me preocupaba que ni siquiera el calor de mi cuerpo lograse provocar una mínima vibración capaz de agitar el aire tranquilo de la noche de la vieja ciudad.

Los tres rikishas avanzaban a buen ritmo por las calles largas y estrechas, siempre en dirección norte. Yo no dejaba de tiritar. Me pareció oír el tintineo de una campanilla en la noche serena. Bloqueado a izquierda y derecha por la calle angosta, al sonido de los rikishas no le quedaba más remedio que escapar hacia lo alto: clinclinclinclinclinclin. Chocaba contra las paredes y se oía el clinclin. No era un sonido sombrío, pero tenía una resonancia fría. El viento soplaba del norte.

Las casas encajonadas a ambos lados de la calle se veían todas negras, sus puertas cerradas sin excepción. De los aleros de algunos tejados colgaban grandes lámparas de Odawara. Escrito en caracteres rojos podía leerse: zenzai, sopa dulce de judías rojas con pasta de arroz. La calle estaba desierta. ¿La atención de quién pretendían llamar esos anuncios en un lugar tan solitario? El tiempo pasaba en esa fría tarde de primavera e incluso las aguas del río Kamo, que predijeron la muerte del emperador Kammu, parecían listas para devorar su espectro.

Es un misterio, aún sin resolver, si bajo el alero de la estancia del emperador Kammu había también una lámpara con una frase parecida igualmente escrita en caracteres rojos. Es una pregunta que la historia no ha sido capaz de responder, pero que sigue indisolublemente unida a esos caracteres rojos que aún anuncian los zenzai de Kioto. Kioto, con su historia milenaria, esconde en sus zenzai esa misma historia milenaria. No sabemos si al emperador le gustaban, pero Kioto, la sopa y yo mismo sí estamos unidos desde hace tiempo por un destino común.

Vine a Kioto por primera vez hace quince o dieciséis años acompañado por Masaoka Shiki. Nos alojamos en el alberge Hiiragi, en la calle Fuyacho, y cuando, por la noche, salimos a descubrir la ciudad, lo primero con lo que nos topamos fue con aquella gran lámpara con sus caracteres escritos en rojo. Nada más verlo, sentí que realmente estaba en Kioto y, aún hoy, en el año cuarenta de la Era Meiji, me sigue produciendo esa misma sensación. Me atrevo a decir que, para mí, el zenzai es Kioto y al revés también. Fue mi primera y última impresión. Shiki murió, y yo, a día de hoy, aún no he probado la famosa sopa de color rojo. En realidad, ni siquiera sé bien qué es. Dado que no dispongo de los elementos de juicio necesarios para establecer la diferencia entre shiruko y la sopa de judías rojas, dado que a simple vista se parecen mucho, me bastan esos caracteres rojos de dudoso gusto para que me vuelva a la memoria, como un relámpago, mi primer recuerdo de Kioto y, al mismo tiempo, me diga a mí mismo: «¡Ay, Shiki está muerto!». Se murió secándose poco a poco como un calabacín. Mientras tanto, las lámparas siguen colgadas de aleros oscuros y yo atravieso la ciudad de sur a norte encogido de frío.

El rikisha continúa su carrera sin dejar de alterar el descanso del espíritu del emperador Kammu. Clinclinclin… El pasajero del coche de delante se deja llevar en completo silencio. El de detrás tampoco parece dispuesto a hablar. Los conductores se limitan a correr por las calles en dirección norte. Está lejos, es cierto. Cuando más nos alejamos, más viento hace. Cuanto más se apresuran, más me golpea el frío. Al bajar del tren, mi amigo se ha llevado mi manta y mi paraguas. El paraguas no tiene importancia, pero agradecería tener la manta en este momento. ¿De qué me ha servido pagar por ella los veintidós yenes y cincuenta céntimos que me costó en Tokio?

Cuando vine con Shiki, no hacía tanto frío. Recuerdo que caminábamos entre el gentío con aire orgulloso, Shiki ataviado con su uniforme de sarga y yo con el mío de franela. Shiki compró unas mandarinas de verano y me ofreció una. Caminaba sin rumbo fijo mientras la pelaba y quitaba el pellejo de los gajos uno a uno. Salimos a una calle pequeña cuyas casas no tendrían más de dos metros de altura. Las puertas eran apenas agujeros de poco más de medio metro de alto. Escuché que alguien me llamaba desde uno de aquellos agujeros. Al principio, pensé que eran imaginaciones mías, pero más adelante, volví a escuchar la llamada. Como no hacíamos caso, las llamadas se hacían más apremiantes y parecía que fuera a salir una mano de un agujero para atraparnos.

Le pregunté a Shiki qué ocurría y me explicó que eran prostitutas. Avancé por el centro de la calle con mi mandarina como si caminase sobre una línea imaginaria, sobre una cuerda que la dividiese en dos mitades exactamente iguales. Trataba de evitar a toda costa que una de esas manos terminase por arrastrarme. No quería que mancillasen mi buen nombre, el prestigio que representaba mi uniforme. Shiki se rio de mí. Si pudiera verme ahora, temblando de frío por no haber tenido la precaución de llevar la manta, se reiría aún más fuerte. Pero un muerto no se ríe. Es imposible. Me gustaría que me viera temblar, que se riera de mí, aunque tal cosa es imposible.

El rikisha dobló a la izquierda nada más atravesar un largo puente, dejó atrás el lecho blanco del río apenas visible, cruzó entre casas vacías con techo de paja y, cuando ya creía que el rikisha iba a girar de nuevo, de repente, se paró frente a una lámpara que se balanceaba delante de mí colgada de un gigantesco árbol con cuatro o cinco ramas enormes como brazos. Habíamos atravesado toda la ciudad bajo el frío para llegar a un lugar aún más frío. El cielo sobre mi cabeza se oscurecía tras las ramas y, cuando una estrella brilló al otro lado con un destello diminuto como la palma de una mano, me bajé y pregunté dónde iba a dormir.

«Estamos en el bosque del santuario de Kamo», anunció mi anfitrión. «Es como si fuera nuestro jardín particular», añadió mi amigo. Cuando el gran árbol quedó atrás, vi una luz y comprendí que, al fin, habíamos llegado a una casa.

Noaki nos esperaba junto a la entrada. Se había cortado el pelo al cero. El abuelo asomó la cabeza por la puerta de la cocina. También él tenía el pelo rapado. Nuestro anfitrión era filósofo. Mi amigo, discípulo del maestro Kosen. La casa estaba en mitad del bosque. Detrás, había una espesura de bambú. El invitado friolero que yo era entró en la casa sin dejar de tiritar.

Quince años atrás, cuando aún no conocía la sopa dulce de judías rojas de Kioto y vine aquí acompañado de Shiki, aprovechamos que era una noche de luna llena para pasear por el tiempo de Kiyomizu. Seducidos por la atmósfera de la noche, después de recorrer el lugar llenos de admiración, descubrimos una hilera casi infinita de linternas rojas. Y nuestra imaginación, dulce como un sueño, nos ofreció la ilusión de que los botones de nuestros uniformes se transmutaban en botones de oro. Cuando finalmente comprendimos que seguían siendo de latón, nos desprendimos de los uniformes y nos lanzamos desnudos al mundo. Shiki se convirtió en periodista, a lo cual dedicó todas sus energías hasta terminar por escupir sangre, mientras que a mí me enviaron a Occidente. Cada uno a nuestra manera, vivimos en un mundo agitado, y en el punto álgido de la tormenta, Shiki murió. A día de hoy, sus restos estarán a punto de desaparecer del todo, pero ni siquiera antes de morir, dudó de que Soseki terminaría por dejar la enseñanza para trabajar en un periódico. Si supiera que su amigo ha regresado a Kioto, a pesar del frío, sin duda se preguntaría si no habré olvidado aquel día en que subimos juntos al templo de Maruyama. Cuál no sería su sorpresa si supiera que el periodista en el que me he convertido, ahora, se retira a lo más profundo del bosque de Tadasu en compañía de un filósofo, de un monje zen, de un joven con la cabeza rapada y de un viejo también con la cabeza afeitada. Con una sonrisa irónica en la cara, me habría acusado de presuntuoso. Shiki amaba la ironía.

El joven monje me invitó a tomar un baño de agua caliente. Mis anfitriones ya no soportaban verme tiritar de frío por más tiempo. «Báñate tú primero», me dijeron. Sumergí mi cuerpo en el agua transparente y, aún así, me castañeteaban los dientes. No creo que haya mucha gente que tirite incluso dentro de una bañera caliente, ni en tiempos remotos ni tampoco en tiempos presentes. Nada más salir del baño, me animaron a acostarme cuanto antes. El monje llevó un grueso futón a una habitación de doce tatamis. Le pregunté si era de Yamanashi, a lo que él respondió que lo habían preparado especialmente para mí (hecho a base de seda gruesa). Sus explicaciones me convencieron de que era mío y podía estar tranquilo, de manera que me disculpé y me acosté.

Estaba muy cómodo, pero ni los edredones ni el futón evitaban que sintiera el frío glacial de Tadasu rozándome el hombro. Jamás había sentido un frío así, ni en un rikisha, ni en una bañera, ni tampoco acostado en la cama. Cuando mi anfitrión me explicó que en Kioto no se usaba ropa de noche con mangas, pensé que se trataba de una ciudad en la que la gente disfrutaba pasando frío.

Alrededor de la medianoche, escuché el sonido del péndulo de un reloj del siglo XVIII metido en su caja de madera de sándalo rojo, que había sobre una estantería, justo encima de mi cabeza. Era un ruido parecido al golpeteo de unos palillos de marfil contra un cuenco de plata. Lo oía entre sueños y terminé por despertarme cuando dejó de sonar, pero seguí oyéndolo dentro de mi cabeza. El sonido se debilitaba cada vez más y, al mismo tiempo, se hacía más profundo. Pasaba del oído externo al interno, de allí, al cerebro, a las profundidades del corazón, y, de allí, a algún lugar conectado con él. Incluso tuve la impresión de que terminaría por escapar a un país lejano donde mi propio corazón ya no podría seguirlo. Era un sonido lleno de frescor que terminó por atravesar mi cuerpo entero para llegar finalmente a un lugar invisible e ilimitado fuera del mundo. Dejó mi cuerpo y mi alma purificados como el hielo, fríos como un cántaro donde se guarda la nieve. Bajo los edredones de seda, sentí un frío como nunca antes en toda mi vida había sentido.

El alba interrumpió mi sueño una vez más. Oí el graznido de un cuervo en lo alto de la rama de un olmo. No se limitaba a graznar. Emitía extraños sonidos, como si modulase la voz. No se trataba de un simple cuervo, era todo un excéntrico. Puede que el dios de aquel lugar le hubiera encomendado cantar para que la voluntad divina congelase mi ser ligero…

Hice acopio de coraje y salí de debajo de los edredones, muerto de frío abrí la ventana y vi cómo una lluvia fina empapaba el bosque de Tadasu, los árboles que rodeaban la habitación. Todo parecía envolverme. Fue así como me atrapó un frío que parecía habitar en todas las cosas.

Mi capa helada
Aparece una grulla
La primavera

Año 40 de Meiji, entre el 9 y el 11 de abril

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Autor: Natsume Sōseki. Traductores: Yoko Ogihara y Fernando Cordobés. Título: El gorrión de Java. Editorial: Satori. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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