Es el bosque un territorio donde nada vive aislado, aunque nos lo parezca. Bajo la superficie, cohabita un ecosistema interconectado por medio de raíces que se comunican entre sí, así también el micelio, una estructura vegetativa formada por una masa de hifas filamentosas, que establecen una compleja urdimbre, al tiempo que sostienen desde las sombras y el silencio la vida en la tierra. De la misma manera que el micelio, los versos de Laura Giordani dan forma a lo intuido conectando subterráneamente los cuerpos, los vínculos y la memoria para traspasar la apariencia del lenguaje en Micelio (Ril, 2025).
“Sólo veneramos lo que podemos ver
sordos a la plegaria del micelio
pronunciada en voz bajísima
por las sacerdotisas de la tierra.”
Una idea constante es la reflexión en torno al ruido, en tanto distracción vacía, y su exceso que nos aturden, nos incapacitan para ver lo cierto, la ternura y la bondad escondidas:
“Canción del micelio:
melodía no audible
para quienes todavía se aturden
sobre la superficie.”
Sólo así, internándonos, hilvanando las raíces distantes que germinan desde el desecho bajo nuestros pies, podremos conocer(nos). Se revela, entonces, la escritura como un medio de autoexploración y autoconocimiento:
“Dejo que lo que escribo
me dé alguna pista.
Brindo mi mano
a los que ya no pueden hablar.
Decir eso que reverbera aún
en nuestros ojos
y asoma en las fotos familiares.”
Un cielo crece hacia dentro en “Micelio madre”. Lo subterráneo y lo invisible fecundan en la penumbra un cosmos y en ese abrazo se sustenta la verdad para quienes estén dispuestos a encontrarla:
“Para ver las estrellas sepultadas
habrá que hundirse sin reservas
como un muerto abriendo sus ojos
por primera vez bajo tierra.”
El micelio es el génesis de un soplo de aire que restituye la materia y la vida, donde el poema se entrega como plegaria de lo no dicho, lo olvidado. No obstante, no hay olvido. “Los ojos bien abiertos / ante el bosque” nos pide en la segunda parte, “Familia”. Se brota a la superficie enfrentando lo que emerge putrefacto y ocultado, porque duele y se ha silenciado:
“Queda ahora desanudar
la savia estrangulada,
retirar esos huesos
amados que fuimos apilando:
improvisado dique
para atenuar la furia
de lo que necesitaba
ser expiado
pero nuestros labios
acordaron no pronunciar.
Para poder sanar.”
De ese micelio subterráneo aflora un árbol (genealógico): los abuelos, el padre, el hermano, la madre, el linaje, la infancia se despliegan en sangre, fotos, recuerdos, voces… el éxodo… Todo ello recorre una cartografía personal y honda que ha urdido quien es ahora la poeta, pues “se lava el corazón en su propia sangre recobrada”. La huella de la emigración desde Argentina, el desplazamiento y el cruce, es una cicatriz aún impresa en el pliegue del lenguaje. También éste trenza redes transparentes que definen espacios y cuentan historias: en la palabra poética se revela lo invisible. “Anomalías” da cuenta de la fe en la poética para decir el dolor del mundo: “La tierra que pisamos fecunda con la suma de los duelos: un jazmín diminuto -consuelo a destiempo- asoma en el cráneo”. La poesía, hija ilegítima del lenguaje, es una anomalía en este derrumbe, en este daño, cuya existencia repara los vínculos y la luz:
“Bienaventurada la que revela la belleza de la herida:
restaurada —no con otro— sino con la propia saliva.
La que puede caminar descalza sin sangrar, su pura
indefensión.”
La consistencia de los lazos afectivos subvierte las dinámicas individualistas, liberando la terneza de la impostura. El lenguaje botánico y familiar es desplazado en “Ternura en doce anomalías” por el lenguaje e imaginario de la liturgia católica. La espiritualidad y el diálogo se erigen en constructores de un “nosotros” frente a la violencia del mundo y las atrocidades que asolan la actualidad:
“Hemos precintado los oídos para apuntalar esta fétida
elocuencia que vive del desguace de su infancia.
(…)
Nuestra última resistencia:
no dejar de escuchar su llanto.”
La pureza de la infancia, la vulnerabilidad de la vida, la conciencia de la sinrazón del destino de la brutalidad —ecos de Gaza resuenan— restituyen la necesidad de una poética que no complazca, aunque lo haga desde la honestidad y delicadeza de la voz de Laura Giordani:
“La ciudad reanuda su latido con la sangre de los niños confinados en los sótanos.
[ despertar de este mal sueño de vientres y fosas.
Ella escribe con tiza rosada en las celdas del corazón,
caligrafía ajena a la diaria matanza de estrellas.”
La contención del dolor consagra el poema a su virtud invisible: tocar el corazón de la herida con una caricia. La grieta abierta es “Por dónde los huéspedes invisibles entran y salen”. Esta última parte tiene un tono aforístico para convocar a la propia poesía en esta comunión de palabra y vínculos: “Porque el alimento del expatriado es un pan ázimo y el idioma que le obligan a hablar llega como esparto a su boca”. La textura de la lengua nos anuda a la matria, en tanto signo identificativo: “Se disuelven esas fronteras invisibles, cosidas a las bocas que llamamos lengua”. El lenguaje no es un mero instrumento, sino el principio intangible que preserva y enlaza como el micelio:
“Hay una especie de vida secreta en el lenguaje, tiene que
ver con eso que calla en cada palabra.
El poema, entonces, depositario de ese secreto que las
palabras deben transmitir sin conocer, como una carta
sellada”
Aunque “Lo que sostiene la respiración de un texto no es visible, se encuentra entre líneas, en fermentación silenciosa”, y esta respiración no es otra que la hospitalidad radical de los lazos afectivos que entreteje una red subterránea, esa misma que es el propio micelio. Por otro lado, Laura Giordani se revela crítica con el ensimismamiento en la propia escritura: “Encontrar esa palabra que refleja el mundo y no impone su rumor sobre él”. Concluye Micelio con un epílogo personal, “La fecundidad de la penumbra: Sostenidos por lo que no vemos”, donde nos entrega algunas reflexiones sobre la obra e “Hilaturas”, agradecimientos a esos vínculos y afectos.
La escritura de Laura Giordani exhuma de la memoria el daño en que había quedado atrapada, revelando el lugar de la herida, grieta que repara, como en el kintsugi, con el oro de un verso pulido y sobrio, de cruda dulzura y simbolismo, en un ritmo acompasado a una respiración orgánica, casi vegetal. En su poesía habita la tenacidad de la ternura y lo delicado, también vulnerable, pero que, no obstante, teje una resistente e invisible red en los afectos y vínculos. De la ética del cuidado a la poética del cuidado. Hay un poso de esperanza en estos versos, en la gratitud y belleza con que la poeta mira y nos acoge en ese “nosotros”, porque el “yo” poético se posiciona en una actitud de humildad epistémica: no busca imponer sentido, sino recibirlo, intuirlo, permitir que el poema sea en un micelio de voces. Micelio es un asombro que reconfigura el orden del mundo.
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Autora: Laura Giordani. Título: Micelio. Editorial: RIL. Venta: Todos tus libros.


Bello y buen poemario. Buen compañero comentario. Te abrazo, Laura, en el micelio.