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La última muerte en Goodrow Hill, de Santiago Vera

La última muerte en Goodrow Hill, de Santiago Vera

La segunda novela de Santiago Vera, La última muerte en Goodrow Hill, consolida a este autor barcelonés como firme candidato a encabezar las listas de más vendidos del thriller nacional. En esta ocasión, nos traslada a un lugar, Goodrow Hill, donde, 25 atrás, un hombre murió, un niño fue secuestrado y un joven desapareció.

En Zenda adelantamos las primeras páginas de La última muerte en Goodrow Hill (Ediciones B).

***

PRÓLOGO

Verano de 1995

—¿Dónde está Steve Flannagan, Vance?

El jefe de la Policía de Goodrow Hill no estaba para cuentos. Hacía tiempo que la paciencia de Oliver Blunt se había agotado, y su cara era un poema lleno de miradas amargas y gestos sombríos y agrios. Estaba harto y fatigado, y habían pasado demasiadas cosas durante ese agobiante, largo y caluroso verano. Demasiadas. Y todavía no había terminado.

Vance Gallaway se encogió de hombros y miró hacia un lado. A través del estor de la ventana de aquel austero despacho podía ver las siluetas sombrías del resto de sus amigos, temerosos y cabizbajos. Habían pasado por el mismo trance que ahora padecía él, sentados en el mismo sillón en el que se encontraba, y sufrido las mismas preguntas incisivas que aquel hombre airado usaba para interrogarlo.

Pero a él lo había dejado para el final.

—Ni lo sé ni me importa —respondió.

—Déjate de juegos, Gallaway.

—¿Juegos? —Se volvió enfurecido y miró a los ojos del policía—. ¿Sabe quién se ha dejado de juegos, jefe? ¡Elliot Harrison! Él no va a jugar nunca más porque no hicisteis vuestro maldito trabajo. ¡Se lo dije! ¡Se lo dije y no quiso escucharme!

—Elliot Harrison no está muerto —aseguró el jefe Blunt conteniendo la indignación entre sus dientes.

—Eso es lo que queréis creer, pero sabéis de sobra que no es así.

—Lo que sabemos es que hay un niño secuestrado, un hombre muerto y que ninguno conocéis el paradero de Steve Flannagan. O eso decís. Pero estáis mintiendo. Tenéis algo que ver en todo esto. Así que, o me decís lo que ha pasado, o lo descubriré yo mismo. Será peor para todos vosotros si seguís callándoos. ¡Dejad de mentir, maldita sea! —Blunt golpeó fuertemente su escritorio con el puño. La placa dorada con su nombre cayó hacia delante con un ruido seco y metálico.

Como si el golpe hubiera activado un mecanismo automático, Vance se incorporó de súbito y apoyó las manos encima de la mesa. El sobre de madera vibró de nuevo. A través de su cabello rubio, la mirada llena de furia y aversión de Vance Gallaway se cruzó con los ojos grises e inquisitorios de Blunt. El chico habló con una rabia calmada y sombría que cortó el aire entre ambos.

—No le miento cuando le digo que me importa una mierda todo lo que tenga que ver con Steve Flannagan. No sé dónde está y, aunque lo supiera, no estoy dispuesto a mover un dedo para encontrar a ese cobarde.

El jefe Blunt escrutó impertérrito al joven que le desafiaba con descaro. Sus palabras eran sinceras, pero sabía que tras ellas había algo más. Algo que no solo él, sino el resto de los chavales —incluida su hija Helen— mantenían oculto.

—¿Quieres que le diga eso mismo a sus padres? —Al jefe no le tembló el pulso ni la voz cuando hizo la pregunta. No pretendía ablandar el corazón de Vance, sabía que aquello era una misión casi imposible, pero no por ello iba a dejar de decir lo que pensaba—. ¿Crees que les hará gracia escuchar eso? ¿Crees que a los tuyos les gustaría oír esas palabras de boca de alguien que se considera amigo de su hijo?

Vance le aguantó la mirada durante un par de segundos, pero no respondió. Si pensaba que mencionándole a sus padres iba a conseguir algo, estaba muy equivocado. Blunt no tenía ni la más remota idea de lo que pasaba en su casa.

Ante el silencio de Vance, el policía volvió a sentarse y se frotó la cara, hastiado. El chico se estaba enrocando. Pero Blunt no tenía intención de rendirse. Sabía que todo estaba relacionado: el secuestro del pequeño Elliot, la muerte de John Mercer y la desaparición de Steve Flannagan. Y también que la conexión se hallaba en aquellos chicos que mantenían sus labios sellados. Pese a todo, jamás había tirado la toalla, y no estaba dispuesto a hacerlo ahora.

—Por última vez, Gallaway: ¿tuvisteis algo que ver con lo que le pasó a John Mercer? —Vance suspiró con las manos en la frente mientras negaba con la cabeza. Blunt no tenía intención de darse por vencido. Reiteró con insistencia—: Lo matasteis, ¿no es así? Fuisteis vosotros. ¡Dime la verdad, Vance!

—¡Dios! ¡¿Otra vez con eso?! —se quejó con amargura. Después, señaló hacia la ventana que daba a la calle—. ¿Sabe qué, jefe? Ese viejo mentiroso se merecía lo que le ha pasado. Usted no me creyó cuando estuvimos en su casa, así que me alegro de que alguien se diera cuenta de quién era en realidad ese cabrón y haya impartido algo de justicia en este puto pueblo de mierda. —Vance enfatizó esas cuatro últimas palabras sin apartar la vista de Blunt—. Y ahora, ¿puedo irme ya?

El jefe de policía sabía que no podía retenerlo allí mucho más tiempo. No tenía nada de qué acusar a aquellos chicos, y por mucho que su instinto lo alertara de que no decían la verdad, las corazonadas todavía no eran suficientes para formalizar acusaciones.

Justo cuando estaba a punto de decirle que podía marcharse, se fijó en las manos de Vance. Tenía los nudillos rojos, pelados y magullados, como si hubiera golpeado una pared… o los hubiera descargado sobre alguien.

Hizo un gesto con la barbilla señalándolos.

—¿Qué te ha pasado en las manos?

De forma instintiva, Vance se cubrió una mano con la otra, pero al darse cuenta de que el ademán podía parecer en cierto grado sospechoso, se tocó las heridas como si siempre hubieran estado allí.

—Entreno con el saco —dijo encogiéndose de hombros.

—Debe ser un saco lleno de piedras —repuso Blunt—. ¿También devuelve los golpes? Porque ese moratón no lo tenías antes.

Esta vez apuntó hacia la mejilla izquierda del chico. Blunt estaba en lo cierto; tenía una magulladura amoratada, como si hubiera recibido un impacto.

—Supongo que sabe que el boxeo consiste en enfrentarse a otros en combate —respondió Vance con ironía—. Y esto —se tocó justo encima del ojo— fue un golpe de suerte, nunca mejor dicho. Si quiere, le invito a verme boxear. Es más, puede subir al ring si le apetece un mano a mano. Pero le aviso que peleo con los puños descubiertos; aunque claro, si me lo pide puedo ponerme guantes. Normalmente no soy el que más recibe, así que usted decide.

Aquella respuesta desdeñosa no le sentó bien al policía, pero no permitió que su rostro lo reflejara. Tomó nota mental de aquel par de detalles y dejó que Vance abandonara su despacho, no sin antes advertirle que fuera con ojo: aquella conversación no sería la última, le aseguró; el asalto no había terminado. El chico ni siquiera se volvió mientras el jefe hablaba. Salió de allí y desapareció tras una esquina. Los demás, que continuaban allí fuera, lo siguieron como un rebaño a su pastor.

Blunt apretó los labios y se mesó el cabello, que ya peinaba más que algunas pocas canas desde que el pequeño Elliot había sido secuestrado. Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos pellizcándose el puente de la nariz.

Apenas un segundo después, unos golpecitos suaves hicieron que los abriera de nuevo. A través de los fosfenos atisbó una silueta femenina al lado de la puerta. Cuando la visión se le aclaró por completo vio a Helen. Estaba pálida y parecía a punto de romper a llorar… o vomitar.

—¿Papá?

—¿Qué quieres, Helen? —El sonido de su voz era frío, carente de sentimientos. Que los chicos del pueblo le mintieran era una cosa, pero que su hija también lo hiciera le apenaba el corazón; era como si lo atenazaran con un nudo hecho de esparto y tiraran de cada extremo hasta aplastarlo.

Helen sabía que su padre desconfiaba de ella, al igual que de todos sus amigos, aunque ahora mismo no podía hacer nada por remediarlo.

—¿Te espero o voy a casa andando? —preguntó Helen con timidez.

Su padre suspiró sin dejar de mirarla. ¿Por qué le mentía? ¿Tan mal había criado a su hija? ¿O realmente no tenía nada que ver con todo aquello? Tal vez estaba juzgándola mal, a ella y a sus amigos, y la culpa era de toda la tensión acumulada durante aquellas últimas semanas. No podía negar que habían sido duras. Y aunque se sentía pesado y exhausto, y hubiera querido olvidarse del asunto de una vez por todas, no podía dejar de darle vueltas.

—¿Dónde está Steve Flannagan, Helen?

—¡Ya te lo he dicho, papá! ¡Todos te lo hemos dicho!

—Me da igual lo que todos hayan dicho, cariño —respondió cansado. No tenía fuerzas ni para alzar la voz—. Solo quiero que me lo digas tú. Dime la verdad, por favor. Dime si sabes dónde está ese chico y si tiene algo que ver con lo que le ha pasado a John Mercer.

Helen temblaba mientras las lágrimas comenzaban a salir a borbotones de sus ojos. Su cara era una mueca de tristeza y desesperación.

—¡No lo sé, papá! ¡No sé si tiene algo que ver! ¡Y no sé dónde está Steve! ¡Ninguno lo sabemos! ¡Es la verdad! Es la verdad…

Helen agachó la cabeza y lloró desconsolada. Su padre, roto por verla de aquella manera, rodeó su escritorio y se acercó a ella para abrazarla. Helen siguió llorando durante varios minutos entre los brazos de su padre, la cabeza apoyada en su pecho, mientras él la aferraba con ternura acariciándole el pelo.

—Está bien, cariño, está bien… Te creo.

Pero no lo hacía.

*

Veinticinco años después

Oliver Blunt recibió el aviso poco antes del amanecer, justo cuando creía haber logrado vencer el insomnio. Llevaba veinticinco años padeciéndolo.

Esa noche, como tantas otras, por fin había logrado conciliar el sueño tras pasarse horas dando vueltas en la cama. Últimamente le costaba más si cabe pegar ojo, y las pastillas que le había recetado el doctor Carlile apenas parecían ya hacerle efecto. Estaba seguro de que, o bien habían perdido sus propiedades, o su sistema nervioso debía tener algún mecanismo de defensa que anulaba la composición de los sedantes. Pero no, la medicación era correcta, y su sistema nervioso no tenía nada de especial.

Sin embargo, sí llevaba días inquieto. Era como si su subconsciente le estuviera alertando de que algo malo estaba a punto de pasar, lo que le provocaba una extraña desazón en la boca del estómago que le incomodaba. Por eso, cuando sonó su móvil, supo con toda seguridad que algo malo había ocurrido.

Se incorporó y buscó a tientas el interruptor de la lámpara de su mesita de noche. La luz iluminó su habitación con la lastimosa intensidad de una vela. Miró la hora en el despertador antes de atender la llamada: las siete menos diez.

—Blunt —respondió.

—Jefe, soy Charlie. P-p-perdone que le m-moleste tan temprano.

A Charlie le tocó estar de guardia aquella noche, que había transcurrido tranquila y sin sobresaltos como casi todas las anteriores. Goodrow Hill tuvo una época oscura, es cierto, pero aquellos días malos pasaron ya, y desde que recuperó la normalidad, la ausencia de delitos era algo que la caracterizaba. De vez en cuando se encontraban con alguna trifulca de fácil solución o un accidente de tráfico sin importancia, nada fuera de lo común. Goodrow había vuelto a ser aquella localidad pequeña y rodeada de montañas donde se disfrutaba de paz y tranquilidad.

Al menos hasta ese momento.

—¿Qué ocurre, Charlie?

—E-e-estoy en la ladera, en casa de T-Tom P-P-Parker —le informó a trompicones—. Su-su padre, Joseph, ha llamado a eemergencias.

—¿Joseph Parker? —se extrañó Blunt—. ¿Está bien? ¿Le ha pasado algo?

—Sí, él está relativamente b-b-bien. Es su hijo T-Tom el que n-no lo está. —Blunt notó que Charlie tartamudeaba mucho más que de costumbre. Y nunca le habría llamado si no hubiera ocurrido algo grave de verdad, así que se puso de inmediato en alerta. Charlie le soltó la noticia en frío y del tirón—: Está muerto, jefe.

Blunt saltó de la cama, exaltado.

—¡¿Muerto?! ¡Pero ¿qué ha pasado?!

El agente se tomó un momento para responder, pero prefirió no darle más detalles por teléfono.

—A-acaba de llegar la ambulancia, jefe. C-creo que será mejor que venga cuanto antes —insistió con vehemencia—. ¿Puede venir ya, por f-favor?

El acuciante ruego de Charlie fue suficiente para que Blunt se vistiera en dos minutos y saliera disparado hacia la casa de Tom Parker.

*

Blunt atravesó la niebla que bajaba de la ladera. La oscuridad de la noche dejaba paso a la claridad de un día que se resistía a nacer, como si no quisiera alumbrar lo que estaba por venir. Aparcó el coche patrulla al lado del Mercedes negro de Joseph Parker. Al salir, la humedad le caló los huesos. Faltaba relativamente poco para que el invierno hiciera acto de presencia, y se podía percibir con claridad en el ambiente.

Caminó por el césped endurecido en dirección a la ambulancia apostada a la entrada de la casa y el rocío cristalizado crujió bajo sus pies a cada paso. Las puertas traseras del vehículo estaban abiertas de par en par. Blunt vio a Joseph Parker atendido por Dodge y Lenno, los paramédicos que habían acudido al lugar. Lo habían abrigado con una manta. El hombre tenía la mirada perdida en un punto indefinido del suelo y luchaba por mantener los párpados abiertos. Dodge y Lenno miraron con gravedad al jefe de policía cuando se acercó a él y le puso una mano en el hombro.

—¿Cómo estás, Joseph? —quiso saber. Pero no hubo respuesta.

—Ha sufrido un shock —le informó Dodge intercediendo por él. Blunt escrutó el rostro del conductor de la ambulancia, que ladeó la cabeza con seriedad. El asunto pintaba mal—. Nos ha costado Dios y ayuda sacarlo de la casa, hemos tenido que administrale un calmante… Creo que sería mejor que le diera unos minutos, jefe.

Blunt asintió. Parecía que Joseph Parker estuviera en otro plano de la existencia, y conociéndolo como lo conocía, su estado no auguraba nada bueno.

Se volvió hacia la casa pero, antes de entrar, Charlie salió a recibirlo. Blunt se acercó a él y bajó la voz:

—¿Qué diablos ha pasado, Charlie? ¿Dónde está Tom Parker?

El agente se acomodó los pantalones agarrándose del cinturón y alzó las cejas mientras hacía una mueca para nada optimista. El bigote le bailó bajo la nariz. Así era Charlie: peculiar, expresivo, algo torpe y más entrañable de lo que imaginaba.

—D-d-dentro. P-pero n-no le va a g-gustar.

Al entrar, la penumbra los envolvió. Blunt todavía estaba acostumbrando la vista cuando un fuerte olor provocó que se tapase la nariz y la boca. El aire, viciado, apestaba a putrefacción y muerte. Avanzaron con cautela hasta encontrar su origen: el cuerpo inerte de Tom Parker. Tirado en el suelo, yacía bocarriba con la cabeza ladeada y los brazos abiertos.

Blunt dio un paso más para acercarse y observar detenidamente el cadáver, pero algo crujió de nuevo bajo sus pies. Esta vez, sin embargo, no era el frío rocío de la mañana. Más bien, era como si hubiera pisado un cristal. Charlie aclaró de lo que se trataba:

—El suelo está… está lleno de tr-trozos. Es p-porcelana, probablemente de un ja-jarrón… Debieron golpearle con él por la espalda, y se hizo a-a-añicos con el imp-p-pacto.

Blunt lanzó una mirada severa a Charlie por no haberle avisado antes y se aseguró de no pisar ningún pedazo más. Ante el cuerpo, se acuclilló para comprobar que en verdad se trataba de Tom Parker.

Cuando lo miró, no podía creer lo que veía.

—¡Por Dios…! ¿Qué le han hecho?

Aunque tenía la cara cubierta de sangre seca no había duda, era él. Blunt se llevó una mano a la frente con preocupación.

—Eso… eso mismo me he preguntado yo, jefe…

—¿Alguien ha tocado el cuerpo? —preguntó ahora el policía.

—Por lo que sé, solo… Joseph Parker. Dodge y Lenno han llegado poco d-d-después de que yo recibiera la a-alerta. Me han ayudado a sacar al señor P-P-Parker de aquí, pero no he querido d-dejarles entrar de nuevo hasta que usted no viera la e-escena.

Blunt asintió, satisfecho de que en eso Charlie hubiera actuado de forma correcta.

—Por el olor, diría que lleva días muerto —expuso Blunt hablando para sí mismo. Charlie estuvo de acuerdo, pero le extrañó que el jefe no dijera nada de su estado.

—¿Ha visto que le han…?

—Lo he visto, Charlie —lo interrumpió el policía incorporándose—. Lo he visto.

—¿Quiere que in-interrogue a los vecinos? Puede que alguno tenga i-i-información relevante…

Blunt puso mala cara. A Tom no le habían asesinado hacía minutos, ni horas, ni siquiera recientemente. Si nadie había alertado de actividad sospechosa en la zona, parecía improbable que pudieran encontrar algún testigo. De todos modos, tendrían que comprobarlo.

—Está bien, encárgate —le ordenó Blunt—. Y llama a los de la funeraria, Jerry tendrá que hacerle la autopsia. Necesitaremos un examen forense cuanto antes. Con suerte, quien sea que ha cometido esta atrocidad puede haber dejado huellas. También habrá que peinar la casa.

Charlie tomó nota y Blunt se dispuso a salir para hablar con Joseph Parker. Habían asesinado a su hijo, y tenía que hacerle unas preguntas. Pero antes de que diera un paso más, Charlie lo detuvo.

—¿Qué ocurre?

Charlie encendió su linterna y enfocó una de las paredes del comedor. Blunt dirigió la mirada al final del haz de luz y se quedó helado.

La sangre bañaba la pared, pero lo que lo impresionó fue lo que con ella habían escrito. Tragó saliva y preguntó, sin poder apartar la vista de aquel mensaje:

—¿Has llamado a Helen?

—Y-ya la he i-informado. Está de camino —confirmó Charlie—. Era a-amigo de su hija, ¿v-verdad?

Blunt dejó escapar el aire por la nariz pesadamente.

—Lo era.

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Autor: Santiago Vera. Título: La última muerte en Goodrow Hill. Editorial: Ediciones B. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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