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La vida en las paredes

Young Mother Sewing, de Mary Cassatt.

en esta novela las cosas serán tal y como tienen que ser,
y no tal y como son

La mano sobre la pared explicita el paso del tiempo. Todos los días pongo la mano en el mismo lugar, sobre la misma pared. Después de comer con papá y mamá, vuelvo a casa y toco la pared. Después de besar a mi novia por primera vez, eufórico, me lanzo sobre la pared y la aplasto con la palma de mi mano. Pienso, en mi agitación, que ese ritual no es más que un gesto que anticipa la pérdida: toco la pared para aliviar la pérdida futura. Toda mi vida: las alegrías juveniles, el despecho, el rencor, la ligereza del verano, el cariño floral de los abuelos; todo está a salvo en la misma pared.

Primera parte: Una casa en el corazón de Galicia.

Como una presencia lejana, el verdor se extiende por el perfil de la primera novela de José Luis Carnero, una suerte de ficción autobiográfica de pincelada impresionista. Su trayecto: los contornos del fallecimiento de la madre del autor. En un pasaje de la segunda mitad del libro, ya pasado el funeral, el narrador viaja al pueblo de Galicia en que su madre se crió; un lugar del que él no guarda memoria —si acaso estuvo allí alguna vez, fue décadas atrás—. Frente a una pequeña casa desvencijada y con el peso de la lluvia galaica desplomándose sobre él, José Luis Carnero escribe que aquel lugar deshabitado apenas dice nada sobre su madre. Lo comprende, entonces: el hogar no está en las arquitecturas físicas, sino en las de la memoria.

Ama, que así se titula la novela, es el tercer título editado dentro de la nueva colección de Caballo de Troya. Si los dos títulos previos —a saber: Game Boy, de Víctor Parkas; y Cambiar de idea, de Aixa de la Cruz— se revelaban como sendos juicios prosísticos en torno a la identidad y las corrientes de dominación histórica por razón de género, podemos afirmar que el libro de José Luis Carnero parte de un lugar más blando, anegado de lirismo. Lo que él busca, en último término, es lanzar un ancla al tiempo: piensa su novela como una cápsula incorruptible, pero también la comprende como un ejercicio físico —un trabajo, mismo: como quien ara la tierra, como su propia madre sitiada en la cocina durante años—.

La cuestión de la pérdida es el punto conflictuante del que parte Carnero, pero su panorámica retrocede hacia una exploración genealógica que se bate en diversos frentes. La intimidad es la protagonista: Ama conviene, en un diálogo consigo misma como novela o artefacto literario, constituirse como registro de la herencia emocional recibida. El narrador explica, al principio del libro, cómo —de algún modo misterioso, casi místico— es capaz de sentir que conoce mejor el pueblo de su madre, en el cual nunca ha estado, que aquellas grandes urbes en las que acumula años de vida. Esta reflexión nos conduce a un pináculo temático del libro: el estudio de la memoria comunitaria.

Segunda parte: Una brecha en el tiempo.

Nuestros padres vinieron a este mundo a trabajar;
nosotros, a divertirnos

Otro de los frentes genealógicos en los que Carnero navega con ahínco a lo largo de las páginas de Ama es el sociocultural. Acusándose a sí mismo de ser «un impostor», el narrador describe su trayectoria biográfica, prototípica de un joven de clase media-alta: del colegio al instituto —beca en Brighton para un verano de inmersión lingüística mediante—, de ahí a la universidad privada; por último, directo a un prestigioso bufete de abogados. Primero en Madrid, después en Barcelona. En cualquier caso, lejos de su casa familiar, en Portugalete. La cuestión del arrepentimiento viene dada por el siguiente motivo: a diferencia de él, su familia nunca ha sido de clase media-alta. Su familia ha sido siempre de clase baja para conseguir que él no lo sea.

Esa brecha de pensamiento, auspiciada por el voraz ascenso del individualismo correspondiente a la revolución digital —de la que José Luis Carnero es hijo—, se suma a un condicionamiento político: mientras sus padres crecieron en un país sometido a una dictadura que imposibilitaba el ascenso social; él se movió desde el principio en un entorno libre. Ama observa con detenimiento la abnegación de los primeros, y lo hace mediante el retrato elegíaco y minucioso de una mujer tierna, silenciosa, trabajadora y ajena a la ambición. Una mujer que fue la madre de José Luis Carnero; una mujer que es todas nuestras madres y nuestras abuelas.

El papel de la literatura a ambos lados de esta brecha es ciertamente significativo. Mientras su madre compraba enciclopedias y se suscribía al Círculo de Lectores, José Luis Carnero leía. Ella, circunstancialmente alejada del mundo de la cultura, retenía la consciencia de su importancia. Escribe: «La cultura se compraba a peso como se compran las cosas que no se tienen». Esta confianza ciega en una realidad desconocida se dibuja como algo casi heroico, inimaginable para nosotros, tan ávidos de reconocimiento, tan necesitados de protagonismo. En un pasaje del libro, Carnero recoge el contenido de una carta escrita por un familiar suyo años atrás. En ella lee: «También le dije a Pepiño que te escriba y me dijo que le escribieses tu primero que el no sabia ni que ponerte le da apuro escribirte». Mientras la generación de su madre interpretaba la escritura como un territorio vedado, casi por una cuestión de clase; José Luis Carnero no teme escribir una ficción autobiográfica en la que encapsular su pensamiento afectivo. Y esa incomprensión genealógica no necesita mayores alardes para ser explicada.

Tercera parte: Y el perdón nunca llega.

El principal elemento discursivo que distancia Ama de la autoficción engolada y edulcorada es la escasa piedad que su autor muestra hacia sí mismo. José Ignacio Carnero desprecia la autoindulgencia y se juzga con dureza, con el tacto implacable de abogado que ha desarrollado en su vertiente profesional. Escribe:

Tengo que confesar que no me fui a Madrid para progresar en la vida. Me fui porque estaba seguro de que allí me iba a divertir más.

Y escribe:

Le dije que no me preparase tuppers porque comía todos los días con mis compañeros de trabajo. Le dije que no me arreglase los pantalones porque es más fácil y barato comprar unos nuevos en Zara. Le dije muchas cosas, pero jamás le dije que pensara en ella. No sé por qué no se lo dije, pero no creo que el motivo fuera inocente. Creo que en el fondo quería seguir sintiendo que ella todavía podía hacer algo por mí. La exprimí, la abandoné, la utilicé como la habían utilizado esos señoritos de la Margen Derecha. Pero yo era su hijo.

A través de esa especie de castigo autoinfligido, José Luis Carnero golpea con dureza el egoísmo, el antropocentrismo y la escasa empatía de una generación, la suya —la mía— distanciada de sus afectos. Y ahí está, cuando no lo esperas: el Caballo de Troya, clavándose en tus costillas desde un lugar de intimidad, desde el conflictuante vínculo que nos une a nuestras madres: un vínculo cargado de amor, claro, pero también de incomprensiones generacionales, de distancias socioculturales, de distancia física. Porque nos hemos ido de casa. Nos dijeron que teníamos que irnos de casa, así que lo hemos hecho. Teníamos que ser libres, y tener éxito en el trabajo, y comprarnos un piso en el centro de alguna ciudad grande; teníamos que estar lejos de nuestros padres y ser independientes. Teníamos que estar solos y olvidarnos del amor.

¿Podéis notar la mentira que es esta novela?
¿Y la verdad que al mismo tiempo es?
¿Lo podeis notar? Decidme.
¿Sirve de algo este grito?

Cuarta parte: Escribir para descansar.

Quiero ajustar la realidad a la medida de mis palabras

Lo decía al principio de este texto tan tembloroso: en último término, Ama busca ser un refugio. Una especie de santuario que contenga la culpa, pero también el cariño. Un recordatorio fotográfico que José Ignacio Carnero dedica a su madre en la víspera y los días posteriores a su fallecimiento. En ese proceso, el pensamiento literario comienza a transformar al libro, que no deja de interpelarse a sí mismo, golpeándose, deformándose. El tiempo se desintegra por completo en Ama, pese a que su narración tenga apariencia cronológica: la voz del narrador puede colocarse, a su gusto, en cualquier punto de la línea temporal que atraviesa los acontecimientos —»mi madre se ha muerto unas líneas atrás y yo sigo escribiendo«—. De ese modo, José Ignacio Carnero sortea los escudos de la muerte.

Escribe: «Contemplo de nuevo la foto, observo a mi padre, y de súbito me alegra saber que en el pasado tuvo una vida en la que yo no estaba». Esta aspiración de ubicuidad a través del registro documental es, pues, el principal motor que mueve a este libro: su búsqueda es la de la creación de una corriente de tiempos verbales que confundan al pasado con el futuro, que trasladen al presente a cualquiera de esos lugares misteriosos y así, a riesgo de recrearse en los errores cometidos, poder disfrutar una vez más de los instantes de felicidad. «La vida era eso: ratitos», escribe José Ignacio Carnero.

Su conclusión: es una bella confluencia interlingüística la que se produce en el término ama; madre en vasco, conjugación del verbo amar en castellano. Una confluencia que, por otra parte, se aleja de la casualidad: «Tenemos que amar más, besar más, ser más como ellas. Tenemos que empezar a cargar sobre nuestros hombros el peso que nuestras madres llevan soportando desde siempre». José Ignacio Carnero transforma su voz literaria y la aproxima a los registros de la intimidad: no teme la afectación, pero tampoco se asusta ante la dureza. Coloca su cuerpo en el interior del libro y revierte el orden de protagonismos. En el camino direccionado de su vida, abre una salida que le permita acceder a lugares olvidados del trayecto. Quizá así sea posible admirar paisajes a los que, en su momento oportuno, no supimos prestar la debida atención. Leer este libro sería, entonces, como tocar de nuevo las paredes donde la vida se guarda de la muerte.

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Autor: José Ignacio Carnero. TítuloAma. Editorial: Caballo de Troya. VentaAmazonFnac y Casa del Libro.

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