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La vida por delante

Un asunto que iba en serio

Termino de leer El primer caso de Unamuno, la última novela de Luis García Jambrina, con una satisfacción que no tiene tanto que ver con el estricto contenido del libro —me divierte el catedrático solemne convertido en detective ocasional, y me interesa ese suceso de Boada del que algo me había contado hace tiempo el propio Jambrina y en el que explica algunas razones que al cabo de un siglo han dado lugar a la España vaciada— como con la posibilidad que me ha ofrecido de regresar, aunque sea con la memoria, a la ciudad donde viví durante cuatro años y a la que he vuelto en muy contadas ocasiones desde que la abandoné, hace ya dos décadas. La famosa Salamanca —«insigne en armas y letras», dejó escrito Espronceda en el largo poema sobre las andanzas del donjuanesco Félix de Montemar— ha perdido la impronta que en su día tuvo en el ámbito de la cultura española, pero continúa cobijando en su callejero huellas hospitalarias si uno consigue recorrerla en las primeras horas del alba, que es cuando aún no la han tomado las hordas turísticas y se hace posible dar un paseo relajado por sus espacios más transitados y sus rincones más ignotos. Cada vez van quedando menos de éstos, o al menos alguno que otro eché en falta cuando estuve allí por última vez, hace algo más de cinco años, e intenté reconocerme en el que había sido sin conseguirlo siempre. Los lugares en los que uno residió durante un tiempo prolongado antes de poner rumbo a otros horizontes dejan en la memoria la foto fija de un paisaje que acaba convirtiéndose en ficción, dado que cada vez son menos las semejanzas que guarda con su referente real, que evoluciona y se modifica siguiendo el curso implacable de los días mientras en nuestro recuerdo permanece impasible e inmutable, tal y como se nos mostró cuando vivíamos allí y lo pisábamos a diario. Las calles que resultaban familiares pueden hacerse extrañas en virtud de un solo cambio, y los pequeños hitos íntimos que en nuestra ausencia han dejado de existir —un determinado bar, cierto comercio, el establecimiento al que íbamos a hacer las fotocopias, los solares vacíos que se sucedían entre la facultad y el cementerio y que ahora aparecen poblados por densos bloques de viviendas— se convierten en abismos que ahondan en la sensación de extranjería que se acrecienta a medida que comprendemos que cada vez tenemos menos que ver con aquello que una vez fue parte intrínseca e irrenunciable de nuestra biografía. Se busca refugio entonces en lo que necesariamente es imperecedero —la ampulosidad barroca de la bellísima Plaza Mayor, la coquetería medieval y silenciosa del Corrillo, el aula donde Fray Luis enunció su «Decíamos ayer», la perspectiva de la Clerecía desde la embocadura de la calle Meléndez—, pero tampoco aparece ante nuestros ojos como se mostraba entonces, y sólo cabe deducir de ello que tampoco nuestra mirada ha permanecido indemne al calendario. De ahí que convenga siempre desconfiar de la nostalgia, y resulte sano afrontar el pasado con la misma voluntad crítica que dedicamos al presente. ¿Fui realmente tan feliz como creo recordar en la Salamanca del último periodo de entresiglos? No tengo que cavilar mucho para responderme que es obvio que no. Carecía de las preocupaciones que tengo ahora, pero en cambio me ocupaban otras que entonces resultaban igual de acuciantes, y en un momento mi hartazgo llegó a tal punto que intenté irme y, si no lo hice, fue por circunstancias externas e irrevocables. Me divertí mucho e hice amigos que conservo y que siguen siendo muy queridos, pero también soporté horas tediosas en extremo y me vi obligado a tratar con gente con la que espero no volver a cruzarme ni en pintura. Hallé reductos en los que refugiarme de ciertas inclemencias, pero también afronté intemperies que sobrellevé lo mejor que pude y de las que salí con el ánimo encogido y la vocación mellada. Nada excepcional ni nada traumático, meras muescas en el revólver de los días que quedan solapadas bajo la falsa impresión de esa felicidad extinta a la que deseamos volver porque procuramos olvidar que, en realidad, no lo fue tanto. Era joven, pero tampoco la juventud es una etapa especialmente dichosa si la escrutamos con la honestidad debida. Supongo que, si a ratos la añoramos tanto, es porque en ella aún quedaba muy lejana la conciencia de la muerte. Como bien supo explicarnos Gil de Biedma, la vida era un asunto que iba en serio, pero eso lo empezaríamos a comprender más tarde.

Esa luz que no se ve

"Es la primera vez que vengo a Vallecas y las horas contadas me impiden asomarme al Cerro del Tío Pío, cuyas alturas han propiciado tantas fotogenias"

Me cuenta Paco Pérez que existe una línea ferroviaria, la más larga del mundo, que une un extremo de China con Vallecas. Se ha inspirado en ella para escribir su última novela, El dragón de metal, que me regala cuando nos despedimos, ya en la noche. Unas horas antes, Ignacio Marín, que anda escudriñando en sus libros los reversos oscuros de la no tan inmaculada Transición, me ha detallado que lo que hoy se considera un solo barrio de Madrid se compartimenta realmente en dos distritos cuya naturaleza se explica en función de su dimensión histórica: la Villa era el poblado original, el que comenzó a conformarse a partir del siglo XV tras la privatización de ciertos terrenos comunales, y el Puente se fue configurando durante la segunda mitad de este siglo en las fincas que unían el viejo asentamiento con la gran capital. El motivo era comprensible: los vallecanos que cada día acudían a trabajar a la gran ciudad se cansaron de tanto ir y volver y terminaron por afincarse en una suerte de territorio intermedio que terminó confundiéndose con los que constituían su origen y su destino. Es la primera vez que vengo a Vallecas y las horas contadas me impiden asomarme al Cerro del Tío Pío, cuyas alturas han propiciado tantas fotogenias, y aun dar un paseo sosegado por el distrito, que sólo alcanzo a entrever cuando me escapo a tomar un café rápido en uno de los escasos bares que encuentro abiertos a estas horas, un recorrido fugaz por la gran avenida de Buenos Aires en cuya estación de metro se inscriben unos versos de Jorge Luis Borges. Decir que no encuentro nada memorable sería caer en el error de la mentira fácil: no me salen al paso edificios monumentales ni plazas amplias ni avenidas a las que caracterice su arropamiento ornamental, pero a cambio se toma el pulso a una vida que forma parte de la ciudad cuyos rascacielos asoman allá al norte y que parece o pretende mantenerse ajena de cuanto ocurre en estos barrios sureños, pese a que sean ellos los que alojan buena parte de la sangre que permite que su corazón bombee. No se observan las petulancias arrogantes ni los engreimientos complacidos con que exhibe el centro su plumaje para atraer a los ajenos mientras expulsa a los propios, sino el aliento cansado de estos últimos y el abrigo donde encuentran reposo y algo de dicha hogareña sus esfuerzos ingentes y poco o mal valorados por estos tiempos obstinados en convertir la humanidad en mercancía. Dice alguien que el mejor patrimonio de Vallecas no es otro que la propia Vallecas, y me vienen a la memoria los versos de aquella vieja canción de Luis Pastor que hablan de esa luz inapreciable que, por mucho que lo impidan, hay que tratar de ver siempre.

Leer o no leer

"Me encuentro con una suerte de proclama redactada por una chica que, según parece, se dedica a este oficio raro de escribir. Asegura que ella sólo lee una vez al año"

Me encuentro con una suerte de proclama redactada por una chica que, según parece, se dedica a este oficio raro de escribir. Asegura que ella sólo lee «una vez al año» —no especifica qué duración tiene esa «vez», ni qué cantidad de títulos engloba— y que, pese a eso, conoce «muchísimos libros, desde clásicos como Cervantes a autores más actuales como Juan del Val». Explica a continuación que su sequía lectora se debe a que está enfrascada en la escritura de una novela, lo que le impide dedicar más tiempo a la lectura, y alguien que debe de ser colega de oficio la apoya arguyendo que, cuando se encuentra ocupado con un proyecto, evita incurrir en la tentación de leer. No es la primera vez que me encuentro con argumentaciones semejantes, y estoy seguro de que seguiré tropezándome con otras similares, y de que por más que se repitan nunca seré capaz de comprenderlas. Poco han reflexionado sobre las razones y la vocación de la escritura, a mi entender, quienes consideran que acercarse a lo que han escrito otros puede ser perjudicial para lo que está escribiendo uno. No es buena señal, bien porque indica que uno está bastante inseguro de aquello que tiene entre manos —y en ese caso la lectura de obras ajenas puede reforzar esa sensación, pero por esa misma razón constituye el primer paso para subsanarla— o bien porque da por hecho que acumula suficientes conocimientos como para no tener que mirarse en algún espejo. Me temo que esto fue lo que le pasó a una escritora muy vendida a la que, hace ya unos cuantos años, escribí un correo para recomendarle una novela que yo acababa de leer y que creía que podía sintonizar con sus intereses. «Yo ya no leo libros, voy como una moto», me respondió casi al instante. Hace más de una década que no publica nada.

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