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La voz de los muertos

La voz de los muertos

Como un sabio e irónico explorador en los nutridos campos de la hipocresía, los relatos de Marcelo Birmajer desenmascaran los subterfugios y el relato de los paladines de la utopía. Lo hacen con dosis parejas de inteligencia y humor. Paradójicamente, en este caso la ficción literaria recupera un cierto sentido común, observando estupefacta a personajes que sin temblar ni dudar defienden lo indefendible. Ante nuestros ojos desfila una galería de historias inolvidables, en las que se sacrifica el amor, los valores, la amistad y esencialmente la vida, la propia o la ajena, en el altar de pesadillas perfectamente argumentadas.

Zenda publica La voz de los muertos, uno de los relatos que integran La remera del che y otros cuentos políticamente incorrectos, recientemente editado en Argentina.

***

Me encontraba en Seúl, Corea del Sur. Era el año 2006 y había llegado a presentar mi libro Historias de hombres casados en coreano. Distintos integrantes de la editorial se acercaron a saludarme, pero la traductora estaba avergonzada: el título también se desplegaba en español, en la tapa —junto al título en coreano— y ella había escrito Histrorias en lugar de Historias. Pero le mandé decir que en otra traducción había sido aún peor y en la tapa habían puesto Historias de hombres castrados. Con esta humorada se resolvió el entuerto, la traductora se sumó al comité de bienvenida y finalmente almorzamos todos juntos en un restaurant de sushi subterráneo, donde los platitos de delicadezas pasaban en una cinta giratoria, cada uno con un color del que se deducía el precio, del que por suerte yo no debía ocuparme. Sospecho que por el valor de alguno de esos platitos hoy podría comprarse un electrodoméstico en Buenos Aires. En cualquier caso, al otro día por la mañana, antes de disponerme a visitar una librería —gigantesca y repleta—, recibí un mail inquietante. Me llamaba “Señor” y mi apellido, me aclaraba que me escribía desde la muerte. No decía: “el Más Allá” ni ningún otro subterfugio.

"Preferí directamente no responder, hacer de cuenta que se trataba de un loco sin propósito y concurrir a la librería, uno de los mayores honores que había vivido hasta entonces en mi existencia como escritor"

Inicialmente temí una amenaza. Pero no hallaba un culpable adecuado. Tampoco la culpa correspondiente. Todos tenemos alguna mientras vivimos, lo que aparentemente ya no era el caso de mi interlocutor. Me proponía coordinar un periódico que se titularía Desde abajo, cuyas firmas y autoridades serían en todos los casos individuos ya fallecidos. Habían encontrado el modo de comunicarse. La dirección de mail era Desdeabajo@ y un servidor de la época. Y firmaba Comité Editorial Desde Abajo; pero el tono era el de un individuo dirigiéndose a mí personalmente, no sin cierto tinte jerárquico (injustificable).

Pese a lo disparatado del mail, lo primero que se me ocurrió preguntarle fue cuál era el rol de un coordinador en tal asunto, a no ser que andando en ese intercambio terminara enterándome, como en la película Sexto sentido, que de algún modo involuntario yo había pasado a formar parte de ese gremio. Pero preferí directamente no responder, hacer de cuenta que se trataba de un loco sin propósito y concurrir a la librería, uno de los mayores honores que había vivido hasta entonces en mi existencia (si es que podía llamarse aún así) como escritor.

"¿Y por qué yo?, insistí en un nuevo mail. En esta instancia, me revelaron de dónde recordaba el nombre y apellido Arancio Luminelli"

Al día siguiente, si bien no había olvidado el mensaje de ultratumba, su impacto había decrecido notablemente, y desayuné en el salón del hotel, camarones fritos a la milanesa y kimchi, junto a una serie de vegetales desconocidos, añorando una medialuna o un pan con manteca, lo confieso. Pero en cuanto regresé a mi cuarto para fingir que trabajaba, un nuevo mail de mi aspirante a contratista aclaraba nuevos puntos al respecto. El periódico, que en el futuro pretendía llegar a ser un diario, sería dirigido por Arancio Luminelli —el nombre, de modo inverosímil, me sonaba—; el dinero me lo entregarían en el paralelo 38, la línea fronteriza bélica, infranqueable, que dividía a las dos Coreas. El desayuno, ya de por sí indigesto, se me clavó en el estómago como un misil de la dinastía Kim. ¿Qué me hubiera recomendado mi abuela, en un caso como éste? Seguiles la corriente. Si con el silencio no lo apagaste, que te muestre sus cartas. Ya pasó la etapa del miedo: ahora es necesario entender. Recurrí a mi abuela porque era una de mis pocas aliadas posibles de ese lado. Mi padre simplemente se hubiera limitado a encogerse de hombros. Pregunté entonces para qué hacía falta el dinero y si en el periódico, en esa etapa inicial, participarían las grandes plumas nacionales, y por qué no internacionales, de la quinta del ñato (usé precisamente esa metáfora, como un modo, infructuoso, de bajarle la tensión al intercambio). La respuesta me llegó media hora después. El dinero era para pagar el piso de la redacción, las computadoras, las bobinas de papel y las rotativas. Hasta ese momento, el comité directivo del periódico había logrado comunicarse por medio del mail, pero para todas las demás tareas necesitarían de la colaboración de los vivos. Lamentablemente los escritores relevantes a los que habían contactado se habían negado a ser incluidos en el proyecto, ya fuera por disidencias ideológicas —el periódico manejaba una férrea línea “nacional y popular”—, ya fuera porque creían que reaparecer de ese modo disminuía el prestigio merecidamente ganado en su primera residencia en la Tierra.

Respecto a las firmas extranjeras, preferían apostar a las nacionales. ¿Y por qué yo?, insistí en un nuevo mail. En esta instancia, me revelaron de dónde recordaba el nombre y apellido Arancio Luminelli. Era un vecino de la casa de mi abuelo de la calle Sarmiento, que yo había visitado entre mis cinco y doce años. Un anarquista italiano que cada tanto aparecía por el pasillo, convocando a reuniones de consorcio revolucionarias y leyendo sus poemas sociales. Cantaba la balada de Sacco y Vanzetti con un agregado de su propia cosecha, que llamaba a la muerte de los comerciantes en general. Entonada en el barrio de Once su versión equivalía a una discreta declaración de guerra. Pero el resto de los vecinos lo reputaba como simpático; mi abuelo no le prestaba atención. Arancio estaba casado con una mujer mucho menor, que en su cuarentena parecía más joven por estar a su lado. Bella por mérito propio, de presencia impetuosa y sin embargo recatada.

"Ahora que los muertos me habían contactado, si bien no contemplaba seriamente la posibilidad de llegarme hasta el límite de las dos Coreas con ese fin, de todos modos averigüé por los rudimentos burocráticos"

¿Por qué me había elegido a mí como coordinador? Una vez yo le había preguntado por qué mencionaba la muerte tan frecuentemente en sus escritos. Y sabía que me habían traducido al italiano. El maridaje de estas dos circunstancias, me aclaraba el intermediario, había decidido a Luminelli a convocarme. También yo había escrito una novela titulada “El club de las necrológicas”, agregaba como un remate indiscutible.  En el paralelo 38 un “compañero” me entregaría la valija con el dinero, repetía.

Aún disponía de cinco días, en Corea, aleatoriamente libres, casi cumplidas las actividades de presentación del libro: almuerzo con el equipo editorial, visita y firma de ejemplares en la librería, contacto con escritores coreanos, rueda de prensa. Mi pasaje de regreso me daba unos días extra de caminante.

Ahora que los muertos me habían contactado —quienes quiera que fueran los autores de la farsa—, si bien no contemplaba seriamente la posibilidad de llegarme hasta el límite de las dos Coreas con ese fin, de todos modos averigüé por los rudimentos burocráticos. El Paralelo 38 era una suerte de Checkpoint Charlie, el punto de intersección entre las dos Alemanias, una pieza de museo de la Guerra Fría en medio de un Berlín abierto: pero aquí, vigente y mortal. Precisamente, solo para mí esa tierra de nadie representaba el campo de armisticio entre los vivos y los muertos.

Un nuevo mail, con terminología marxista, detallaba algunas de las ventajas comparativas del periódico:

“Hasta ahora, las opiniones de los fallecidos solo referían al pasado. Pero los muertos tenemos futuro. Nuestra postura económica empalma por momentos con la máxima keynesiana: a largo plazo, estaremos todos muertos. Uno de los objetivos prioritarios del periódico –futuro diario– es acabar con la dicotomía vivos y muertos. Los civiles, los militares, los represores y los reprimidos, los pudientes y los desposeídos, los vivos y los fallecidos: todos argentinos”.

"Es falso que hablando se entienda la gente: los seres humanos simplemente no nos entendemos, y el idioma es solo un subterfugio para ocultar esta incapacidad"

Borré el mail y decidí olvidar. Por más que mi abuela me hubiera recomendado seguirles la corriente hasta agotar el asunto, las consignas cobraban un sesgo enajenante, excesivo incluso para mi contacto siempre vago con la realidad. Debía dejarme llevar por el país exótico y mi afán andariego, y desoír la convocatoria del campo santo nacional y popular. La violencia de abajo no debía llegar arriba, al menos no dentro de mi diámetro de acción. (En otro mail, a modo de postdata, aclaraban que, cuando llegara mi turno, me garantizaban un puesto decisivo en la sección Cultura.)

Necesitaba una tijera para romper el precinto de un par de zapatillas que me había comprado (se suponía que eran la mejor marca coreana para el running). Pero ni un vendedor en algún local de Seúl parecía entender mi requerimiento. Acudí a los gestos, a mi pésima pronunciación en inglés, a una suerte de acting representando todo tipo de situaciones con tijera. Mis anfitriones no se daban por enterados. Es falso que hablando se entienda la gente: los seres humanos simplemente no nos entendemos, y el idioma es solo un subterfugio para ocultar esta incapacidad. No podía creer que en Seúl no existieran las tijeras: pero quién podía saberlo, quizás habían superado esa primitiva herramienta occidental. Ya tenían los posner para pasar las tarjetas sin contacto, que aún tardarían más de una década en llegar a Buenos Aires. Me encantaron unas carpas nocturnas, en pleno centro de la ciudad, donde asaban carnes, pescados y vegetales, para comer de parado. Vi a varios jóvenes coreanos, de saco y corbata, beber alcohol hasta caer derribados sobre el impecable asfalto, en unos after office a todo o nada. Dos o tres escritores de los que conocí le echaban la culpa a Estados Unidos de la división entre las dos Coreas; y aunque yo no era precisamente un experto en el tema, me permití disentir. No se sentían privilegiados, como yo creí que debían, por haber quedado del lado del sur. Pero ninguno estaba dispuesto a acompañarme al Paralelo 38. Mi posible compromiso como coordinador del periódico Desde abajo había sido reemplazado por la mera curiosidad (o al menos eso había querido hacerme creer a mí mismo). Pero esa noche, cuando apenas faltaba un fin de semana para el regreso al barrio de Once (también habitado por coreanos), sonó el teléfono a la madrugada en la habitación del hotel. Temí una catástrofe. El cielo se caía sobre mi cabeza. Atendí con la boca seca y un ojo cerrado, como no animándome a mirar de frente la noticia que fuera.

—Hola, esta es la voz de los muertos —dijo mi interlocutor.

(En mi percepción, remedando la famosa apertura del Capitán Escarlata: “esta es la voz de los marcianos”).

Permanecí en silencio.

"La pausa intencional ponía en duda que Viglietti viviera mucho tiempo más; tácitamente, la frase antedicha de Keynes, pero acortando severamente la longitud de los plazos"

—Respecto a su pregunta de si habrá firmas relevantes, si es que eso pueda tener alguna influencia en su participación en el proyecto, quiero garantizarle que acabamos de consignar como colaborador quincenal al famoso cantautor Daniel Viglietti, el autor de A desalambrar, quien no solo nos enviará crónicas específicas del Uruguay, sino de Latinoamérica en general, y pondrá a nuestra disposición el concepto para relacionarlo con desalambrar los cementerios y derribar los muros que nos separan de los vivos. No existe tal división: es una imposición del capital financiero, la sinarquía internacional y los intereses cipayos.

Lo único que pude articular en respuesta fue:

—Pero Viglietti está vivo.

La voz carraspeó y se oyeron ruidos en la línea, como en ese capítulo de La Dimensión Desconocida en el que un cable telefónico caía sobre el cementerio y un finado se comunicaba con su viuda. La pausa intencional ponía en duda que Viglietti viviera mucho tiempo más; tácitamente, la frase antedicha de Keynes, pero acortando severamente la longitud de los plazos (en rigor, Viglietti desmentiría hasta 2017 ese silencio tendencioso).

"Repentinamente el rompecabezas encastró: el error de Hana en la tapa de mi libro había sido deliberado. Me estaban complicando en una trama internacional: probablemente al servicio de Pyongyan"

Cortaron. ¿Cómo habían conseguido mi número? Supuse que ese enigma me dejaría insomne, pero solo volví a preguntármelo tras varias horas de sueño profundo (quienes vivimos asustados sin motivo, a menudo nos sorprendemos con ráfagas de temeridad, extrañamente en los momentos en que se justificaría el pánico).

Al día siguiente la traductora se manifestó dispuesta a llevarme al Paralelo 38, sin que yo se lo pidiera. Paradójicamente temeroso de quedar como un cobarde, acepté. En la combi rumbo a esa frontera caliente, Hana —la traductora— me narró una historia estrafalaria: su abuela había sido vecina, en los años 70, en el Once, de Arancio Luminelli, el ya fallecido anarquista italiano, futuro director de Desde Abajo; un accidente en el taller metalúrgico del que era operario lo había privado de su virilidad (y duplicado los celos sobre su esposa, alrededor de mis 12 años). El chiste que yo había hecho, Historias de hombres castrados, lo había ofendido en su tumba fría. Mi única posibilidad de redención era aceptar la maleta repleta de dólares y transportarla a Buenos Aires para financiar ese emprendimiento. Repentinamente el rompecabezas encastró: el error de Hana en la tapa de mi libro había sido deliberado. Me estaban complicando en una trama internacional: probablemente al servicio de Pyongyan. Caminé junto a ella los pasos contados para llegar a la línea fatal —como si me dirigiera a un altar irrevocable—; pero en cuanto vi venir hacia mí a un señor moreno, vestido de guayabera, que con acento cubano me llamaba “compañero”, y el maletín colgando de su mano izquierda, pegué media vuelta y salí corriendo. No volví a saber de Hana ni de los muertos. Y aún dudo al respecto.

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Autor: Marcelo Birmajer. Título: La remera del che y otros cuentos políticamente incorrectos. Editorial: Edhasa. Venta: Edhasa.

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