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La vuelta a Proust en menos de ochenta días

La vuelta a Proust en menos de ochenta días

Imagen de portada: Literary Hub

Con motivo de la celebración del Centenario de la muerte de Marcel Proust (1871-1922), en noviembre del pasado año, la prestigiosa sociedad que administra su legado, el Club de la Magdalena Literaria, con sede en el castillo de Moulinsart, convocó el certamen internacional, «La vuelta a Proust en menos de ochenta días«. El reto consistía en leer de cabo a rabo y sin trampas en menos de ese lapso temporal su magna obra, En busca del tiempo perdido: la friolera de siete volúmenes con un total de un millón y medio de palabras. Y un más difícil todavía: escribir una reseña de no más de 666 palabras sintetizando su contenido remedando, además, el estilo del genial escritor.

La convocatoria estaba dirigida exclusivamente a lectores de a pie, es decir, personas que no formaran parte del mundillo literario ni aspiraran a integrarse en él, para difundir así más ampliamente entre el público la saga proustiana. A la postre, el mejor homenaje que se puede brindar a un autor es que sea leído por el mayor número de personas representantes de los distintos estamentos sociales.

"El premio del certamen consiste en una visita personalizada al Museo del Louvre y una noche en el Hotel Ritz, desayuno de bollería selecta incluido"

Tras una minuciosa criba, selección y deliberaciones del jurado, compuesto por una docena de proustólogos de pro, el Primer Premio recayó en un residente en la capital del Turia (Spain), quien pudo demostrar ante notario que leyó de pe a pa En busca del tiempo perdido en solo dos meses, mientras convalecía de una dolencia respiratoria en un habitáculo forrado de corcho para mitigar los ruidos de una reforma en la casa de al lado. El agraciado prefiere mantenerse en el anonimato para evitar el acoso de los medios y demás propuestas indeseables. Solo diremos que ha cumplido medio siglo y transitado por distintas disciplinas artísticas desde la fotografía a las artes plásticas y, aunque es gran lector, esta es su primera incursión literaria.

Su reseña, «El milagro de Proust», fue considerada por el jurado como la que mejor replicaba la prosa proustiana por sus interminables frases elegantemente engarzadas que no dan pausa ni respiro. Se aconseja inspirar hondo antes de acometer su lectura. El premio del certamen consiste en una visita personalizada al Museo del Louvre y una noche en el Hotel Ritz, desayuno de bollería selecta incluido.

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A continuación transcribimos, íntegro, el texto ganador:

«Un crítico mordaz podría titular esta breve reseña «En busca del tiempo perdido dedicado a leer En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust», pero yo la he titulado «El milagro de Proust» porque así es como veo esta obra tan asombrosamente admirada, como un verdadero milagro, pues ciertamente lo es que una novela de más de 3.000 páginas escritas de manera tan poco seductora, mediante un lenguaje abstruso, opuesto a la elegancia al que los grandes nombres de la literatura nos tienen acostumbrados, una prosa a la que cuesta aclimatarse, que se recorre como quien se ejercita en caminar acuclillado por una oscura gruta repleta de estalactitas porque piensa que merece la pena el calvario de pasar a través de ella para llegar al tan anhelado final, en el que espera encontrar un respiradero por el que pasará la luz que de momento se le deniega, con un estilo embarullado que te hace volver atrás cada dos por tres en la página que estás leyendo porque el autor ha conseguido una vez más que te pierdas en la inagotable cadena de pensamientos delirantes, en la abrumadora profusión de detalles, en la promiscua adjunción de oraciones subordinadas, entrelazadas como los cabellos de Medusa, mayoritariamente mal puntuadas, sin orden ni concierto, en párrafos interminables, sin puntos y aparte, sin dividir prácticamente los siete volúmenes en capítulos ni apartados, como si todo fuera un gigantesco bloque de ensimismamiento literario de un protagonista que, por otra parte, se supone que está basado en gran medida en el propio autor, que de ser así nos lo podemos entonces imaginar como un ser mezquino, manipulador, un niño mimado y consentido perteneciente a la alta burguesía parisina que se aprovecha de sus semejantes, a quienes maneja como marionetas de un teatrillo callejero, un héroe malicioso que aplasta con su inteligencia y su vasta cultura a quienes se cruzan con él, sobre todo si tienen la desventura de inspirarle amor, personajes de quienes depende anímicamente de manera enfermiza llegando hasta lo grotesco y que, al mismo tiempo, juzga inmisericordemente con el cortante filo de su intelecto superior, una mente que no se apiada ni de familiares, ni de sirvientes, y menos aún de amigos y amantes a quienes desmenuza con el bisturí de su inteligencia, creadora de un pensamiento vasto y profundo que, al recordar aquellos tiempos pasados, tan felices y tan desgraciados, tan deseados pero tan remotos e inalcanzables, ese pensamiento —y es ahí donde se encuentra el milagro— es capaz de transportarnos a un mundo de vivencias ajenas que milagrosamente resuenan con una intensidad inusitada con las que conviven agazapadas dentro de nosotros mismos, nos evocan sensaciones —y no me refiero únicamente a la degustación de bollería— que, aunque no nos apercibamos cotidianamente, viven en nuestro interior, emociones que aparecen y reaparecen sigilosamente en nuestros sueños, recuerdos remotos que tienen su lugar en nuestro corazón y que, como por arte de magia, mientras detenemos la lectura, mientras sujetamos el libro y miramos al infinito o a la nada, que es lo mismo, vuelven por un momento a la vida, se trasladan desde su retirado escondrijo a nuestra consciencia, nos provocan una sonrisa o una lágrima, pero una lágrima dulce, pues procede de una tristeza feliz, una melancolía recuperada del ciego reino de la noche, una nostalgia que nos enriquece por la toma de conciencia de que aquello que vivimos hace tanto tiempo continúa su existencia en alguna desconocida parte de nuestro ser, y que gracias a ese lento, difícil e incómodo caminar acuclillado por la gruta del recuerdo, nos percatamos de que somos muy afortunados, de que en realidad somos ricos cuando nos creíamos pobres, porque nos damos cuenta de que verdaderamente poseemos todo aquello que creíamos perdido, el recuerdo de quiénes fuimos, la huella indeleble de lo que vivimos, la memoria todavía viva de aquellos que amamos y perdimos en el camino».

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