En 1973 falleció en Madrid don Jesús de Aragón y Soldado. Profesor de contabilidad y reputado teórico, había ejercido como director administrativo de la editorial Aguilar, la clásica, la de las obras completas y la mítica colección El globo de colores. Su desaparición fue muy sentida en los ambientes académicos y profesionales y desde ambos se glosó su abnegada entrega a la gestión administrativa. Pero nadie recordó que había sido el Capitán Sirius.

Tras un breve refrigerio, durante el cual tuvo la amabilidad de ampliarme en rigurosa primicia algunas características del manuscrito que acababa de hallar en Hungría, la conversación derivó al terreno de las literaturas olvidadas. Conversamos hasta la madrugada envueltos en el aroma acogedor de sendos H Upmann Petit Coronas aportados por él, buen aficionado, mientras degustábamos un excelente malt de las Highlands que, aportado por mí, contribuyó a estimular nuestra imaginación y a convertir aquella noche en una auténtica “noche de fantasmas”.

Sí, don Jesús de Aragón y Soldado.
Al hacer Anchorena tan insólita revelación, un relámpago iluminó el cielo de Cahill, sonó un trueno y se fue la luz. Cuando volvió, yo estaba lívido; el barón de Olite, en cambio, sostenía indolente su whisky y su cigarro de pie junto a la chimenea.
—No creerá en fantasmas, querido colega.
Negué, a pesar de que en los pocos segundos de oscuridad había atisbado a través de las ventanas una aterradora sombra blanca azacaneando en mi jardín. El Capitán Sirius, sin duda.
—Qué cosas tiene, amigo Anchorena.
—La realidad es una cosa que no se sabe en realidad lo que es—, apostilló él.
No pude estar más de acuerdo, visto lo visto, y me abstuve de hacer cualquier comentario para dejarlo desgranar la historia del extraño caso del Capitán Sirius, Jesús de Aragón para el mundo, joven de 29 años que en 1924 ingresó en la nómina de autores de la llamada literatura popular. La historia se detalla en el prólogo del especialista Jesús Palacios Trigo a La Torre de los Siete Jorobados (Valdemar, colección El Club Diógenes, nº 90, Madrid 2004 y 2015). Empeñado en ver publicadas sus novelas, Jesús de Aragón se encontró en las manos con un original de Carrere que no cumplía las expectativas de su editor. “Si quiere ser escritor, complételo. Convierta este manojo de mierda en una novela”. De Aragón cumplió como los buenos con una mágica historia de misterio y fantasía ambientada en el Madrid castizo de los Austrias que pasa por ser la cumbre de aquel naciente género fantástico español; la hazaña convirtió al joven en novelista, pues Calleja publicó de inmediato la primera novela de De Aragón, Cuarenta mil kilómetros a bordo del aeroplano “Fantasma”, con el seudónimo que lo haría célebre.

Fermín de Anchorena bajó la cabeza entristecido.
—Poca broma: en España, ya sabe usted, cuando la gente seria se pone altanera, los demás nos ponemos firmes.
“Los demás”. Me sorprendió que no nos incluyera en esa “gente seria” que decía. De modo especial, que no se incluyera él. Anchorena estaba lanzado.
—¡Hasta el coñac de las botellas se disfrazó de septiembre para no infundir sospechas, como profetizara Federico García!
—Será “de noviembre”, queridísimo Anchorena—, maticé yo puntilloso.
Nunca lo hiciera. Aquella noche batida por el viento y la nieve descubrí que mi colega no perdona que lo pillen en un renuncio.
—Je, je. De noviembre, en efecto, querido Bowman. Cuando se pone académico no hay quien lo pare…— suspiró agitando los brazos. Y se detuvo dirigiéndome una mirada asesina-. Pero, dígame, ¿a usted no lo suspendió Lázaro?

—¡Qué cabrón es usted, querido Anchorena!- me revolví—. Cómo le gusta hurgar donde más duele.
Anchorena me contemplaba impertérrito. Tras él, siempre a través de la ventana, descubrí, no sin inquietud, que la sombra blanca no estaba sola y que mi jardín se estaba poblando de sombras quiméricas de distintos colores y formas. Pero me concentré en dar cumplida respuesta a la artera estocada.
—En la siguiente convocatoria, cuando ‘le’ volví, don Fernando me dio sobresaliente -y salivé por los colmillos, puesto que también Anchorena había sido alumno del profesor Lázaro—. ¿A usted le dio Lázaro algún sobresaliente?
Mi invitado asumió el pinchazo con gallardía de caballero navarro.
—Pues no. Notable raspado. Y gracias.

“Los relojes se pararon
y el coñac de las botellas
se disfrazó de noviembre
para no infundir sospechas”.
Servidor, que también había embaulado lo suyo, se puso a nivel.
“El viento vuelve desnudo
la esquina de la sorpresa
en la noche platinoche,
noche que noche nochera”.
Anchorena, que tiene su punto, me hizo coro y dio a aquello de “noche platinoche, noche que noche nochera” la entonación y la fonética adecuadas. Ya puestos, nos tiramos cuesta abajo.
Un caballo malherido,
llamaba a todas las puertas…

De manera instintiva, me eché para atrás, ya que enarbolaba un hacha de grandes dimensiones. A Anchorena, barón de Olite y todo, se le cayó el whisky al suelo.
—¡Don Hugo de Montignac!— exclamó.
Y, lo juro, se desmayó.
(continuará)


Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: