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Las bibliotecas y la vida

Las bibliotecas y la vida

Como tantos alevines lectores, aprendí a querer los libros entre los metros cuadrados de la biblioteca familiar y consumé ese amor en las bibliotecas públicas. La primera vez que pisé una biblioteca me llevaron de la mano y al llegar me soltaron, otorgándome carta de libertad. Me subyugaron el silencio eclesial, las personas absortas delante de las páginas abiertas y las hileras de libros ordenados en estanterías, tan interminables como las filas de olivos de mi provincia. Desde entonces he frecuentado las bibliotecas, las he buscado en otras ciudades y he pasado en ellas horas felices por pletóricas. Y es que ellas son refugio, tierra de promisión, el paraíso terrenal para quienes ni sabemos ni queremos vivir sin lectura.

Antes de que la informática colonizase nuestra existencia, recuerdo los grandes ficheros de madera oscurecida por la pátina del tiempo y el sobeteo, como las de las barras de las tabernas. Contenían millares de fichas ordenadas alfabéticamente y estaban a la entrada de las bibliotecas. Se me antojaban como los ficheros policiales del FBI que veía en las películas en blanco y negro, y me creía importante por utilizarlos sin requerir ayuda adulta. Me gustaba pasar con rapidez aquellas manoseadas fichas de cartón mecanografiadas, buscaba el título que quería, rellenaba el pedido con caligrafía infantil, estampaba mi firma en la tarjeta de papel, se la entregaba a la bibliotecaria y esperaba con el corazón desbocado a que fuese a buscarlo y regresase con el volumen de Tintín o la novela de Julio Verne solicitados. Y al coger el libro de pastas duras con ambas manos me marchaba a casa deseando abrirlo para engolfarme con la lectura. Así aprendí a viajar en el tiempo sin moverme del sillón, a vivir otras vidas y a tener un espíritu por la aventura que pedía a gritos un salacot.

"Una tertulia al cobijo de una biblioteca casera transcurre al margen del reloj y es imposible discutir, pues los libros son sacos terreros contra la tontuna y la zafiedad."

Desconfío de los gatos y de quienes no leen, y cuando visito una casa que dispone de biblioteca no quiero moverme de ahí, me quedo plantado y zombi, con el cuello torcido leyendo títulos y sacando libros para hojearlos. Es una callada indagación. Una biblioteca, además de contener la vida de su dueño (la vivida, la no vivida y la soñada) expresa su personalidad mejor que el diagnóstico de un terapeuta. Una biblioteca casera fetén debe tener jirones de vida de quien la disfruta. Es curioso, no suelo ser cotilla, pero de las bibliotecas ajenas me gusta saber qué chirimbolos y objetos conviven junto a los libros en las estanterías.

Me fascinan las fotos zendianas de Jeosm de bibliotecas de escritores y leer lo que sus dueños dicen de los libros. Una tertulia al cobijo de una biblioteca casera transcurre al margen del reloj y es imposible discutir, pues los libros son sacos terreros contra la tontuna y la zafiedad.

Biblioteca Pública de Nueva York

Aprendí desde joven a apreciar el olor de los libros antiguos y a disfrutar de su tacto en los archivos históricos. En el archivo diocesano de mi ciudad, situado en las galerías altas catedralicias, durante años investigué largas horas por las tardes. A lo lejos se oía al canónigo tocar el órgano. La música de Bach era una especie de banda sonora del universo, de galaxias rotando, a pesar de que el cura a veces tocaba con el frenesí del capitán Nemo al hundirse el Nautilus. Me gustaba todo: el olor a madera de los armarios y cajoneras, la textura de la piel de cordero con la que se encuadernaban los libros de actas del s. XVII, el recio papel timbrado y la arenilla que espolvoreaban los escribanos para secar la tinta que quedaba entre las hojas.

Un mundo sin libros sería la distopía de Ray Bradbury en donde sólo valdría la pena la banda sonora que compuso Bernard Hermann para Farenheit 451. Esa música de perturbadora belleza (como la de Julie Christie en la película) acompaña la secuencia final, en la que, a falta de bibliotecas, los hombres-libro viven en el bosque, memorizan una obra y la transmiten oralmente. Y sin salir del cinemascope, qué travesura la escena de Desayuno con diamantes en la que la alocada y glamurosa Holly (Audrey Hepburn) acompaña a la Biblioteca Pública de Nueva York a su amigo, el escritor Paul (George Peppard) para que éste firme un ejemplar del único libro que había escrito hasta entonces. Y ahora, a canturrear Moon River.

"En mi época de estudiante no utilizaba la biblioteca de mi universidad como aparcadero de apuntes. Era tan extravagante que hacía lo que nadie: buscar libros."

Hollywood nos ha familiarizado con bibliotecas de largas mesas de consulta dotadas de lámparas con pantallas de cristal verde. Aquellos haces de luz amarillenta proyectados sobre los libros abiertos se me antojan una metáfora del conocimiento sosegado, y por eso, en otoño e invierno, me ha gustado tanto leer y tomar notas en las bibliotecas cuando la luz natural declinaba y sólo reinaba la eléctrica. O en casa, repantingado en el sillón, leer bajo la luz de la lámpara de pie en el despacho acorazado con libros, blindado del mundo exterior, pues en esos momentos sólo me interesa el mundo interior.

En mi época de estudiante no utilizaba la biblioteca de mi universidad como aparcadero de apuntes, ni en temporada de exámenes llegaba a primera hora a darme codazos como en rebajas para ocupar una silla y una mesa de estudio. Era tan extravagante que hacía lo que nadie: buscar libros. Me gustaba husmear entre las altas estanterías, coger libros con avaricia y transportarlos en equilibrio hasta la mesa para leer un poco de cada uno antes de decidir cuál me llevaba. Y aunque fuera diluviase y tronase o el calor derritiese el asfalto, dentro la temperatura era idónea y el silencio una utopía cumplida. Daban ganas de acampar.

Bodleian Library

De la misma manera que al viajar nos prendamos de paisajes, conocemos edificios, pateamos calles y dejamos fluir la vida en cafés y restaurantes, los letraheridos también recorremos librerías y visitamos bibliotecas para darle gusto al cuerpo y al alma. Algunas de ellas las hemos visto en películas, sobre otras hemos leído o visto en fotos, y de otras nos han contado maravillas, como antiguamente hacían los viajeros que regresaban de lejanas tierras, cuando la capacidad de fascinación no se había devaluado con la falsa familiaridad que otorga internet.

Las de Oxford son como catedrales góticas reconvertidas en contenedores librescos. Han sustituido la sacralidad litúrgica por el endiosamiento de los libros. Bajo las bóvedas de nervios a veces colocan sillones chéster, como en la Bodleian Library. En el piso superior hay barandillas de madera que recuerdan las cubiertas de los navíos de línea, y entran ganas de acariciar la madera abrillantada, quizá con cera de abeja. En la Bodleian Library investigaba J.R.R. Tolkien, y entre sus piezas más preciadas figura un manuscrito de El Señor de los Anillos. Sin salir del país y bajo la misma lluvia tamizada, la London Library es la quintaesencia de la estética británica, y el mero hecho de sentarse a contemplar los lomos ocres de los libros supone revivir las glorias del reinado victoriano mientras uno recita mentalmente alguna estrofa de Kipling. Y sin riesgo de que lo acusen de imperialista.

En París, la fantasía progresista de Henri Labrouste levantó la biblioteca de Santa Genoveva al estilo de una estación ferroviaria, o tal vez como una basílica laica de hierro, y su sucesión de mesas y lamparitas tiene algo de grandeur. Y junto a la anterior ensoñación mecanicista me quedo también con la biblioteca Mazarino, fundada con los fondos bibliográficos del cardenal que sustituyó a Richelieu como ministro principal de Luis XIII. Pero puestos a elegir, prefiero una biblioteca por donde anduvieron los validos españoles.

La del monasterio de San Lorenzo de El Escorial es de tal belleza italianizante que miramos hacia la bóveda boquiabiertos y diciendo “oohhhh”, como si contemplásemos fuegos artificiales. El dorado de los libros colocados de canto, la caoba de los armarios con rejilla (como aparadores palaciegos), el suelo ajedrezado, los cuadros de los reyes y la luz serrana que entra a borbotones por los ventanales hacen que uno se lamente de que la Gran Armada no hubiese desembarcado. Soy incapaz de imaginarme a Felipe II jugueteando con la esfera armilar al estilo de Charles Chaplin con el globo terráqueo en El Gran Dictador, e imagino al Rey Prudente ante el bonito artefacto dorado lamentándose de lo que pudo haber sido y no fue.

Biblioteca de Santa Genoveva

El principal atractivo de La sombra del viento estriba en el cementerio de los libros olvidados, escondido en las entrañas de una Barcelona neblinosa que tiene algo de Gotham. Ese iniciático depósito de libros animistas es una imagen tan poderosa que enganchó a una multitud de lectores. Ruiz Zafón dio en el clavo. Quizá su éxito radique en la astuta explotación de los sentimientos asociados a los libros que han marcado nuestra vida, porque ¿qué bibliófilo no se ha preguntado con tristeza de replicante de Blade Runner dónde irá a parar nuestra biblioteca cuando muramos?

"Los territorios explorados durante la infancia nunca dejan de pertenecernos aunque ya no existan, al igual que los atlas de los lugares imaginarios. Las bibliotecas son parte de nuestra geografía sentimental."

Pero la novela más cautivadora sobre libros para quienes vivimos prendados de ellos es El club Dumas. Acepto refutación de quien sea, pero si resulta una chorrada traída al buen tuntún, que busque padrino y elija arma. En 1993 y a contracorriente, Pérez-Reverte tuvo la santa osadía de reivindicar la narrativa decimonónica de aventuras a través de una novela que requería metadona tras leerla de lo adictiva que resultó. Esta icónica obra “perezrevertiana” refleja con tal belleza el coleccionismo de libros y el amor sin tasa hacia ellos, que explica por sí misma las razones que empujan a un lector a hacerse con una biblioteca, a despertar celos en la persona querida por robarle tiempo dándoselo a los libros, a preferir la soledad de la biblioteca cuando afuera estalla la primavera.

Los territorios explorados durante la infancia nunca dejan de pertenecernos aunque ya no existan, al igual que los atlas de los lugares imaginarios. Las bibliotecas son parte de nuestra geografía sentimental. Tanto disfruté de niño con las aventuras de Tintín que tomaba prestadas que mucho después tuve un fox terrier. Murió hace años y aún sueño con él. Unas veces acude a mis pies para que lo acaricie mientras leo en mi biblioteca escuchando Radio Clásica y otras corretea por el campo, entre la hierba crecida mientras paso la mano por los tallos, como hace Russell Crowe en Gladiator en la escena en la que los Campos Elíseos son una campiña de trigo verde.

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