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Las gafas de Jane Austen

Jane Austen nació en 1775 y murió en 1845, a los cuarenta y un años. En aquel tiempo en que, al contrario que ahora, la juventud era larga y la vejez corta, a ella se la consideraba prácticamente una anciana. De hecho, resulta muy gracioso leer en sus novelas cómo tacha de muy mayores a los hombres que van de los treinta y cinco a los cuarenta y les abriga con chalecos de franela. Y cómo ya no les encuentra vigorosos para el baile ni para nada en general. Todo empezaba y terminaba demasiado pronto y en especial para las mujeres que, antes de perder el bello candor de la juventud, debían correr a cazar un pretendiente. Algo comprensible si tenemos en cuenta que las solteras no podían heredar, que eran tratadas como menores de edad y que, con frecuencia, se veían al borde de la caridad ajena como la propia Jane, su madre y su hermana que tuvieron que ser socorridas por su hermano. Hay que decir que les fue mejor que en la ficción a la viuda Dashwood y sus tres hijas (Sentido y Sensibilidad) que no logran el favor del hermano. Por favor, no dejéis de leer la aguda y divertida conversación entre John Dashwood y su mujer Fanny en que ella, con  inteligentísima malicia, va socavando poco a poco el deseo de su marido de ayudar con tres mil libras a sus hermanas. En la vida real, ni Jane Austen ni su hermana Cassandra corrieron la suerte de sus heroínas y no superaron la soltería, gracias a la cual Jane tuvo sosiego para regalarnos un puñado de novelas con el don de la eterna juventud. Daría cualquier cosa por haber estado a su lado y disfrutar de su sentido del humor cuando dijo: “Ser una solterona ofrece algunas ventajas; me siento en el sofá junto a la chimenea en los bailes, y bebo todo el vino que me da la gana”.

"En alguna página de Sentido y Sensibilidad la sola mirada profunda e insistente de un caballero sobre su fresca presa logra sugerir la tensión erótica destinada a otra escritora posterior, Emily Brontë."

Me emociona imaginármela andando por el campo o bailando con su bonita figura, el pelo castaño y rizado, los ojos color avellana y rubor en las mejillas, según la describían sus parientes y la acuarela que le hizo Cassandra. A lo que habría que añadir un detalle adorable: las gafas. Al menos usó tres, que se han conservado, las últimas con una graduación alarmante  revelaban cataratas. Aunque más alarmante ha sido el hallazgo de arsénico en ellas. Siempre se dijo que había muerto de una embolia, ahora se sospecha que fue envenenada, lo que ha disparado la fantasía de un posible asesinato. Pero no nos volvamos locos, como dijo Paracelso, el veneno está en la dosis, y en aquellos días el arsénico tenía usos medicinales. Porque ¿quién querría hacerle daño a aquella vieja solterona, cuya única fortuna residía en su talento? Lo más doloroso es que a veces nos abandone el sentido que más necesitamos para ser felices. Y ella era feliz escribiendo y acabó estando casi ciega.

A pesar de su portentosa imaginación, nuestra querida Jane jamás habría adivinado que alguien como yo, con móvil, Internet, que ha visto al hombre pisar la luna y que puede literalmente volar de una ciudad a otra, se deje absorber y encandilar por sus historias de damas y caballeros galantes. Y que sea incapaz de soltar —sin ningún gancho sexual ni policiaco— cientos y cientos de páginas que hablan de rentas, herencias, tierras y un amor siempre limitado por las dichosas libras, algo que en aquellos días todo el mundo, dentro y fuera de la literatura, veía muy razonable. El diabólico romanticismo, que tanto nos ha hecho sufrir y llorar, aún no había llamado a las puertas del alma georgiana. Aunque en alguna página de Sentido y Sensibilidad  la sola mirada profunda e insistente de un caballero sobre su fresca presa logra sugerir la tensión erótica destinada a otra escritora posterior, a Emily Brontë (autora de la desgarrada pasión de Wuthering Heights), a cuya hermana Charlotte (autora de la enigmática Jane Eyre), las novelas de Austen le parecían sosas. Celillos de grandes escritoras.

"Los lectores apenas pasamos del hall, donde depositamos nuestra tarjeta de visita, o de los salones de esas mansiones con nombres rotundos como Pemberley."

Por el contrario yo, pocas tardes de domingo he disfrutado tanto como con esas conversaciones  llenas de meandros y recovecos en que se detienen las miradas y los gestos bien entrenados en el ring social. Una manera de escribir, por cierto, ahora puesta en duda a la vista de sus manuscritos en que emplea un lenguaje más directo y menos moldeado, con una gramática algo asalvajada, que se supone le corregirían. Lo que hace pensar que el talento de Austen, su ironía y penetración psicológica estaban por encima de la ortografía. Sea como sea, Jane consigue llevarme y traerme por senderos y deliciosos bosquecillos de una casa a otra, de un salón a otro a cual más primorosamente decorado. Las visitas se detienen a contemplar los cuadros, los objetos, les encantan los dibujos. Se pasan las horas muertas jugando a las cartas (uno de los entretenimientos favoritos de la época). Las damas tocan el piano, cantan o bordan, mientras que algún caballero lee el periódico. También escriben desenfrenadamente cartas, diarios y todo tipo de notas, tarjetas de visita y recordatorios.

Los seres que pueblan el mundo aristócrata-rural de la Inglaterra georgiana, tan apasionados por el campo y las buenas maneras, se necesitan y se buscan desesperadamente. Como ese John Middleton (Sentido y Sensibilidad), a quien le aterra estar solo, y para él estar solo equivale a no disponer de una auténtica tropa sentada a su mesa. Grandes comidas, cenas, continuas visitas, bailes, invitaciones. Quizá una buena televisión les habría ayudado a relajarse un poco. Pero el deseo de conocer a otros y de atraerlos al interior de sus salones era tan profundo porque fuera de sus iguales les esperaba el tedio y la soledad. Así que los modales eran imprescindibles si uno no quería sentirse un apestado. Digamos que el refinamiento social había llegado a un grado supremo por imperativos de la ociosidad y de tener que entretenerse a sí mismos sin Internet, ni televisión, ni cine. De hecho, con tanta visita y obligaciones sociales uno se pregunta cuándo  tenían tiempo de trabajar. No estaba mal visto estar mano sobre mano. Incluso un personaje llamado Edward Ferrars se queja con amargura de estar condenado a no dar un palo al agua. Mientras tanto, unos sirvientes invisibles se encargan del trabajo sucio. Austen los deja fuera de sus ensoñaciones. Aparecen al fondo como posesiones que se arrastran de una casa a otra, como parte del ajuar, pero no sabemos quién hace la comida ni siquiera cómo son las cocinas. Los lectores apenas pasamos del hall, donde depositamos nuestra tarjeta de visita, o de los salones de esas mansiones con nombres rotundos como Pemberley, que ¿no nos recuerda a Manderley, de Rebecca? ¡Si Austen levantara la cabeza y viera el rastro de inspiración que ha legado!

"No parece que hayan pasado dos siglos por los caballeros del universo Austen. Aún siguen castigándonos los sinvergüenzas encantadores como Willoughby y suspiramos por doblegar con nuestro ingenio a un guapo y altivo Darcy."

En estas atmósferas tan restringidas la intriga se retuerce y se estira en pos del ansiado casamiento ventajoso. En este sentido la sensatez de Jane es conmovedora al no condenar a sus heroínas a un romance alocado y destructor. ¿Por qué iban a inmolarse en el fuego del amor en un mundo que solo les ofrece bonitas muselinas y vagas esperanzas? Al menos Austen las premia con la holgura económica que a ella le faltó. Y también premia a las mujeres inteligentes y audaces de pensamiento convirtiéndolas en seres atractivos para los hombres más deseados, como Elizabeth Bennet para el arrogante e inconquistable Darcy (Orgullo y Prejuicio). Todo envuelto  con ese lenguaje cepillado y sinuoso como la verde colina por la que Marianne cae rodando hasta los pies de Willoughby, uno de esos canallas que han atravesado la historia sentimental de la humanidad dejando un reguero de cadáveres.

No parece que hayan pasado dos siglos por los caballeros del universo Austen. Aún siguen castigándonos los sinvergüenzas encantadores como Willoughby y suspiramos por doblegar con nuestro ingenio a un guapo y altivo Darcy. Nos reconocemos en Elizabeth, en Emma, en Elinor, en Marianne. Somos fogosas, sensatas, manipuladoras, frívolas y sufridas. Entre todas hemos contribuido a que, milagrosamente, debajo de las frases torneadas  de las páginas Austen lata un espíritu perspicaz, rebelde y tierno.

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