Siempre me intrigan las hormigas en su pasar uniforme por el porche o, un poco más allá, entre las hierbas —gigantes para ellas— del jardín. Qué deben de pensar cuando me acerco. No me temen nunca y se aventuran en mí cuando ellas quieren.
Se llevan una escama de piel como de oro, y así me enseñan que nuestra fortuna es a la vez firme y frágil.
Ellas peregrinan juntas, solidarias, en perfecta armonía, muchas veces por los mismos caminos, recolectoras de semillas y de pequeños cadáveres. Nada cae que no se lleven. Todo lo limpian. Son capaces de dibujar en la tierra líneas claras y firmes, como las de Nazca, que yo trato de descifrar desde mi altura confundiéndolas a veces con el paso de una serpiente. No: son ellas, las hormigas, que en su desfile constante dejan la huella de la mayor de las culebras.
A veces, cuando las combato, cuando todo un ejército ha irrumpido bajo mi puerta, y trato de cazarlas para devolverlas al jardín, me asombro de su velocidad, de su destreza para huir o combatir, de su capacidad de aguantar la presión de mis dedos, su inteligencia para hacerse las muertas cuando conviene y, a la vez, su poder para no morir: ni cuando caen de un rascacielos ni cuando han sido magulladas por descuido.
La humildad de las hormigas se diluye en poderes multiplicados, y así me enseñan que cada instante guarda un potencial desconocido.
Son famosas por ser comunidad.
Ayer, al pasar por la alberca, descubrí algo que flotaba, negro y denso, junto a las hojas del temprano otoño.
Una hoja más debía de ser de un extraño árbol de la noche, una hoja imposible, del color de los sueños de un minero. O acaso un escarabajo reluciente, ahogado en el verde del agua. Pero al acercarme observé que algo se movía dentro de la forma misteriosa, unas esferas diminutas y tan apelmazadas como las huevas de lumpo en una tarrina gourmet.
Saqué aquel extraño ente con una malla, con el fin de observarlo mejor o destruirlo si se trataba de una invasión de huevos de mosquito. Pero, al dejarlo en el suelo, aquella mancha negra se fue abriendo, hasta que al fin me pareció ver los cuerpos de algunas hormigas deformadas en aquel engrudo.
Seguramente habrían muerto en la alberca después de reunirse sobre una hojita con el fin de salvarse.
Acostumbrado a la magia de las hormigas, no me extrañó ver de repente que una de ellas se enderezaba un momento y, moviendo las antenas, se echaba a andar como un lázaro minúsculo. Era una superviviente entre aquella aglomeración de hormigas que se habían apretado de tal modo para morir que solo dejaron a la vista aquellas minúsculas esferas.
Pero la mancha se siguió abriendo. Y apareció sobre el suelo una hormiga tras otra, estirándose, incorporada. Y cada una de aquellas centenares de hormigas, apretadas un instante antes en un solo cuerpo negro, echó a andar.
Y me vinieron a la mente los milagros evangélicos.
Una tras otra habían caído al agua. Se habían empeñado en la alberca por alguna razón. Quizá para rescatar a la primera que había naufragado. Quizá por un deseo colectivo de beber. Y, ya ahogándose, en lugar de tratar de salvarse por separado, se habían imantado una con otra hasta formar una balsa. Una balsa de hormigas salvadora, hecha de sí mismas, una con otra. Se habían fundido tanto que ni el agua las penetraba ni tampoco la identidad, pues en ese instante aquel hormiguero era un solo ser flotante.
Un ser lleno de una fe absoluta en su destino, a pesar de su desamparo en el agua. Un ser compuesto de otros muchos, que no sabía nada de mí y me esperaba.


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