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Las metamorfosis silenciosas

Las metamorfosis silenciosas

A propósito de la noche y la literatura, de las metamorfosis y la fingidamente anhelada soledad por parte de los escritores, quienes, en efecto, no soportan sentirse solos.

En la íntima historia de la literatura se disimula una noche apenas memorable en la salita de un piso vulgar de Praga, en casa de Max Brod. Allí Franz Kafka conoció a Felice Bauer. Sucedió el 13 de Agosto de 1912, por la noche. De inmediato, Kafka encontró, más allá de la simple idealización, al lector ideal (su lectora ideal), la mujer que, para mayor gloria a juicio del checo, se manejaba con soltura en la técnica del mecanografiado de manuscritos y además trabajaba en una conocida marca de dictáfonos, también llamados parlógrafos, lo que al instante la convirtió, a ojos del joven y hermético escritor, en la compañera ideal (incorregible Kafka). Un perspicaz Elías Canetti nos dice que lo que el checo buscaba era «una mujer que estuviera a su disposición sin esperar de él más que palabras».

"Pero también llaman la atención casos opuestos, como el de las esposas de Diderot o la de Joyce, Anne Antoinette Champion y Nora Bernacle, respectivamente"

Desde luego resulta más estereotipado el caso de Dostoievski al contraer matrimonio, en segundas nupcias, con la joven que había contratado como mecanógrafa para despachar su novela El jugador, Anna Grigórievna, quien puso todo su empeño en enderezar el escabroso rumbo que había tomado en la vida su esposo.

También mecanógrafa y entregada a la obra de su marido fue Elena Shilovskaya, con quien Bulgákov contrajo matrimonio en terceras nupcias. Sin lugar a dudas, es debido al tesón de esta mujer que hoy disfrutamos de la obra del autor de El maestro y Margarita.

Asimismo Sofía Tolstoi desempeñó las tareas de copista para su esposo: transcribió siete veces el manuscrito de Guerra y paz.

Por no hablar de la entrega casi laboral con que Vera Yevséievna Slónim colaboró y condujo tanto el trabajo como cualquier otro aspecto de la vida práctica de su cónyuge, un tal Vladimir Nabokov.

"Matilde, a diferencia de las antes citadas, amó al hombre, no al poeta, y no habiendo acertado en la elección perdió a ambos"

Pero también llaman la atención casos opuestos, como el de las esposas de Diderot o la de Joyce, Anne Antoinette Champion y Nora Bernacle, respectivamente. Éstas jamás leyeron una sola línea escrita por sus maridos, salvo sus cartas. O el de Jane Austen al tener la ocurrencia de falsificar en dos ocasiones certificados de matrimonio a su nombre. ¿Con qué fin?… Austen murió soltera a la temprana edad de 41 años. Y dentro del universo ficticio cabe citar el caso de Beatriz Viterbo, que nunca leía los libros que el narrador (Borges, el otro) le regalaba.

Por su parte Matilde Mauté, casada con Paul Verlaine, en vano se esforzó en preservar una existencia, infectada por la penuria y la violencia, a golpes de imposible cotidianidad frente a los efectos perniciosos de la absenta, la poesía y el otro, el niño maldito. Conviene advertir que Matilde, a diferencia de las antes citadas, amó al hombre, no al poeta, y no habiendo acertado en la elección perdió a ambos. Por eso y también por culpa de un poeta terrible e inconmensurable que bien podría haberle obsequiado, a Matilde, uno de sus versos demoledores (hablamos de Rimbaud):

Par delicatesse j’ai perdu ma vie

¿Habría sido diferente si Matilde hubiese decidido metamorfosearse en un espíritu volátil?… ¿O en mariposa zumbando el pensamiento desenfrenado de Nabokov?… ¿U oculta bajo otro nombre; triste y sola en la mesa de un cafetucho?…

"Es bien sabido que este autor escocés se alimentaba de los sueños para elaborar sus trabajos literarios, costumbre que había adquirido en su época de estudiante en Edimburgo"

Célestine, la camarera creada por Octave Mirbeau (Diario de una camarera), acaba pareciéndose demasiado a su señora, a todas las señoras. Y nosotros —todos— acabaremos igualmente inmersos algún día en la metamorfosis que nuestras fuerzas e inteligencia sean capaces de alentar, pues todos nos parecemos demasiado a los demás, amos o criados.

Si bien, otra posibilidad consistiría en revivir la aciaga experiencia última de Robert Luis Stevenson. Resulta que el creador de Jekyll y Hyde (metamorfos que tal bailan) se murió en Samoa en pleno proceso de transfiguración de su rostro, de lo cual fue consciente con horror, porque así se lo hizo saber a su esposa, quien no ganaba para sustos, la pobre, dada la precaria salud del escritor. Con una botella de vino en la mano, Stevenson, debido a un derrame cerebral, vio cómo su rostro comenzó a desfigurarse y se fue transformando en el de otro. Hasta alcanzar la muerte dos horas más tarde. En cierta medida, la muerte de un desconocido. Todos soñamos «un dulce cuento de terror», según le explicó airado Stevenson a su mujer, Fanny Osbourne, una vez que ésta le arrancara de la pesadilla que habría de inducirlo a escribir El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde. Es bien sabido que este autor escocés se alimentaba de los sueños para elaborar sus trabajos literarios, costumbre que había adquirido en su época de estudiante en Edimburgo, pues al entregarse al sueño se contaba a sí mismo historias con la esperanza de que luego aquellos a los que él llamó «pequeños seres que dirigen el teatro interior del hombre» afrontaran el reto de darle forma literaria a dichas historias.

"La Viardot fue amante, y compañera hasta el final, de Iván Turguéniev con la conformidad del esposo quien, al igual que hiciera el otro, dio cobijo en su mansión al intruso escritor"

Seguramente, sin apenas intuirlo, Kafka era presa de su propia obcecación. Su ideal de mujer y compañera debería de ser aquella capaz de alentar todo tipo de ambición kafkiana, modelo en el que podría encajar Émilie du Châtelet, marquesa de Châtelet, dama capaz de traducir a Newton y al mismo tiempo amar a Voltaire, con quien se retiró a vivir en un castillo, por cierto, puesto a disposición de los amantes por el marido de la marquesa, dueño del palacio y uno más de esa reducida estirpe de hombres condescendientes con el ejercicio adúltero de sus esposas. La actitud del marqués nos permite evocar la reacción, igualmente serena, de Louis Viardot, a juicio de muchos el mejor traductor del Quijote al francés y esposo de la mezzosoprano y compositora medio española Paulina García, conocida y admirada en los más selectos ambientes europeos como Madame Viardot. La Viardot fue amante, y compañera hasta el final, de Iván Turguéniev con la conformidad del esposo quien, al igual que hiciera el otro, dio cobijo en su mansión al intruso escritor.

La marquesa de Châtelet lo mismo avalaba los trabajos de Voltaire que lo defendía apasionadamente, y cuando éste se vio perseguido lo protegió con la eficacia a su alcance, que no era poca por cierto. Mujer mundana, madre atenta, marquesa, culta y sin reservas. Oh, sí, tenía poco en común con una oficinista berlinesa llamada Felice.

"La intervención atrevida, y en algunos casos sabia, del traductor consigue auténticos espejismos que desde el momento en que nos damos de bruces con ellos nos hacen dudar hasta caer en la pesquisa"

A la vista está que Felice Bauer jamás alcanzaría tales grados de refinamiento y apasionada entrega, ni contaba con un marido desmedidamente protector, comprensivo y acaudalado. Habrá que convenir que tampoco Kafka alcanzó jamás, ni de lejos, los rutilantes niveles de aterciopelado esnobismo que caracterizaron a Voltaire en sus mejores años.

Tanto los de Voltaire como los de Kafka o los de Nabokov fueron otros tiempos, hoy superados en lo que concierne a la relaciones sentimentales pero no así en el aspecto literario, cuando los mejores se presentaban como individuos «armados con las grandes tijeras de la imaginación», según el verso de Adam Zagajewski, éste sí, poeta de nuestro tiempo.

Otra modalidad de travestismo literario la encontraremos —de insistir en la búsqueda— en la permanente metamorfosis conceptual, y a la vez existencial, que afecta a no pocos autores (hombres y mujeres). Véase, entre otros, el caso del chileno Álvaro Yáñez Bianchi/Juan Emar:

METAMORFOSIS DE UN ESCRITOR CHILENO Y AFRANCESADO:

J´en ai marre. Jean Emar. Juan Emar. Umbral

He descubierto por casualidad, en una película sueca (Aventuras de Picasso, dirigida por Tage Danielsson), otro caso peculiar. Allí, el personaje de Gertrude Stein, siempre abusando de su fiel compañera-secretaria-consejera-sirvienta-amante-ama de llaves-confidente…, Alice B. Toklas, se dirige a ésta con burlona insistencia, acogiéndose a esa clase de desprecio que solo el verdadero afecto les infunde a ciertas personas engreídas, y aprovechando el juego de palabras (pun) le espeta:

Alice, be talkless

Más lejos aún. La intervención atrevida, y en algunos casos sabia, del traductor consigue auténticos espejismos que desde el momento en que nos damos de bruces con ellos nos hacen dudar hasta caer en la pesquisa. Se trata de efectos, sin duda alguna, capaces de anular momentáneamente incluso la presencia inviolable del autor. Es lo que me ha sucedido cuando en el capítulo 9 de El zafarrancho aquel de vía Merulana me topé con la inesperada alusión a los hermanos Álvarez Quintero; así, de golpe. ¿Qué pintan estos dos aquí?, me pregunté deteniendo la lectura y amagando una sorprendida reflexión. Por sí mismo, ya sería desorbitado el hecho de que Carlo Emilio Gadda citara, sin ton ni son, a los Quintero, de ahí que de inmediato me apeteciera abrir una vía de investigación, por si acaso aquella sorprendente presencia respondiera a un capricho, una broma, un guiño, un alivio o una ventosidad del traductor, en este caso el admirado Juan Ramón Masoliver.

"La cosa es que no supe hallar la cercanía entre los hermanos Branca y los comediógrafos sevillanos; como tampoco una explicación a la decisión tomada por Masoliver, salvo su educación en el surrealismo"

Con afán investigador, y tal vez influido por las artes detectivescas de Ingravallo, seguí la pista de semejante broma y no tardé en descubrir —gracias a la clave de nombres sustituidos que aporta la edición que yo tenía entre las manos— que los hermanos Álvarez Quintero, por ocurrencia del traductor, venían a reemplazar nada más y nada menos que a los Fratelli Branca.

¿Los de la famosa destilería?… Sí, los mismos.

En otras ocasiones es el amor lo que provoca la metamorfosis. Recuerdo que Fernando del Paso, en su inconmensurable novela Palinuro de México, informa de algunas eximias mutaciones llevadas a término por culpa de la pasión amorosa. El mexicano nos cuenta que «el dios romano Vertumno para hacerle la corte a Pomona, la ninfa de los jardines, se transformó en campesino, soldado, pescado y mujer vieja». Y añade del Paso:

«Júpiter se transformó en cuclillo para amar a Hera, en toro para amar a Ceres, en cisne para amar a Leda, en paloma para amar a Pitia y en delfín para amar a Melanto. Júpiter, en fin, que se volvió sátiro para amar a Antiope, que se envolvió en una llama para visitar a la ninfa Egina y que descendió sobre Danae convertido en una lluvia de oro.»

La cosa es que no supe —y sigo sin saberlo— hallar la cercanía entre los hermanos Branca y los comediógrafos sevillanos; como tampoco una explicación a la decisión tomada por Masoliver, salvo su educación en el surrealismo.

Capriccio del traduttore.

Unos dicen que Emar es el Kafka chileno, otros que es el Proust chileno y otros que es el Raymond Roussel chileno —qué empeño—. Pero ni Felice Bauer ni Alice B. Toklas son, bajo ningún concepto, la marquesa de Châtelet, en igual medida que Kafka nada tiene que ver con Voltaire. Incluso cabría decir que Gertrude Stein es Kafka, al menos en respuesta al introspectivo concepto del amor que ambos supieron dejar de manifiesto, cada uno a su manera.

"Asimismo, parece que hubiese libros huraños y poco amistosos con sus congéneres, algo similar a lo que pretendió Guy Debord con la primera edición de Memoires"

Por su parte, Juan Emar, como solo cabe esperar de una persona inteligente y desenvuelta, únicamente buscaba un otro yo. Yo sólo sé —y busco asimismo un otro yo— que este escritor de la vanguardia sudamericana y afincado en París, incomprensiblemente apartado de la escena, es una explosiva muestra del desdén, el despiste y la injusticia que anida en el ámbito complejo de la literatura y los intereses editoriales. Hago esta afirmación sin haber leído aún su descomunal libro: Umbral. Libro olvidado —al igual que aquellos besos desfallecidos sobre las mesas de los cafés que sólo servían para entibiar las blancas manos de Matilde— y además esquivo o tal vez prohibido para mí. En ocasiones uno se las ingenia para defender un libro que aún no ha leído. El libro soñado.

Asimismo, parece que hubiese libros huraños y poco amistosos con sus congéneres, algo similar a lo que pretendió Guy Debord con la primera edición de Memoires, editada con tapas de papel de lija para que el volumen pudiera destrozar a cuantos libros, llevados por la mala fortuna o el siempre tiránico orden alfabético, fuesen cayendo junto a él en los estantes de las librerías, y de esa manera espuria y combativa sobresalir entre los demás.

"Pude entregarme al sosiego que me proporcionaba el hecho de confundir a Voltaire con Kafka, a Vera con Vladimir, a una mecanógrafa de Berlín con Madame Bovary, al de Croisset con el poeta niño, y a todos con nadie"

Severo Sarduy nos confiesa haber soñado que dormía con Italo Calvino, y aquel sueño no fue más que una simple demostración de la intrincada metamorfosis que germina entre escritores, aspirando a vivir unos dentro de otros, otros con unos, los olvidados entre los glorificados y todos sin los demás o contra el viento, como gorditas matrioskas compartiendo al menos la cama. Incluso atrapados en el plagio. O en la antigua contaminatio. Eso es algo que encontramos en los albores, digamos en el latino Plauto y su sofisticada elaboración de la comedia de enredo a partir de comedias griegas. Nace la palliata. Por su parte, Shakespeare reescribe a Bandello y, en cierto modo, éste hizo lo propio con Bocaccio. Y tantos que han sido (cítense Don Quijote, Fausto, Ulises, Don Juan, Lazarillo, Celestina, Emma Bovary…).

Entremezclando a Flaubert y Rimbaud hallé la explicación más sencilla: ce moi parce que je suis un autre. Y a partir de ahí pude entregarme al sosiego que me proporcionaba el hecho de confundir a Voltaire con Kafka, a Vera con Vladimir, a una mecanógrafa de Berlín con Madame Bovary, al de Croisset con el poeta niño, y a todos con nadie, que todavía era yo siendo a la vez quien habría de ser a partir de lo ya dicho, en francés o en silencio, qué más da.

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