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Lepisma y el fandom tóxico

Lepisma y el fandom tóxico

Era 2019 y estaba ingresado en el psiquiátrico de San Humbértigo (creyendo aún que su nombre era Carfax) cuando la serie Juego de tronos llegó a su fin.

La indignación recorrió las decimonónicas celdas en que residíamos, unas estancias contrarias no sólo a los preceptos de la ciencia moderna, sino incluso a los derechos humanos. Nuestro enojo no era debido al desenlace de la trama, que pudo gustarnos mucho, poco o regular, sino por cómo se reaccionó extramuros ante lo sucedido en Desembarco del Rey. Peticiones de firmas para que se volviera a rodar una nueva última temporada porque a sus señorías no les había gustado; padres y madres que habían bautizado a su hija con el nombre de un personaje que acabó pareciendo simpatizar con cierta ideología totalitaria hacían cola indignados en el registro civil para cambiar el nombre de Daenerys por cualquier otro: conozco una pareja a la que le sucedió eso, él se llama Brandon, ella Brenda, nacidos ambos a principios de los 90.

El hecho es que muchos de nosotros estábamos en el manicomio por confundir realidad y ficción mientras que en el resto del mundo, en el de los pretendidos cuerdos, ambos conceptos se mezclaban alegremente: la fiscalía pedía dos años de cárcel para un humorista por reírse de un personaje ficticio con discapacidad, actores y actrices acosados porque eran confundidos con el personaje que representaban, o se boicoteaban películas, obras de teatro o series como si ello fuera un modo de hacer política.

Hace ya unas semanas que me dieron el alta, y ahora estoy en casa: escucho a un alcalde decir que una escritora recientemente fallecida no es merecedora de ser hija predilecta de su ciudad, y que si se le da tal distinción será sólo para que le aprueben los presupuestos. Cambio de canal, hay una “tertulia” (las comillas nunca son gratuitas: estas me han costado diez céntimos) en la que se “debate” (diez más) sobre la cuestión, y me percato de que a nadie le interesa su obra; los creadores ya no son vistos como tales, sino como símbolos políticos. Esta es roja, es de los míos, ese es un facha, he de despreciarlo… aunque no he leído a ninguno de los dos. 

Me acabo el café; está muy bueno, no puedo negarlo, pero no lo he disfrutado. Empiezo a echar de menos la achicoria que nos daban en San Humbértigo.

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