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Lepisma y la escritura compulsiva

Lepisma y la escritura compulsiva

No es extraño que Lepisma se encontrara siempre a Stephen King escribiendo: el propio autor ha reconocido que para él la escritura es una adicción y ha definido como elefantiasis literaria su tendencia a excederse en la extensión de sus novelas, que crecen sin que él casi nada pueda hacer al respecto; quizás ese sea el motivo por el que cuando a duras penas logra frenar el caudal de palabras, algunos de sus finales sean decepcionantes.

Sé de buena tinta, sin embargo, que lo suyo no es ningún tipo de inventada elefantiasis, sino que se trata de lepismosis simbiótica, mal que en su día también afectó a Lope de Vega, Georges Simenon, Corín Tellado y a algunos de los autores más prolíficos; y es que, aunque no queden documentos escritos porque sus protagonistas los devoraron, desde el principio de la historia algunos pececillos de plata establecieron una relación simbiótica con autores a los que, a cambio de una sinopsis atractiva, obligaban a producir páginas y páginas para poder así alimentarse con los borradores de la obra. En la antigüedad fueron confundidos con las musas, pero poca gente sabe, ya que estos invertebrados nunca han querido salir a la luz, su importancia capital en la evolución de la literatura.

Stephen King convivió con su pececillo de plata desde la más tierna infancia, manteniendo una relación de amor-odio: odio cuando se comía los deberes que debería haber presentado en el colegio, amor cuando le daba argumentos para escribir sus primeros cuentos que, fotocopiados, vendía a sus compañeros de clase. Pero Randall, que así se llamaba el bicho, resultó ser insaciable, y más que una simbiosis, la relación se transformó en parasitismo: King incluso tuvo que crear un pseudónimo, Richard Bachman, para dar salida a su ingente e incesante obra.

—¡Más, más! —le gritaba Randall al oído, casi como en un orgasmo, cuando el escritor se encontraba frente a la máquina de escribir—. ¡Dame más! ¡Escribe un Apocalipsis para mí!

Harto, el bueno de Stephen se refugió durante años en las drogas y el alcohol, y escribió Misery, una novela mucho más autobiográfica de lo que nadie podía sospechar: en el libro, una enfermera retiene y tortura a su escritor preferido para que escriba para ella, mientras que en el mundo real no se trataba de una psicópata, sino de un voraz invertebrado. En Mientras escribo, un ensayo en el que, por supuesto, oculta el papel que un insecto juega en su carrera, King da recomendaciones a aprendices de literato, mostrando un odio exacerbado al uso de adverbios; al leerlo, me sorprendió esa animadversión, pero por Lepisma ahora sé que la causa es el propio Randall, a quien, por su estómago delicado, le sientan mal los adverbios y obliga a su parasitado autor a usarlos lo menos posible.

—Y todo esto lo sé —continuó explicándome Lepisma— porque Randall me ha enviado un mail pidiéndome un favor. Bueno, no sólo a mí, sino a toda la comunidad de pececillos de plata. Como supongo que sabes, bajo el nombre de Richard Bachman, King escribió una novela titulada Rabia, que, a petición suya, ya hace años que no se ha vuelto a publicar por el parecido que tiene con tantos tiroteos acaecidos en institutos de Estados Unidos. Pues bien, Randall nos ha pedido que devoremos cualquier ejemplar de esa obra para así poder retirarla de la circulación. Tú no tendrás ninguno, ¿no?

—¿Yo? No, no, qué va. Bueno, voy a prepararme la cena —y me levanté. Por supuesto, no iba a la cocina, sino a introducir en mi caja fuerte (comprada hace seis años y desde entonces vacía) mi ejemplar de Rabia, que había comprado hacía tantos años en el Carrefour

…perdón, en el Pryca, que uno ya empieza a tener una edad.

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