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Lluvia, vapor, velocidad

La invención de Hugo (Martin Scorsese, 2011)

Querido Adrián:

Nos gusta pensar que la primera película que se proyectó en un teatro, a pesar de su corta duración, conmocionó a los asistentes de tal manera que tuvieron que esconderse debajo de las butacas o salir corriendo por los pasillos para que el tren, el famoso tren en blanco y negro, no los atropellase. Así es como lo cuenta otro romántico, Martin Scorsese, en su película La invención de Hugo. También algún que otro libro canónico de Historia del cine alude a la misma anécdota sin perspectiva, como si los primeros espectadores de cine fuesen privilegiados, pero también algo tontos, y llegasen así incluso a confundir los colores del mundo ante la llegada de un arte virgen.

Muchos años después, unas niñas del campo segoviano practicarían un juego macabro tumbándose en las vías del tren hasta que lo oían llegar (El espíritu de la colmena, Victor Erice, 1973), un director con apariencia de semidiós intentaría lapidar un TGV, el modelo de tren contemporáneo (Hélas pour moi, Jean-Luc Godard, 1993) y, entre las vías olvidadas, sin duda la imagen más cruel del siglo XX (Nuit et brouillard, Alain Resnais, 1955), crecerían amapolas (Le livre d’image, Jean-Luc Godard, 2018). La imagen del tren es sin duda una de las más visitadas de la historia del cine: resulta difícil pensar qué sería de Con la muerte en los talones sin la presencia del tren, donde todo ocurre a pesar de que apenas aparece. El propósito de la repetición de esta imagen se basa en la necesidad de extender un mito fundacional —esto es algo que explica con lucidez Vicente Monroy en Contra la cinefilia, el ensayo sobre cine más importante de los últimos años—. Para construir un mito moderno se necesitan ingredientes aparentemente desconectados entre sí: una idea falseada de origen, el subrayado carácter único e irrepetible del hecho fundacional, una reacción sorprendente que nos cuesta creer y creemos —los espectadores huyendo de la sala— y, sobre todo, una repetición constante de los motivos que el mito marca y cuya conexión con el origen es inalterable a pesar de la diferencia que se establece entre la imagen mitificada y la imagen recreada.

El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973).

El historiador Tony Judt sostiene, a propósito del gigantesco desarrollo del ferrocarril en el siglo XIX, que el viaje es la característica más visible de la modernidad. A dos de los pintores más agraciados de su siglo, Claude Monet y William Turner, les fascinaba esa mezcla de vapor y velocidad. Sin embargo, no había en esa atracción por lo veloz un afán de superación del tiempo y el espacio, como perseguían los futuristas; la mirada de los modernistas era pausada y analítica, y no exasperante y espídica. El cine también puede entenderse como un capítulo de la historia de los ferrocarriles. Turner intenta imprimir movimiento en el cuadro, y hay quien ve en La llegada del tren a la ciudad la consagración absoluta de ese esfuerzo; hay incluso quien se remonta a las cuevas de Altamira, entendiendo así la historia del arte como la progresiva conquista del movimiento que alcanzaría su final deseado en L’arrivée d’un train à La Ciotat.

Rain, Steam and Speed (William Turner, 1844. National Gallery).

Todo esto es literatura: si el cine es realmente un arte que congrega los elementos de todas las artes que le precedieron, entonces es entendible que, al hacer una historia del cine, podamos empezar por donde mejor nos venga, ya sea Giotto, Velázquez, el Greco o el Estandarte de Ur. Esta idea del cine como arte supremo, consagración y superación, estanca a las imágenes y las reduce al ejercicio reproductivo: el mito que se visita o se relee. Sin embargo, para hacer frente a esta poetización histórica no es necesaria siquiera una contrahistoria, un discurso que conteste a la historia oficial y que se proponga únicamente desmitificar la llegada del tren a la ciudad. Ya que hemos llegado a este punto en el que podemos convertir en esencial cualquier relación arbitraria entre imágenes lejanas, en el que creemos que todo está conectado con todo, es preciso desligar a las imágenes de su estatus casi supramundano. Te confieso algo: me encanta curiosear los álbumes de vacaciones de la gente que sigo en redes sociales y conjeturar sus narrativas internas; me fijo sobre todo en las primeras fotos, las del viaje en tren.

Un caluroso abrazo,

Pablo.

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