Inicio > Libros > Cuentos > Los coleccionistas

Los coleccionistas

Los coleccionistas

Para Lucía Hernández-Canut

Apagó el cigarrillo en el cenicero de cristal tallado y se miró en el espejo del salón. Elena aún disfrutaba mostrando su belleza, aunque fuera ante sí misma. Apenas distinguía los retoques en la cercanía de los ojos, la frente o los labios. No le importaba mostrar arrugas, aunque con moderación. Más que la superficie, le preocupaba lo profundo, los huesos y los músculos, donde solo se apreciaba un ligero desgaste, aliviado con horas de pilates y musculación. Su espalda era una línea curva, que nacía al principio del cuello y terminaba en un culo aún firme. La melena negra le caía hasta los omóplatos y su rostro, aunque bello, tenía algo roto. Una marca junto al ojo izquierdo recordaba a una pelea, que sus padres llamaron caída de caballo. Había otras cicatrices invisibles, por dentro y fuera de la piel, que había coleccionado con constancia y dolor.

Caminó hasta el dormitorio, atravesando mesas de madera maciza y estanterías llenas de libros y pequeñas esculturas. En un cajón de la mesilla de noche, heredada de su abuela, estaba su tesoro: una vitrina de cristal con cuatro anillos de compromiso dispuestos sobre terciopelo azul. Cartier, Tiffany, Suárez, Bulgari. Los cuatro diamantes brillaban como estrellas muertas o como las lágrimas de sus prometidos tras las rupturas. Eran cuatro promesas rotas, que había conservado como trofeos. Sus amigas bromeaban llamándola “el señor de los anillos”. Elena sabía que la envidiaban. Pocas podían presumir de haber sido tan amadas.

"Tenía talento para leer las fluctuaciones y preverlas. Entendía los mercados como otros comprenden las mareas, los horóscopos o el genoma humano"

Cada anillo guardaba una historia, que se reflejaba en su óxido. Nunca los limpiaba porque el tiempo formaba parte de la narración. El joven arquitecto había sido suave pero aburrido, como un yogur desnatado. El escritor maldito era inteligente, pero mísero. El vividor con posibles, divertido aunque infiel. El diplomático ambiguo, sofisticado, pero también vacío, como las conversaciones en las cenas de embajada. Con cada uno había vivido el mismo ciclo: los ojos brillantes, las cenas y los paseos, las carcajadas, el sexo, las broncas y las reconciliaciones, la ilusión de que esa vez sería diferente. Después, cuando llegaba el anillo de compromiso, tras el éxtasis aparecía una tristeza profunda, combinada con un aburrimiento que la llevaba hasta el monosílabo y la bronca. Nunca aceptaría una vida doméstica que la matara por dentro, por mucho que quisiera una familia, una pareja estable, y hubiera fantaseado con niños corriendo por su viejo piso del centro. Incluso tras veinte años de diván seguía ignorando las razones de su eterna búsqueda, de perseguir un objetivo que no deseaba.

Encendió otro cigarrillo y volvió a sus cuatro pantallas. Los mercados asiáticos cerraban en rojo, pero la cartera familiar resistía bien. Los números, las curvas y los gráficos saltaban ante sus ojos, mostrando cientos, miles de variables, que Elena seguía sin parpadear. Tenía talento para leer las fluctuaciones y preverlas. Entendía los mercados como otros comprenden las mareas, los horóscopos o el genoma humano.

El family office de la calle Velázquez tenía cinco empleados, que la apreciaban y temían a partes iguales. Sin embargo su despacho, con títulos en la pared y una mesa de madera maciza, estaba casi siempre vacío. Elena prefería trabajar desde casa, rodeada de sus grabados y sus libros centenarios, con la libertad de fumar sin que nadie mirara cómo se estaba matando. Su móvil sonó. Mensaje de Sebastián: “¿Vienes esta tarde al estudio?”

"Con Sebastián había asumido que el final ocurriría tarde o temprano. Por eso, aunque ansiara su anillo, había optado por convertir el fracaso en el cierre de su colección"

Elena sonrió. Era su proyecto más ambicioso en mucho tiempo. Artista plástico, niño bien venido a menos y divorciado dos veces, tenía esa mezcla de talento, desidia y autodestrucción que tanto le gustaba. Llevaban un año juntos. Era tiempo más que suficiente para un auténtico compromiso. Sin embargo, Sebastián se resistía. Se veían casi todos los días, pero nunca dormían juntos porque él se negaba. Afirmaba que tenía insomnio y que nunca había compartido cama. Entonces Elena se veía obligada a tomar un taxi de madrugada. En el trayecto solitario, por las calles vacías, pensaba en cortar. No se merecía eso, pero tampoco podía abandonar el reto. Nunca antes de un nuevo anillo.

Con Sebastián había asumido que el final ocurriría tarde o temprano. Por eso, aunque ansiara su anillo, había optado por convertir el fracaso en el cierre de su colección. Cinco era un número perfecto, digno de una vida extraordinaria. Podría mostrarlos a las visitas, junto con sus grabados y su desdén. El estudio de Sebastián estaba en Malasaña, en un taller mecánico reconvertido en loft. Elena subió los tres pisos por una escalera que olía a humedad y a pintura. La puerta estaba abierta. Dentro, la luz natural se filtraba por tragaluces sucios. Había lienzos apoyados contra las paredes y tubos de óleo secos sobre una mesa de madera agrietada.

—Te estaba esperando. Tengo que atender una llamada: es un marchante de Londres. Ponte cómoda —dijo Sebastián desde el fondo del estudio.

Elena se quedó sola entre los cuadros. Eran obras de gran formato. Mostraban cuerpos desnudos y torcidos, casi deformados, rodeados de manchas de color. Sebastián era un buen pintor. El mercado, por desgracia, no siempre reconoce el talento. Podía oír su voz hablando en inglés al otro lado del biombo, fingiendo que le preocupaba el arte, cuando lo que realmente le importaba era vender y, sobre todo, que reconocieran su talento.

"Sebastián se acercó a ella. Olía a trementina y a tabaco negro, como debía oler la bohemia antes de que la convirtieran en un reel"

Se acercó a una cómoda antigua, que servía como mesa auxiliar. El primer cajón estaba lleno de pinceles y tubos de pintura, el segundo se abrió con un tirón seco. Dentro había una vitrina pequeña de madera y cristal. Dispuestos en filas había relojes. Cada uno tenía una etiqueta adhesiva, donde había escrito nombres de mujer. Parecía mariposas atrapadas en un álbum. Cuando oyó que Sebastián terminaba la llamada, no cerró el cajón. Se quedó allí, esperando, atónita ante la simetría.

—Veo que has encontrado mi colección —dijo él detrás de ella. Vestido con una camisola larga de pintor manchada de acrílico verde. Elena se giró. Sus ojos se encontraron. Dos coleccionistas reconociéndose en la distancia.

—¿Qué es esto? —preguntó, aunque ya lo sabía. Las mejores preguntas son siempre retóricas.

—Cada uno me lo regalaron en una pedida distinta. Me los quedaba como recuerdo después de huir. Ninguna me lo reclamó. Siempre he escogido a mujeres elegantes —dijo él, acercándose.

Elena miró los nombres en las etiquetas. Reconoció algunos: Carmen, su segunda ex; Lucía, aquella galerista que había durado tres años; Beatriz, la arquitecta; Amparo, la más dulce, profesora de un jardín de infancia. Una galería de corazones rotos y cuentas bancarias aliviadas.

—Somos iguales —dijo Sebastián, cerrando el cajón—. Tú coleccionas anillos, yo relojes. A ti te piden matrimonio, yo lo pido. Somos dos museos del fracaso.

—¿Cómo sabes lo de mis anillos?

—Madrid es un pueblo. Además, no eres muy discreta cuando quedas con tus amigas…

Sebastián se acercó a ella. Olía a trementina y a tabaco negro, como debía oler la bohemia antes de que la convirtieran en un reel.

—Pero esto tiene que terminar —añadió—. Ya no nos queda espacio para correr más. El tiempo y la vejez van en nuestra contra.

"Elena reconoció inmediatamente el diseño: oro blanco, diamante sencillo. Venía de El Corte Inglés o alguna joyería de barrio. Nada que ver con sus Cartier y sus Bulgari, pero brillaba con una luz que los suyos habían perdido"

Elena no respondió. Se acercó y le besó. Sebastián la empujó contra la pared, entre dos lienzos, y le subió la falda. Ella le desabrochó los pantalones mientras él le apartaba las bragas. Se movieron hacia el sofá que había en un rincón, tapizado en terciopelo granate. Elena se colocó sobre él. Cuando Sebastián entró en ella, cerró los ojos. Pensó en todas las veces que había estado así, sabiendo que tarde o temprano todo se destruiría. Se arqueaba como si quisiera escapar de su propia piel, regresar a esa juventud que escapaba. Se corrieron casi a la vez y se quedaron abrazados en el sofá, respirando el olor a óleo. Dos semanas después, Elena revisaba unos contratos en su despacho de la calle Velázquez. Carmen, su empleada más joven, se acercó a su mesa con una sonrisa abierta y los ojos brillantes.

—Elena, tengo que enseñarte algo —dijo, extendiendo la mano izquierda.

En el dedo anular llevaba un anillo de compromiso. Elena reconoció inmediatamente el diseño: oro blanco, diamante sencillo. Venía de El Corte Inglés o alguna joyería de barrio. Nada que ver con sus Cartier y sus Bulgari, pero brillaba con una luz que los suyos habían perdido, tal vez por el encierro, tal vez porque solo eran piezas de museo.

—Es precioso —dijo Elena con la desenvoltura de quien ha mentido toda la vida sobre cosas más importantes.

—Nos casamos en septiembre —dijo Carmen—. Llevamos cinco años juntos, ¿te lo puedes creer? Dice que me habría pedido matrimonio antes, pero quería ahorrar para comprarme algo bonito.

Elena miró el anillo barato y sintió una envidia profunda, que se hundía más allá de los huesos, revelando un odio que había olvidado y que nunca podría permitirse mostrar. Esa chica de veinticinco años tenía algo que Elena nunca había poseído: un anillo que significaba futuro en lugar de pasado. Era una promesa que no estaba destinada a romperse. Una joya que no acabaría en una vitrina, recordando siempre lo que nunca fue.

—Felicidades —dijo, y por primera vez en mucho tiempo, lo decía en serio.

"Miró hacia la caja y, mientras su mirada recorría la vitrina, veía los besos, los paseos por la playa, el sexo, las broncas, las reconciliaciones y las rupturas"

Cuando Carmen se fue, Elena encendió un cigarrillo y miró por la ventana. En la calle las obras continuaban, como si la ciudad hubiera decidido que era mejor estar siempre cambiando que claudicar ante el paso del tiempo. Elena entendía el sentimiento. No quedaba otra opción si quería seguir viva. O  tal vez no. Llegó a su casa al anochecer. Sobre la mesa del salón había una caja pequeña, de piel roja. La marca: Chaumet, tradición francesa. Dentro, un anillo de diamantes. Una nota manuscrita decía: “Para que tengas el quinto. S.” La letra era terrible, como la de los artistas o los médicos.

Caminó hasta su dormitorio. Abrió el primer cajón y sacó la vitrina de cristal, con los cuatro anillos dispuestos sobre el terciopelo azul, como pequeños planetas en un universo diminuto que giraba en torno a ella. Levantó la tapa, tomó el anillo nuevo entre los dedos y lo acercó a la lámpara de la mesilla. Estuvo así unos segundos, observando cómo la luz se refractaba en el diamante. La piedra era perfecta, sin fisuras. Un Chaumet clásico, tan francés, con una curva perfecta, que le recordaba al puente de Mostar, roto por la guerra en la mitad de su arco. Podía dejarlo caer ahí y cerrar para siempre el círculo. Miró las arrugas y las manchas que crecían en sus manos. Era difícil que hubiera más anillos. A su alrededor solo había hombres usados, quemados por traumas y divorcios, que nunca seguirían esos rituales. ¿Quería envejecer rodeada de tabaco, mercados de valores, libros viejos y criados? ¿Quién heredaría esa colección? Tal vez sus sobrinos, que los venderían por separado en una subasta. No sería una mala opción, cada uno de los compradores grabarían un nuevo nombre y se lo regalaría a una novia enamorada. Miró hacia la caja y, mientras su mirada recorría la vitrina, veía los besos, los paseos por la playa, el sexo, las broncas, las reconciliaciones y las rupturas. También imaginó qué habría pasado si hubiera seguido adelante y en su conciencia aparecieron la alegría de las bodas y los partos, los planos de pisos y adosados, las lágrimas y el alivio de los divorcios. Se incorporó lentamente y se miró en el espejo del tocador. Su mano izquierda, fina, digna de un pianista, temblaba. Se llevó el anillo hacia el dedo anular. Lo detuvo justo en la piel. Sintió el frío del metal. Después se lo puso.

4.4/5 (21 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

1 Comentario
Antiguos
Recientes Más votados
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios
Basurillas
Basurillas
4 meses hace

¡¡¡ Mi tesoooro !!!