Uno de mis sueños y, por tanto, de mis fracasos inevitables en esto de escribir es tener una buena idea, muy simple, y escribir con ella un libro único. Durante algunos años, leí muchos de estos libros únicos, y me pareció que había en ellos algo encantador, a medio camino entre la “literatura menor” de Deleuze y los objetos de coleccionista. Destinados a un público minoritario, estas obras esquinadas suponen sin embargo un atajo curioso en la aspiración, reconocida o no, de lograr la posteridad. Son libros que lee muy poca gente, pero que, muy poca gente, otra, nueva, siempre leerá.
De modo que, al enterarme de la existencia de unos Diarios alfabéticos (Lumen), de Sheila Heti, resucitaron todas mis ansias por tener algún día ideas tan delirantes y certeras. Enseguida pensé que el libro sería muy bueno.
Me costó, con todo, enterarme con precisión del juego que se planteaba, pues de primeras pensé que el alfabeto regía cada entrada, y hablamos de cientos de entradas si la autora llevó un diario durante diez hasta llegar a un original de 500.000 palabras. En el prólogo de la edición española, a cargo de Sara Barquinero, desgraciadamente no conseguí tampoco entender la operación. Así que busqué en Google y descubrí al fin qué había hecho exactamente Sheila Heti.
Se trató de volcar ese medio millón de palabras en un Excel y de disponer las frases por orden alfabético, de modo que no sólo sucesos de diciembre podrían aparecer en el libro antes que sucesos de enero, y pensamientos y estados de ánimo de 2018 antes que pensamientos y emociones de 2015, sino que las propias entradas eran descuartizadas y destruidas para obtener la unidad básica de construcción: la frase.
Esto quiere decir que una entrada que dijera “Es lunes. Ahora estoy triste. Comeré poco y me echaré una siesta. Quizá mañana sea mejor”, vería centrifugadas esas cuatro oraciones, que acabarían apareciendo separadas en su sitio correspondiente del volumen: en la E, en la A, en la C y en la Q, respectivamente. Además, se leerían en esas parcelas alfabéticas junto a otras frases también centrifugadas que casualmente empezaran por E, A, C o Q.
Así las cosas, las 500.000 palabras (es decir, las ochenta mil frases) ordenadas de esta forma resultarían ilegibles. Por ello, amparada en la propia epifanía y en algunos tramos sorprendentemente expresivos del experimento (por ejemplo, todas las frases que empezaran con un nombre propio se leerían de pronto seguidas, lo que delata un efecto interesante), Sheila decidió editar el monstruo y buscar esa expresividad del azar ordenado, de la salmodia y de la contraposición. El resultado son las 50.000 palabras que componen Diarios alfabéticos.
Algo parecido hizo Pablo Katchadjian con su libro El Martín Fierro ordenado alfabéticamente. Esta obra en verso, forzada a seguir la secuencia alfabética, se leía de pronto así:
Yo he conocido esta tierra
Yo he sido manso primero
Yo he visto en esa milonga
Yo he visto muchos cantores
Aclaremos también que el orden alfabético es riguroso, y no afecta únicamente a la primera letra del verso de José Hernández o de la frase de Sheila Heti, sino a todas las letras que componen ambos.
Si el autor argentino trabajaba sobre materiales clásicos, certificados, Sheila manipula su propia prosa. Esto hace que la imposición alfabética tenga una mayor trascendencia.
Lo que me gusta de su idea es que lleva la literatura a una suerte de tercera dimensión, o a un espejismo cinematográfico, o incluso a una burocracia sentimental. Uno, en su día a día (o en sus diarios) nombrará muchas veces a su cónyuge, a su padre o a su hijo, con tiempo suficiente entre mención y mención para no percibir obsesiones, manías, contradicciones o cambios de tono en la referencia. Así, agrupando todas esas menciones, emerge de pronto un retrato tanto de la persona mencionada como de nuestra relación con ella. Leemos en Heti: “Claire es una gran artista. Claire está hecha para este papel y no lo estropea. Clarie está muy en contacto con su público, es una persona tan buena y divertida, y tan inteligente, y tal culta, y tan alta. Claire estaba preciosa, su piel asombrosamente clara”. Leyendo este resultado de su experimento, Sheila Heti pudo quizá ruborizarse ante la evidencia de su envidia absoluta por Claire.
Además, con palabras menos espectaculares (el nombre propio es la baza mejor, como prueba la traducción al español de este libro), se producen curiosos efectos deícticos. Es el aquí y ahora el que muchas veces da sentido a la escritura literaria, pues el lector sabe que una vez hubo alguien juntando esas palabras que lee, y la unidad de una página corresponde a una tarde feliz o inspirada. En las páginas de Diarios alfabéticos, esto no puede suponerse, de modo que nos encontramos saltando por el interior de la conciencia de la autora en tiempos completamente distintos y situaciones necesariamente diferentes.
Ese efecto (vagamente parecido al que crea Eduard Levé en Autorretrato) parece dar a la escritura una dimensión nueva, y por eso pienso en películas, cuyos efectos especiales mezclan realidades, o en “burocracia”. Es como si una IA hubiera decidido leer una novela por orden alfabético, y la forma cambiara, volviéndose, como digo, una especie de inventario burocrático, pero la sentimentalidad no sólo persistiera, sino que, en ocasiones, se agudizara.
El problema, en fin, con la versión española de estos diarios es que el orden alfabético resulta conculcado por el cambio de idioma, y donde en inglés puedes juntar “hoax” y “holiday” en el mismo capítulo, el de la H, en español deberían ir por separado, en la E y en la V, engaño, vacaciones. Por no hablar del orden alfabético subsiguiente, con cada palabra, que obliga, en la traducción, a malabarismos antinaturales o a traiciones exageradas.
Todo lo cual explica que en español se denomine a estos diarios traducidos como “versión”. Quizá apostar por un orden alfabético de la propia traducción hubiera sido más interesante. Desde luego, más fiel. Porque la inseguridad con la que uno lee la traducción, muy meritoria y difícil, sin duda, de Sara Barquinero, acaba pesando en nuestro ánimo, pues ni leemos los Diarios alfabéticos de Heti, tal cual ella los concibió en su experimento, ni leemos los diarios alfabéticos de la traductora, sino una aproximación que, repito, me parece admirable como artesanía, pero resulta muy alejada de la verdad original: una mujer despedazando su propia intimidad, dándole un orden azaroso y dejando vivas una de cada diez frases por conexiones que sólo ella puede hacer.


“Pourquoi faire simple quand on peut faire compliqué?”, dicen los franceses.
Hoy creo que te has ido por las ramas. O más bien, no has dado en el clavo. Entiendo la idea subyacente de buscar un libro único, inconmensurable. Y que hayas escrito acerca de él. Pero ha sido a costa de que haya desaparecido ese Olmos sarcástico capaz de retorcer las palabras para sacar una sonrisa o para hacer pensar a nuestras aburridas neuronas un domingo por la tarde.
Reconozco que puede ser que el problema esté de mi lado, y que lector tenga un mal día. Pero me da a mí que no.