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Los días luminosos, de Zsuzsa Bánk

Los días luminosos, de Zsuzsa Bánk

En un pueblo del sur de Alemania, tres chiquillos disfrutan de la amistad y de los días luminosos intentando dejar atrás su historia familiar, marcada por el dolor y la pérdida. Veinte años más tarde, convertidos ya en estudiantes universitarios, deciden viajar juntos a Roma, donde su vínculo se ve sometido a las duras pruebas del amor, la traición y la culpabilidad. Con su habitual lenguaje depurado, Zsuzsa Bánk muestra en Los días luminosos la posibilidad de redención que a veces nos conceden los demás, gracias a los cuales logramos salvaguardar la esperanza. Una conmovedora novela sobre la amistad y la traición, el amor y la mentira, los secretos del pasado y los decisivos instantes que pueden cambiar nuestras vidas.

Zenda adelanta las primeras páginas de Los días luminosos, editada por Acantilado.

***

LA NIÑA DE CIRCO

Conozco a Aja desde que tengo uso de razón. No conservo recuerdos de una época anterior, de una vida en la que ella no estuviera, no puedo imaginar cómo habrían sido los días sin Aja. Enseguida me cayó bien. Hablaba alto y claro, y conocía palabras como circo ambulante y pandereta. Entre los demás parecía diminuta. Como si quisiera compensar sus pies y manos pequeños, hablaba con frases largas que casi nadie podía seguir. Parecía ansiosa por demostrar que sabía hablar en voz alta, sin pausas ni errores. Se mudó a nuestra pequeña ciudad cuando éramos niños y para nosotros no había nada más divertido que decir nuestros nombres al revés, y nos llamábamos Retep o Itteb. Aja se llamó sólo y siempre Aja.

Nos entendimos como se entienden los niños, sin titubear y sin rodeos. Desde que empezamos a jugar y una vez hechas las primeras preguntas, pasábamos los días juntas, ensartándolos en una especie de cadena infinita, y cuando alguien nos interrumpía para separarnos, nos lo tomábamos como una ofensa. Cuando Aja venía a mi casa, abría la puerta del jardín sin hacer ruido. Resultaba imposible abrirla y cerrarla silenciosamente, porque era una gran verja con ruedas que anunciaba a cualquier visita antes de que alcanzara la puerta de casa. La oíamos incluso cuando estábamos en el interior o en la parte más recóndita del jardín. Aja era la única capaz de abrirla sin que nadie se diera cuenta de que había entrado ni de que estaba cruzando el patio, y a mí me maravillaba que fuera tan sigilosa y que pudiera ir y venir sin llamar la atención.

Seguro que nos conocimos en verano. El verano acompañaba a Aja como si formara parte de ella, como si fuera dueña de la luz, del polvo y de las largas tardes luminosas por las que caminaba descalza y sin chaqueta, con un sombrero amarillo que había encontrado en el armario de su madre, como si estuviera en una gran casa muy luminosa cuyas habitaciones se sucedían sin puertas. Nos dimos un rápido beso y nos abrazamos como suelen hacer las niñas, aunque Aja no lo hacía con nadie más ni lo haría después, y ya no volvimos a separarnos. No sé por qué me escogió justo a mí y me invitó a entrar en su vida, una vida que era distinta a la que yo había tenido hasta entonces, diferente de cuanto conocía; una vida que me parecía lejana, más grande y amplia que la mía, y que se desarrollaba en un lugar sin tiempo ni fronteras. No sé qué la atrajo a mi lado, qué la empujó hacia mí en vez de hacia los demás y nos unió, no sé qué hace que las personas nos elijamos unas a otras. ¿Fue por mi forma de corretear por las praderas, de hacer saltar piedras sobre la superficie del agua o de cantar una canción? ¿O sólo fue porque, en aquella época y en aquel lugar, no había nadie más que hubiera podido llenar el vacío que había a su lado? ¿Crecimos juntas solamente porque nadie llegó a reemplazarme? Nunca se lo he preguntado, y hoy ya no tiene importancia. Hoy somos las que somos, y no nos preguntamos por qué, no intentamos averiguar los motivos.

Lo más extravagante de Aja era su madre. No se parecía a las demás madres que vivían en nuestra pequeña ciudad, en las estrechas callejuelas que desembocaban en la gran plaza, a la alargada y puntiaguda sombra del campanario de la iglesia, con sus coches y sus cestas de colores, que cada mañana abrían el buzón colgado en la cerca del jardín, mientras que la madre de Aja recibía la correspondencia en la puerta. Lo primero que me llamó la atención en ella fueron las uñas pintadas de los pies, porque también se había pintado los dedos, como si no le importara derrochar el esmalte para trazarse una línea de color violeta en la piel. Era más alta que las demás mujeres, incluso que la mayoría de los hombres, y Aja pasaba inadvertida a su lado. Tenía unas piernas largas y delgadas que ella misma decía que parecían de madera, y con razón, pues guardaban un ligero parecido con las patas de la mesa de la cocina que sacaba al jardín cuando llegaba el verano y colocaba bajo las ramas de los perales, que proyectaban su entramado de sombras sobre la superficie lisa. Detrás de una tela metálica tenía unas cuantas gallinas que le habían regalado, y a Aja y a mí nos permitía esparcir un puñado de maíz por el césped y abrir la puertecita. Luego, la madre de Aja se acercaba con sus zapatos planos y atrapaba una gallina, le retorcía el pescuezo y más tarde la desplumaba despacio, dejando caer las plumas blancas y marrones en el césped que le llegaba hasta las rodillas.

Aja vivía con su madre en una casa que no era tal, sino apenas una casita que se mantenía en pie gracias a cuatro tablones y alambres, una choza a la que atornillaban nuevos elementos cuando el espacio que había era insuficiente incluso para los pocos muebles de la madre de Aja, para los cartones y paquetes que amontonaba y para las cajas de zapatos donde guardaba las numerosas cartas que recibía. Las dos pequeñas habitaciones, la minúscula cocina y el estrecho pasillo estaban recorridos por una telaraña de cables eléctricos sujetos por cinta adhesiva que alimentaban las lámparas encendidas aun de día, cuando el sol brillaba y la luz llegaba a todos los rincones de la casa. Entonces yo no sabía nada sobre casas, no sabía cómo debían ser, qué aspecto debían tener y dónde debían estar, no sabía que necesitaban una calle y un número y que no bastaba con decir: «Está fuera de Kirchblüt, donde empiezan los campos y se cruzan los caminos de tierra, cerca de la casita del guardabarrera, se reconoce porque parece suspendida en el aire». No sabía que si uno quería clavar dos tablones de madera y tener cuatro gallinas necesitaba un permiso, que alguien disponía de la autoridad para decidir lo que era el hogar de Aja, y no sospechaba las mañanas que había pasado su madre en los pasillos de las oficinas municipales. Para mí, la casa de Aja tenía cuanto una casa necesitaba, a pesar de que en la puerta no hubiera cerradura, motivo por el que nunca llevaba llaves. Su madre dejaba abiertas la puerta descolgada del jardín y la de la casa, y cuando alguien le preguntaba si no tenía miedo a los ladrones, no podía evitar echarse a reír a su modo, un poco demasiado tarde, un poco demasiado bajo, como si se le acabara de ocurrir algo que nunca se le había pasado por la cabeza. «¿Qué van a robar en nuestra casa?», decía.

A veces, el sueño sorprendía a la madre de Aja en mitad de una frase o de un razonamiento, y por la noche, cuando Aja se despertaba e iba a la cocina por un vaso de agua, se la encontraba sentada bajo la luz de una lámpara, como si estuviera esperando el amanecer, según me contaba mi amiga. Su madre tenía rasguños en las manos y moratones verdes en las rodillas y espinillas, y su aspecto resultaba cómico con aquellos esparadrapos y vendajes sucios que ella misma se hacía con retales. Pelando cebollas se cortaba con un cuchillo que había colgado en un gancho fuera del alcance de Aja, se golpeaba la cabeza contra los armarios, tropezaba con los cables y arrastraba tras de sí cosas que luego se rompían y que ella echaba a un cubo, junto con otros fragmentos y astillas que ya no podía reparar. Caminaba por la casa, por el jardín y por las calles de la pequeña ciudad como si no hubiera obstáculos, como si nada pudiera interponerse en su camino, como si las cosas tuvieran que apartarse a su paso y no al revés, como si no pudiera malgastar ni un sólo pensamiento en ello porque eran demasiado valiosos o porque tenía pocos y debía ahorrarlos.

Por las noches, antes de irme, antes de separarnos para volver a vernos como muy tarde al día siguiente, a la mañana siguiente, nos despedíamos haciendo una voltereta lateral. Igual que otros se estrechan la mano y se abrazan, nosotras hacíamos una voltereta lateral junto a la puerta descolgada, donde el césped estaba pisoteado y los dientes de león se abrían paso entre los postes de la cerca. Aja y yo girábamos en una dirección con el mismo movimiento rápido, y la madre de Aja, entre nosotras, giraba en la otra dirección. Muchos días no se nos unía, como si temiera molestarnos o quisiera dejarnos más tiempo por si no hubiésemos tenido bastante, como si necesitáramos aquel minuto, aquellos pocos instantes antes de que me fuera. Mientras bajaba por el estrecho sendero, en cuanto divisaba la casita del guardabarrera me daba la vuelta y veía a Aja encaramada a la cerca, con las rodillas entre los postes, haciéndome señas con ambas manos como si quisiera decirme: «¡No te olvides de volver mañana! ». A pesar de que su casa no tenía una dirección, la madre de Aja recibía cartas que llegaban en un grueso sobre de papel de estraza, con la única referencia de Kirchblüt bajo su nombre, escrito con una letra menuda e inclinada. El cartero se las llevaba hasta la puerta porque siempre había alguna que requería su firma. Aunque luego, cuando se colgó de la verja un buzón de hojalata con una ranura, podía haber echado allí la correspondencia, siguió entregándosela en mano y pronunciado su nombre como si quisiera comprobar cada vez quién era y si realmente se trataba de la destinataria de las cartas. Era una de las raras ocasiones en que oíamos su nombre completo. De lo contrario, la madre de Aja insistía en que la llamáramos Évi, no Éva, y mucho menos señora Kalócs. Decía que ya tenía suficiente con que la llamaran así los funcionarios municipales, y sólo al cartero le permitía decir su nombre completo. Cuando éste dejaba la bicicleta apoyada en la cerca, empujaba la puerta descolgada y veía luz en la cocina; cuando oía un ruido, un golpeteo, llamaba a la ventana y esperaba a que Évi recorriera la corta distancia que había hasta la puerta y recogiera la correspondencia, aquellas cartas envueltas en papel de estraza que llegaban en unos sobres azules, ligeros como plumas, que ella dejaba durante días en la mesita junto a la mosquitera. Aja y yo los cogíamos multitud de veces y les dábamos la vuelta una y otra vez, y Aja los olisqueaba porque creía que olían a su lugar de origen. Los acercaba a su nariz y a la mía, los agitaba en el aire como si fueran un abanico, y cuando su madre nos descubría y preguntaba: «¿A qué huele esta carta?», Aja le respondía: «A América, huele a América».

Tan pronto como las primeras noches frescas empezaban a acechar el verano, Aja y su madre recibían una visita. Llegaba de muy lejos, como decía Évi, en barco, tren y autobús, y después de haber recibido sus cartas, Aja y Évi lo esperaban durante semanas sin saber exactamente qué día llegaría. Cada sábado, Évi echaba a la cazuela una gallina que luego comía con nosotras, se pintaba las uñas de los pies, primero de rojo y después de color rosa, abría el espejo plegable, se recogía el pelo con unas horquillas bajo un pañuelo azul y más tarde se lo soltaba. Barría el suelo, lavaba las cortinas en un barreño en el jardín, las colgaba húmedas y las plisaba. Por la tarde vigilaba los caminos de tierra y por la noche miraba el calendario hasta que, un día, aparecía alguien ante la puerta descolgada. Aja y yo lo veíamos desde la ventana. Llevaba una maleta oscura en una mano y, en la otra, un sombrero que se quitaba en cuanto Évi aparecía en la puerta, apartaba la mosquitera, ponía un pie en los peldaños y se alisaba dos mechones de pelo que le caían sobre la frente, corría por las losas sueltas hacia la puerta del jardín, alargaba las manos y le acariciaba las mejillas. Aja decía que era su padre, pero Évi negaba con la cabeza y, cuando Aja no podía oírla, aseguraba que un hombre que la visitaba una vez al año no podía ser su padre. Durante aquellas semanas, por la noche Aja recogía las cuerdas y las pelotas que había desperdigado por el jardín, cenaba lo que Évi le ponía en el plato y, después de clase, volvía corriendo a casa en vez de atravesar los huertos y los campos conmigo y con los demás niños hasta llegar a la casita del guardabarrera, donde solíamos tumbarnos en el césped y esperábamos a que bajaran las barreras para ver pasar los vagones marrón rojizo de los trenes de carga. Su padre se llamaba Zigi. Aja lo llamaba así, y su madre también, y a veces Zigike o Zigili o Zigikém o Zig-Zig. Yo me preguntaba cómo alguien podía llamarse así, y dudaba que Zig-Zig fuera un nombre de verdad. A Zigi le caía el pelo sobre la cara, unos rizos rebeldes le crecían en todas direcciones y raras veces se los cortaba. Dos de sus dientes eran más oscuros que los demás y estaban apiñados, un poco como dos personas que tratan de sobresalir en medio de la multitud. Tenía un aspecto famélico, como si últimamente hubiera comido demasiado poco. Y, de hecho, Évi estaba convencida de que debía recuperar peso en aquellas semanas, así que apenas salía de la cocina y, cada dos o tres horas, ponía sobre la mesa salchichas y galletas saladas, té dulce y rosquillas de azúcar. Zigi llevaba un pañuelo rojo en el bolsillo superior de la chaqueta, en el que Aja se sonaba cuando no encontraba otra cosa y que destacaba entre la ropa oscura de aquel hombre que, según Évi, parecía que estuviera yendo a su propio entierro. Nunca usaba calcetines y siempre se ponía los mismos zapatos negros con los lados agujereados. Sus pequeños pies se antojaban más grandes en aquellos zapatos que nunca perdía a pesar de no atarse los cordones. Con la misma facilidad con que uno ahuyenta un mosquito o se echa leche en el café, Zigi hacía saltos mortales hacia atrás, una y otra vez, como si volara por el jardín de Évi dibujando círculos con las piernas en el aire, por encima de sillas y bancos que nunca lo estorbaban. Cuando se apoyaba en la ventana de la cocina con su taza de café, ya sabíamos que en cualquier momento daría un salto llevándose las rodillas al pecho, se pasaría la taza de una mano a la otra por debajo de los pies y, en cuanto aterrizara de nuevo, la apuraría de un trago, se la pasaría a Aja y se inclinaría ante nosotras hasta que la punta de su afilada nariz rozara sus rodillas y pudiéramos ver la libélula que, años atrás, se había tatuado en la nuca con un poco de tinta negra y una fina aguja.

Las acrobacias de Zigi nos encantaban y nunca nos cansábamos de ellas. Aja me contaba que, en cuanto se levantaba, se quedaba en pijama junto al marco torcido de la puerta y esperaba a que Zigi saliera de entre las mantas y la acompañara haciendo el pino hasta la cocina. Al mediodía, cuando yo llegaba, Zigi estaba entre los perales en equilibrio sobre una pelota que había encontrado bajo el cobertizo que había detrás de las gallinas, donde Évi amontonaba las macetas vacías. Cuando, descalzo sobre la pelota, braceaba haciéndola rodar entre las madrigueras de los topos y su espalda se arqueaba hacia atrás, y parecía a punto de perder el equilibrio y caerse, Aja arrastraba hacia el jardín el sillón de mimbre de Évi y se sentaba con las piernas cruzadas como en un trono, apoyada en el respaldo mucho más alto que ella, con las palmas de las manos en los muslos y las rodillas debajo de los reposabrazos. Desde allí seguía los movimientos de Zigi hasta que éste empezaba a salir de su campo de visión, y entonces volvía un poco la cabeza hacia él. Aja, que podía decir su nombre al revés sin que cambiara ni sonara diferente por mucho que lo desmembráramos y lo uniéramos de nuevo, por mucho que lo desmontáramos y lo hiciéramos girar encima de nosotras con la misma facilidad con que Zigi hacía piruetas en el jardín de Évi, adelante y atrás, bajo dos árboles, cuando volaba por los aires y gritaba ese nombre, Aja.

Año tras año, Zigi traía cosas con que Aja y yo no sabíamos qué hacer pero que a Évi le hacían más ilusión que nada en el mundo. Aquella vez, llegó con unos jirones de papel de pared de un estampado de rosas rojas que sirvieron para decorar parte de la diminuta cocina. Una mañana, Zigi descolgó el estante, vio caer una lluvia de billetes que él mismo había mandado en un sobre y que Évi había escondido detrás de platos y tazas, y pegó el papel alrededor de la ventana que daba a las losas sueltas que conducían a la puerta descolgada del jardín. Sin ni siquiera proteger antes el suelo con periódicos, encoló la pared con una brocha sin derramar ni una sola gota; cortó las tiras de papel con movimientos rápidos y precisos utilizando uno de los afilados cuchillos de Évi, sin sentarse ni tomar medidas, presionó el papel con ambas manos y lo alisó con el pañuelo rojo, que se había sacado del bolsillo de la chaqueta negra y metido bajo la camisa. Por la noche, Évi se sentó en la cocina rodeada de rosas rojas que no olían a nada, pero que trepaban por la pared como si quisieran crecer y salir al aire libre a través de la ventana.

Para Évi, los días que pasaba con Zigi eran sagrados. Las pocas semanas que él dormía en su cama y comía a su mesa podía fingir que eran una familia como cualquier otra. Durante el tiempo en que Zigi compartía la casa y el jardín con ellas, Évi se mantenía un poco al margen y se volvía más silenciosa, como si quisiera ahorrar las frases disponibles y no acaparar la atención de Zigi, como si no se sintiera con derecho a robarles a Zigi y a Aja el tiempo de que disponían y que Aja debía aprovechar al máximo para que le durase hasta el año siguiente. Cuando yo llegaba a la casa, veía desde la cerca a Évi apoyada contra un árbol, bajo las ramas colgantes, con las manos cruzadas sobre el vientre, como si hubiera tratado de esconderse y no hubiera encontrado un sitio mejor. Sólo al anochecer, cuando Aja se quedaba dormida en el regazo de Zigi con la cabeza apoyada en su pecho, le parecía a Évi que tenía derecho a hablar con él, o eso decía, como si únicamente pudiera disponer de él a última hora de la tarde y por la noche, mientras que, el resto del día, pertenecía por completo a Aja.

Mientras Évi recogía ciruelas subida a una escalera y las echaba en un cubo, mientras cruzaba el jardín con la colada para tenderla en una cuerda detrás de los girasoles, Zigi nos llevaba al pequeño estanque del bosque, nos ayudaba a saltar cercas, arbustos y troncos y, de vez en cuando, levantaba los brazos y hacía un salto mortal hacia atrás, volando por encima de nuestras cabezas. Pasábamos tardes enteras viendo a Zigi hacer piruetas en el aire y aterrizar de pie justo en el sitio que habíamos señalado con dos bastones en forma de cruz. Cuando se sentaba a Aja en un hombro y a mí en el otro, nos sujetábamos con fuerza a su cabeza y le tapábamos los ojos con las manos, pero incluso entonces corría sin vacilar ni tropezar, con los mismos pasos rápidos de siempre, como si no necesitara la vista para correr, como si supiera exactamente en qué parte del camino había ramas y piedras. Cuando la tarde bañaba el jardín de Évi con la luz azulada de finales de verano, algunos niños se apiñaban en la cerca y se subían a los postes para no perderse el momento en que Zigi echaba la cabeza atrás y, con una bandeja llena de vasos vacíos sobre la frente, se ponía a hacer equilibrios a lo largo de la cerca; vasos que Évi iba llenando de zumo cuando Zigi pasaba a su lado y que Aja servía a los niños por encima de los postes hasta que él bajaba la cabeza, cogía la bandeja al vuelo con una mano, se la ponía bajo el brazo y brindaba con Aja. Cuando en el patio del colegio o de paseo por Kirchblüt le preguntaban a Aja si el hombre que hacía equilibrios con una bandeja en su jardín era su padre, ella decía: «Sí, es mi padre», y sonaba como si nadie encajara mejor en su mundo, como si nadie tuviera en él un lugar tan estable como Zigi.

Zigi hacía acrobacias aunque nadie lo mirase. Lo que no sabía era que Aja y yo nos ocultábamos tras una cortina o un arbusto para espiarlo cuando cogía unos aros de madera del cobertizo que había detrás de las gallinas, se los ponía en los brazos y las piernas y los hacía girar mientras caminaba por el camino de tierra, hasta que desaparecía entre los maizales. Nos impacientábamos si Zigi no hacía piruetas, si caminaba como cualquier otra persona sin hacer el pino, si se tomaba un café sin levantar las rodillas hasta el pecho de un salto, si se sentaba en una silla sin haberla lanzado previamente por los aires o si se limitaba a sacar una libretita del forro de su chaqueta oscura y, con los lápices de Aja, hacía un dibujo del tamaño de una uña, dejando en blanco el resto de la hoja. Año tras año, Zigi inspeccionaba la choza de Évi, pasaba las manos por la madera, las tablas y los zócalos, los marcos torcidos de las ventanas y sus profundas grietas, a través de las cuales se colaban las hormigas en verano. Luego se ataba a la pierna derecha el pañuelo rojo, que utilizaba para sujetar un martillo con el que fijaba los clavos que se habían movido, o enderezaba tablones desplazados. Antes de irse, Zigi quería dejar la casa preparada para el invierno. Temía que Aja y Évi se congelaran, que el frío irrumpiera a través de la mosquitera y se filtrara por debajo de la puerta en los largos meses oscuros que seguirían a un otoño prematuro, y pronto nos acostumbrábamos al sonido hueco que hacía al golpear una a una las abrazaderas del canalón. Aquel sonido nos decía: «Es Zigi, que está reparando la casa».

Cuando el verano dio paso al otoño, Zigi derribó con un hacha la pared de la habitación de Évi, quitó el marco de la ventana e instaló una puerta de cristal que había encontrado en una chatarrería de la carretera que pasaba por detrás de Kirchblüt y transportado en un carro por el camino de tierra que bordeaba los maizales. Así Évi no tendría que salir por la ventana para ir al gallinero, que estaba en la parte trasera de la casa. Cuando ella lo llamó Zigilein y Zig-Zig como muestra de agradecimiento, él cogió un pincel, una pala y un cubo y empezó a enyesar las paredes exteriores y a pintar la madera antes de que llegaran las primeras heladas y él ya se hubiera ido. Tras las ventanas veíamos sus zapatos sucios colgando de la escalera, que iba desplazando cada hora unos centímetros hasta que hubo rodeado la casa dos veces. Por la tarde, Zigi bajó de la escalera y subimos nosotras, y cuando él subió de nuevo al día siguiente, salimos corriendo al jardín para observarlo mientras enyesaba las paredes, porque lo hacía diferente, porque incluso los actos tan simples como rascar, pintar y picar parecían distintos si los hacía él. Nos fijábamos en sus delgados tobillos, cuyos huesos apuntaban hacia ambos lados como si fueran flechas, como si en cualquier momento pudieran salir disparados. Ni siquiera cuando aplicaba la argamasa con una pala se quitaba los pantalones negros ni los zapatos, que se llenaban de polvo y que nunca perdía a pesar de que llevaba los cordones desatados.

Mientras el otoño nos lo permitió, Aja y yo nos pasábamos las tardes sentadas en una gran sábana que Évi extendía entre dos árboles. Évi y Zigi hablaban en su idioma y reían en voz baja, como si no quisieran que los entendiéramos. Mientras nos mecíamos en la sábana, las sombras se alargaban y se oscurecían hasta cubrirlo todo, y Évi se olvidaba de mandar a Aja a la cama y a mí a mi casa. Luego subía los peldaños hasta la mosquitera y desaparecía con Zigi dentro de la casa. Los veíamos en la habitación de Évi, ante la nueva puerta de cristal, cogidos de la mano y abrazados. Zigi levantaba el brazo y Évi giraba, bailaban sin música, se desplazaban con pasitos rápidos a lo largo del estrecho pasillo, rozaban los abrigos al pasar junto al perchero y Zigi cogía su sombrero y se lo ponía a Évi. Mientras nos mecíamos contemplándolos, Aja y yo pensábamos, sabíamos con seguridad, que era así como debía ser y que algún día también sería así para nosotras.

Al cabo de unas semanas, Zigi se fue sin dejar más que una capa de yeso húmedo que no quería secarse debido al mal tiempo y un papel de pared lleno de rosas que trepaban hacia el jardín. No había anunciado con antelación el día de su partida, pero tanto Aja como Évi supieron que estaba a punto de irse en cuanto vieron a Zigi golpeando una a una las abrazaderas del canalón alrededor de toda la casita, que había pintado de un blanco roto. Sus sospechas se confirmaron cuando Zigi dibujó un autobús, un tren y un barco en su cuaderno. Lo acompañaron hasta la parada, donde cogió el autobús hacia la estación para subir a un tren y luego un segundo tren que, ya de noche, lo dejó en la ciudad en cuyo puerto lo esperaba un barco al que subió por una ancha pasarela. No embarcó raudo y veloz, sino que necesitó tomarse su tiempo para cruzarla; o al menos eso escribió en la carta que Aja leyó a escondidas. Aunque el cartero se la llevó unas semanas más tarde, Zigi había empezado a escribirla justo después de haber zarpado. Cuando el autobús giró bajo los castaños y apareció al final de la calle, Évi le dio la mano a Aja. Cuando las puertas se abrieron, la estrechó hacia sí y le rodeó los hombros con el brazo, mientras Zigi lanzaba al interior del autobús su maleta con sus escasas pertenencias, subía los escalones de un salto, se sujetaba en la barra con una mano y se inclinaba hacia atrás como si quisiera rozar el asfalto con la coronilla, con una pierna extendida hacia delante, la espalda arqueada hacia atrás y el sombrero negro en la mano para saludar por última vez. Más tarde, le pedimos varias veces a Évi que nos contara cómo habían seguido con la mirada el autobús que se había llevado a Zigi mientras hacía el último número, que se reservaba para el momento de la despedida. Aunque Aja lo había visto con sus propios ojos, no se cansaba de escucharlo en boca de Évi. Nunca descubrimos cómo convenció Zigi al conductor para que dejara las puertas abiertas. Quizá el buen hombre aceptara algo de dinero a cambio o se compadeciera de Évi y de Aja, que se quedarían solas todo el otoño, y por eso no cerró las puertas hasta la siguiente curva, tras la cual Zigi se puso el sombrero, cogió la maleta, bajó y continuó a pie porque, según explicó después por carta, el autobús iba demasiado rápido y no le gustaba alejarse tan deprisa de la parada, donde Aja y Évi se quedaron un ratito más como si no supieran adónde ir, y del estrecho camino por el que poco a poco, cogidas de la mano y con pasitos vacilantes, regresaron a su casa de un blanco roto, que se encontraba bajo los perales y a la que Zigi había clavado dos o tres tablones más durante los últimos días con la esperanza de que mantuvieran el invierno a raya. Además de su olor, que se desvanecería tan pronto como Évi abriera la ventana, Zigi dejó un montón de dibujos entre las tazas del desayuno. Aja se llevó unos cuantos a su habitación, guardó algunos en un cajón entre calcetines y blusas y colgó otros frente a la ventana, y Évi clavó el resto encima de su cama para ver desde la almohada los dibujos que Zigi había hecho para ella en una hoja blanca: un ramo minúsculo de flores amarillas, un diminuto carromato de circo, un tragaluz microscópico y debajo, sobre una pequeña sábana, un niño casi imperceptible. Con el tiempo, los dibujos desaparecieron. Desaparecieron del pasillo, la cocina y la habitación de Aja, se cayeron y se deslizaron debajo del horno o detrás de los armarios y las camas, y Évi y Aja pronto dejaron de agacharse para recogerlos.

Évi procuraba no exteriorizar ninguna emoción cuando Zigi se iba, cuando se despedía para regresar al cabo de un año, cuando la dejaba con Aja en una casa que él mismo había construido, con tablones de madera y gruesos clavos sobre cuatro piedras, y que quizá por eso parecía suspendida en el aire. Évi seguía adelante con su vida, aunque debía de resultarle difícil, e incluso algo tan simple como preparar el café la dejaba agotada. Tras una silenciosa pausa, Aja también reanudaba su vida cotidiana tan pronto como Évi mandaba a sus casas a los niños que esperaban tras la cerca, porque Zigi ya no haría piruetas en el aire ni equilibrios con una bandeja en la frente llena de vasos de zumo rojo; tan pronto como comprendía que Zigi ya no volvería a sentarse en la cocina por las noches para dibujar bajo la luz amarillenta figuras deformadas que le dejaba pintar a la mañana siguiente. Cuando correteábamos por la casa, ahora siempre se nos pegaba borra a los calcetines, hasta que Évi recuperaba el control sobre sí misma y se daba cuenta de la cantidad de polvo y suciedad que arrastrábamos con los pies.

Durante todo el invierno, Aja se aferró a las cartas de Zigi, a los dibujos que le mandaba metidos en los sobres: los hombrecitos rodeados de flechas con que Zigi ilustraba las acrobacias que estaba ensayando y que nosotras intentábamos reproducir enseguida. Aja se guardaba las cartas en los pantalones y los vestidos y se las sacaba del bolsillo cuando llegábamos al arroyo que fluía detrás de la casita del guardabarrera. Zigi no se había molestado en aprenderse mi nombre ya que, como decía Évi, nunca se fijaba en los nombres porque le parecían absurdos e insignificantes, ni siquiera el suyo era auténtico, sino uno que él mismo se había inventado un año que Évi había dejado atrás hacía mucho: la primera vez que Zigi subió a un barco que lo llevó al otro lado del océano y se separó de cuanto lo había rodeado hasta entonces para dedicarse a hacer equilibrios con una bandeja sobre la frente bajo una carpa de circo, instalada en la misma costa donde el barco lo dejó unos días después de haber zarpado. Sin embargo, cuando le escribía a Aja y terminaba una carta con la frase «Os mando un fuerte abrazo a ti y a tu amiguita», yo sabía que se refería a mí.

En primavera, cuando las temperaturas más benignas hacían nacer los primeros brotes verdes en el jardín de Évi y nos invitaban a ir más allá de los campos para pasear por el cercano bosque, a Aja le resultaba más soportable la ausencia de Zigi, y aún más cuando llegaba el verano, que traía noches tibias y extendía su cielo vasto y claro sobre nosotras, cuando Évi se sentaba en su sillón de mimbre bajo los perales y acariciaba el césped con los pies descalzos, sola y rodeada de sillas y mesas, como si estuviera esperando a alguien. Zigi nos explicó un día que no nevaba sólo en invierno, sino todo el año, aunque no pudiéramos ver la nieve. Por eso los días de verano contemplábamos el cielo de Kirchblüt tumbadas entre los dientes de león y los ranúnculos, y cuando las nubes le parecían lo bastante cargadas, Aja me decía: «Mira, está nevando».

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Autora: Zsuzsa Bánk. Traductora: Marina Bornas Montaña. Título: Los días luminosos. Editorial: Acantilado. Venta: Todos tus libros, Amazon, FnacCasa del Libro.

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