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Los personajes de Francisco Umbral

Los personajes de Francisco Umbral

Francisco Umbral escribió a mediados de los 70 en el diario El País sus famosas «negritas», unas columnas diarias que funcionaban a modo de crónica de la España del momento, de estilo ácido e irónico. «Cada vez que hablo mal de alguien en una columna, al día siguiente me invita a cenar», llegó a declarar. En 1991 publicaría Crónica de esa guapa gente, una sucesión de artículos sobre personajes con los que llegó a tratar, y de distintos ámbitos —el cine, la literatura, la música, la política—. «Esto que aquí ofrezco es un álbum de las familias que hoy rigen España mediante el dinero, la influencia, el sexo o el miedo. Después de treinta y cinco años de profesión, ocurre que uno se ha retratado con todo el mundo, como una puta cara, desde el Rey hasta El Lute». En este artículo, por tanto, se harán unas negritas de las negritas de Umbral mediante esta novela.

Comienza, brevemente, con el Rey Juan Carlos I: «El Borbón borbonea, que es lo suyo. Un día que le dije “cielo” a una infanta se la llevó en seguida». Un día, el autor fue de visita al Museo de Cera de Madrid y se fotografió con una simulación de la famosa tertulia del Café Pombo: «Los museos de cera son más fieles a la cera que a la historia». Aprovecha, además, para describir su encuentro con Federico García Lorca: «Federico, muy señorito de pueblo, que es lo que era, tiene un papel en la mano, seguramente unos versos que ha hecho esta mañana, llenos de quereres verdes y merlines de cintura. Federico era un buen chico, pero tenía la manía provinciana de leerte sus versos en cuanto te cogía distraído. Le habían dicho que tenía encanto, que leía muy bien, y él se lo había tomado en serio. Cuando se es buen poeta, Federico —le decía yo—, no hace falta ir de poeta por la vida ni dar el coñazo en los cafés, hijo. Era un gran poeta con resabios provincianos».

En lo que a la poesía respecta, sí demuestra un gran aprecio literario hacia el poeta Blas de Otero: «Blas de Otero es a la poesía lo que Cela a la prosa en los cuarenta, dos modelos»; también hacia Pere Gimferrer, a quien consideraba un genio: «Gimferrer acaba en un día con aquella fórmula de “lo social”, malversada por señoritos como Gil de Biedma y Barral, y por obreros auténticos, como Blas de Otero. Cambia la poesía con Arde el mar, un libro que a sus valores intrínsecos añade la virtus casi taumatúrgica del proselitismo. El genio, cuando surge, es nefasto para su generación, porque la anula». Mantuvo, además, cierta amistad con Rafael Alberti —a quien define como un hombre «lírico y menesteroso»—: «En el velatorio de Dámaso Alonso, él con gorra marinera y yo de particular, todos los académicos aparecieron armados de rosario (menos Cela) y se liaron con el orapronobis. Rafael y yo, que estábamos sentados en la esquina, nos mirábamos con espanto y vacío: —Y tú y yo qué hacemos aquí, ¿Paco? […] El cura clamaba verdades eternas. “Pero qué dice este gilipollas”, me preguntó Camilo. Sólo Alberti, Cela y yo nos quedamos sin rezar.

A Camilo José Cela, uno de sus maestros, le recuerda continuamente: «Las últimas generaciones pasan de Cela y hasta se indignaron, con rabieta infantil, contra su Nobel. Y luego van, le imitan mal y no se enteran. De Cela aprendí a escribir cada vez más sobrio y duro, una suerte de lirismo violento y contenido. Pero, sobre todo, aprendo de él a ir de único por la vida y no a descomponer nunca la figura, que no pasa nada, coño». Otro de los capítulos está dedicado a Miguel Delibes, gran amigo y también maestro. Delibes, sobre su paso por la Real Academia Española, le contó: «Llevé una lista de mil pájaros a la Academia, para el diccionario, y no me admitieron ninguno. Allí se pierde el tiempo». Umbral, sobre la Academia, en un capítulo dedicado a Lázaro Carreter, añade: «Es mejor la Academia de fuera, de los que no están porque no han querido estar: Valle-Inclán, Gómez de la SernaOrtega, Alberti. Son los que iban a mear ritualmente a las paredes de la Academia».

Umbral, que hizo de sus columnas algo icónico dentro de El País, sin embargo, se muestra crítico y tajante con esa época: «Un día se me hincharon los huevos y le dije a Juan Luis Cebrián que me iba de El País».

—¿Es que ganas poco?

—Aparte de que gano poco, estoy hasta las tetas de la censura.

[…]

—Cómo coños te vas a ir de aquí. O bajas el tono o te paso dentro.

—Ni bajo el tono ni me pasas dentro. Bai, Bai.

«Me fui a la puta rue y al día siguiente me contrataba Pedro J. Ramírez para el Diario 16 […] Fui el primero en demostrar que fuera de ese periódico no estaban las tinieblas exteriores, sino la vida, otra vez la vida, como antes. Aparte de que me pagaban una mierda. Lo que se dice una mierda». Sobre el periodismo, también dedica un capítulo a Luis María Ansón: «Hizo Luis María un ABC insólitamente antifranquista donde yo escribí, en ese privilegiado palimpsesto del periodismo español que es su tercera página […] Curiosamente, en este país, donde a la derecha ya se la vota poco, el ABC se vende tanto como los periódicos de izquierdas, y esto es arte, magia y oficio de Ansón, que ha sabido reciclar el viejo conservatismo español y cada día tiene en una llaga a las marquesas de Serrano con un desnudo artístico, un artículo de Marcelino Camacho o unos poemas homosexuales de Lorca».

En cuanto a los personajes del ámbito político, llama la atención una mordacidad sin límites hacia Serrano Suñer. «Don Ramón Serrano Suñer es un anciano pulcro que un día se me presentó en la Feria del Libro, con su señora, la Polo, a que le firmase un ejemplar de mi última novela. Paré la cola, paré el epigrama y salí del tenderete a abrazar al viejo fascista que tanto nos había torturado a los niños de mi generación, que fue una generación de posguerra y mandarina».

—Lo que le ruego, Umbral, es que no siga profundizando en mi vida privada, como lo hace en su último libro, mi mujer está muy enferma y…

—Una mujer muy enferma no lee novelas. No se va a enterar. Tampoco pretendo apurar el culebrón de los Serrano Suñer. Estoy ya en otra cosa.

«Yo comía de Auxilio Social y paseaba una lírica tuberculosis mientras este señor mandaba en España, con Laín y otros aguerridos cobardes. Eso no se olvida, tíos, y una de las fuentes prodigiosas de mi prosa inagotable es el rencor». De esta experiencia saldría su desconocida novela Las ánimas del purgatorio, unas memorias de juventud sobre la tuberculosis. Hacia quien sí muestra simpatía dentro del mundo de la política es hacia su amigo Ramón Tamames, a quien dedica el capítulo «Tamames, del PCE al vino», donde cuenta que había cambiado la política por los viñedos, y a quien define como «un cometa Halley con corbata de dibujitos».

Uno de los capítulos más interesantes, al final del libro, cuenta su encuentro furtivo con el nobel Mario Vargas Llosa en una peluquería de Madrid, y además aguarda una magnífica reflexión sobre la idea del éxito en la literatura. «Como todos los peluqueros intelectuales le confundían con Faulkner, decidió hacerse realista total, y entonces los peluqueros dejaron de leerle en masa, y también los clientes de los peluqueros, porque era un poco coñazo eso de La guerra del fin del mundo. Ahora el pelo se lo corta en casa, porque ha descubierto que España está llena de peluqueros intelectuales. Y la gloria literaria no consiste en que lo lean a uno los críticos, que para eso están, sino en que lo lean los peluqueros».

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