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Los pesares de los adultos

Los pesares de los adultos

Suena a frase lapidaria, pero verdaderamente la desestructura familiar es una vieja forjadora de talentos literarios. Esta afirmación resulta particularmente cierta en las letras francesas: Rimbaud, Houellebecq, Balzac, Baudelaire… La lista de autores afectados por la ausencia de un padre o la sustitución de este por un padrastro (con mayor o menor éxito en términos afectivos) es tan larga como notable. En no pocos casos, esta situación acababa haciendo aflorar complejas relaciones edípicas, cuando no torrentes de caudaloso odio hacia la figura materna. “La Boca de Sombra” llama Rimbaud a su madre. “La cerda que devora a sus hijos”, dice Bazin de la propia. A veces, la aversión adquiere dimensiones formidables y corre en ambos sentidos: «Si Michel vuelve a poner mi nombre en un libro —como hizo en Las partículas elementales—, describiéndome como una puta entretenida por un norteamericano, y me lo encuentro, le daré un bastonazo en la cara que le romperá todos sus dientes», dice la madre de Houellebecq.

En esta suerte de tradición (“El odio a la familia forma parte de la tradición literaria”, dirá André Gide), Hervé Le Tellier nos trae en su último libro un retrato familiar en el que el resentimiento ha dejado paso al sincero intento de comprender a unos adultos cuyas vidas han terminado (padre y padrastro muertos, la madre atrapada en las tinieblas del alzhéimer) y que han hecho lo que han podido para seguir adelante con su carácter y sus circunstancias.

"El niño es un monstruo que fabrican los adultos con sus pesares, dirá Le Tellier citando a Sartre, y desde esa perspectiva nos irá narrando lo que supo de esos parientes o lo que vivió con ellos"

Como en un cuadro de Brueghel el Viejo, Le Tellier dispone la panoplia de familiares congelados en una imagen bulliciosa, donde vemos a los alegres y a los flemáticos, a los dulces y a los violentos, a los prósperos y a los mediocres. Nos habla de un bisabuelo brutal que sacudía a su mujer e hijos, de un abuelo ingeniero, adúltero frenético, que trajo a la familia de la Picardía a París. Una abuela alsaciana, laboriosa y amable, que hablaba mejor el alemán que el francés y servía vasos de cerveza mezclada con gaseosa al niño Hervé. Una tía intrépida y vividora (el reverso sentimental de su hermana) que irá encabalgando maridos y fortunas hasta quedar arruinada. Un padre infiel que pronto se ausentará para aportar hermanastros remotos y reencuentros gélidos.

Pero en el centro de este relato están, girando indisolubles, su madre y su padrastro, una “inseparable pareja sin amor”. Una progenitora incapaz de expresar (o acaso sentir) alguna estima hacia sus seres cercanos, tan implacable que llegará a devolver, hecha añicos, una carta en la que su hijo le expresa su amor y deseos de reconciliación. Capaz de albergar desacomplejadamente sentimientos mezquinos, como la envidia hacia su hermana y su triunfal schadenfreude cuando la ve al fin arruinada. Una mujer que, a pesar de sus aires de superioridad, no puede evitar caer en comentarios grotescos, como cuando unos empleados de pompas fúnebres le preguntan si quiere que le presenten a su marido, tras acicalar el cadáver, y ella responde indignada: “¿Presentármelo? ¡Pero si ya lo conozco, que es mi marido!”. Y su padrastro es el apocado esbirro al que esa mujer soberbia y ridícula maltrata constantemente, siempre del lado de ella, siempre empeñado en marcar en el suelo la línea que protege a su matrimonio del hijo del hombre anterior.

"Nos explicará que, lamentablemente, ni su madre ni su tía guardan recuerdo alguno de ciertas niñas, condiscípulas de liceo, que acabaron deportadas a Auschwitz"

El niño es un monstruo que fabrican los adultos con sus pesares, dirá Le Tellier citando a Sartre, y desde esa perspectiva nos irá narrando lo que supo de esos parientes o lo que vivió con ellos, como niño perplejo primero, como adolescente rebelde después, sacando uno a uno cada retrato e hilando, en una narración circular, su construcción sentimental. Cuando el álbum familiar traiga escenas humillantes o dolorosas, Le Tellier sabrá enfrentarlas con un sentido del humor solvente, presente en cada una de las páginas. Al fin y al cabo, se trata de convivir con esos recuerdos sin avergonzarse de la parentela propia, sin que el rencor o el deseo de haber tenido unos padres mejores le conviertan a uno en un amargado. Se trata de estar dispuesto a enfrentarse a todos ellos para comprenderse mejor a uno mismo, indagando hasta en los retratos más antiguos, los de las levitas de terciopelo y las imágenes en sepia, hasta que el relato no sólo apele a la crónica familiar sino también a la propia historia de Francia.

Así, nos explicará que la familia de su padrastro procede de un Secretario de Estado de Luis XIII. Que su bisabuelo nació dos días después de la Comuna de París. Su tía abuela será enfermera en la Primera Guerra Mundial y su abuelo paseará por el Golfo Pérsico en un semioruga Citroën durante el período de entreguerras. Nos explicará que, lamentablemente, ni su madre ni su tía guardan recuerdo alguno de ciertas niñas, condiscípulas de liceo, que acabaron deportadas a Auschwitz.

“Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera”, había dicho Tolstoi, y del famoso adagio Le Tellier toma un título para este libro y la excusa para explicar de qué manera fue infeliz la suya. Pero también para desvelar por qué todas familias felices se parecen: porque siempre se ven desde fuera, porque, a poco que uno bucee en los entresijos de cualquier parentela, acaba convencido de que las familias felices siempre son las de los demás.

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Autor: Hervé Le Tellier. Traducción: Pablo Martín Sánchez. Editorial: Seix Barral. Venta: Todos tus libros.

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