En una memoria tan tutelada como la de la cultura española, invariablemente dirigida por comisarios políticos que imponen hasta los recuerdos, no es de extrañar el olvido al que se condena a cuantos no comulgan con el dogma menester. Ahora bien, que dicha desmemoria haya caído sobre el director de fotografía Luis Cuadrado, quien junto con el entrañable montador Pablo G. del Amo y el director de producción Primitivo Álvaro fue uno de los pilares fundamentales de las producciones de Elías Querejeta, cuando éstas eran el “otro cine español”, da que pensar.
Yo mismo, debo reconocer, tras escribir una pequeña pieza en el año 83, impresionado por el drama de Cuadrado, habiendo sido el equivalente español al francés Raoul Coutard, el italiano Giuseppe Rotunno o el estadounidense Laszlo Kovacs, no había vuelto sobre su magnífica labor en la pantalla autóctona. Como también debo reconocer el encomiable trabajo de Antonio García-Rayo, quien recoge en su blog testimonios e instantáneas de cuantos trabajaron con el director de fotografía que trajo la luz naturalista y racional a nuestro cine.
Los que amaron mucho y bien, cuantitativa y cualitativamente, y, sin embargo, llegan a viejos, dicen que perder la libido, ya octogenarios —en el peor de los casos: septuagenarios con creces—, ha de entenderse como una liberación. Y, en efecto, ha de serlo. Que pase a tu lado una mujer, que estando tú en la cumbre de tu edad te hubiera hecho volverte para ver cómo se aleja —por así llamar a esa mirada impúdica que el deseo suscita— ha de ser, en verdad, partir con una servidumbre. Dulce, pero servidumbre al cabo. Y en estos tiempos que corren, en los que el derribo y la abolición de la masculinidad hegemónica a los que asistimos son una cuestión de estado —incluso el paradigma sexual es otro—, no volverse es lo correcto, lo debido. Es más, hacerlo, si no lo es ya, acabará por ser un delito.
Cuando la libido se pierde, como para todo, está el bálsamo de la memoria, tan estrechamente ligada al sexo que, incluso puestos a ello, nos recuerda otros deseos satisfechos: aquella mujer, ya experta, que te espabiló en la adolescencia, aquella hippie, que cuando España aún olía a sacristía, “se lo hacía” como una extranjera; o aquellas otras, de tan feliz memoria, que se asomaban a tu vida en los dichosos 80. Solo una noche, eso sí, llena de besos y caricias. Esos recuerdos del retozo son cuanto queda cuando la vida se empieza a acabar. Con los años, con los muchos años, todo se comprende. También ese inexorable deterioro físico al que llamamos decrepitud. Pero, ¿puede comprender la pérdida de la vista, aún en la cumbre de su edad, alguien que trabaja con la luz?
Estos días escribo sobre un historietista, el gran Jacques Martin —¡amo tanto la bande dessinée!—, el creador de Alix el intrépido y Lefranc, quien se quedó ciego en el tramo final de su carrera. Ni que decir tiene la importancia de los ojos para un dibujante. Pero cuando Martin los perdió ya tenía 68 años. Es decir, ya estaba en el ocaso, en esa apacible, parsimoniosa indolencia que trae la senectud. Ante tales circunstancias, el maestro de la Línea Clara se limitó a escribir los guiones que dibujaban otros colaboradores.
Pero Luis Cuadrado, el director de fotografía que trajo a la pantalla autóctona la luz naturalista y racional, a quien Carlos Saura definió como “un producto quintaesenciado, refinado y sensible de esa escuela de dificultades” que fue el cine de autor español de los años 60 y 70, un maestro imprescindible de la iluminación del cine “pobre”, perdió la vista en la cumbre de su edad y su experiencia profesional. En Francia le habían descubierto en las mismas cintas en las que se maravillaron con el realizador aragonés: La caza (1966), Peppermint frappé (1967), Stress es tres, tres (1968), La madriguera (1969), El jardín de las delicias (1970), Ana y los lobos (1973)… En fin, todo el cine de Carlos Saura hasta que esa ceguera progresiva, consecuencia de un tumor, le impidió seguir iluminando el universo de este cineasta en Cría cuervos (1976).
Cisco Bermejo, otro director de fotografía que en sus comienzos fue ayudante de cámara de Cuadrado, recuerda que al final, ya con la oscuridad nublándole por completo la mirada, el “maestro” —que siempre le llamaron cuantos rodaron con él en su edad de los prodigios— era asistido gentilmente por el foto-fija Laureano López, quien “le indicaba las dimensiones del encuadre, cuáles eran las fuentes de luz natural existentes en el decorado y otros detalles que le permitían diseñar una iluminación adecuada y tan eficaz como siempre”. Eso honra a López, tanto como a Manuel Summers haber confiado a Cuadrado la fotografía de Mi primer pecado (1977), su última película.
Al parecer, unos meses después, el British Film Institute se disponía a rendirle el merecido tributo programando un ciclo con sus mejores trabajos, que es como suelen rendir honores las filmotecas. Tan dados a la pintura patria como son los británicos, los cinematographers del Reino Unido habían descubierto en las secuencias iluminadas por su desdichado colega zamorano “presencias y ángulos de lienzos de pintores españoles: Velázquez, Murillo, Goya, Madrazo, Sorolla, Vázquez Díaz…”, explica Bermejo”.
Hijo de un restaurador de vidrieras —igual llevaba en los genes ese afán por filtrar la luz natural mediante sábanas—, Luis Cuadrado nació en Toro en 1934. Formado en la legendaria Escuela Oficial de Cine de Madrid, cuando salió de ella el academicismo dictaba que las películas debían iluminarse en compensación de la realidad y sin estridencias. No obstante, desde su primer trabajo para Summers, ese esplendido retrato de la derrota que es Juguetes rotos (1966), su profundo conocimiento de la técnica fotográfica le abocó a la ruptura con el academicismo, llevándole a la experimentación. Le gustaba trabajar con la gama más alta del blanco y el negro, obviando en la medida de lo posible la gama de grises. Sólo usaba los filtros imprescindibles para la corrección de la temperatura de color, y en exteriores se guiaba por el Sol.
Aun en el blanco y negro, imperante en los años 60, hizo lo que nadie había hecho hasta entonces: desdeñar esa fotografía brillante en aras de ese naturalismo que siempre busca quien quiere dar cuenta de las cosas tal y como son. Y una vez conseguida la luz de la realidad, implicó dramáticamente la fotografía del filme en la historia que se quería contar.
Sí señor, así de grande era el quehacer del director de fotografía por excelencia del nuevo cine español de los años 60. Tanto los mesetarios —Francisco Regueiro, Miguel Picazo, Basilio Martín Patino…—, que llamaban los catalanes a los cineastas que operaban en Madrid, como la Escuela de Barcelona —Jaime Camino, Pere Portabella, Jacinto Esteva…—, encontraron en Luis Cuadrado la luz de su mirada.
Volviendo ahora sobre su legado, yo recuerdo el trabajo del malogrado maestro de la luz naturalista y racional iluminando a Patty Shepard en Un, dos tres… al escondite inglés (Iván Zulueta, 1970) o en esa secuencia de El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973) en que Teresa Gimpera espera el tren en la estación. Y en tantas actrices asomándose a la ventana, que el maestro que habría de perder la vista iluminaba con esa exquisita gracia que lo hace el Sol. Todo era naturalismo y admiración cuando las sombras acabaron con su luz.
Una vez ciego, tomó el relevo su segundo operador, Teo Escamilla, quien recordó la generosidad de Cuadrado al instruirle en la iluminación fílmica cuando los directores de fotografía, los de la luz compensada y sin estridencias, para que los acólitos no aprendieran sus trucos, una vez rodada la secuencia, lo primero que hacían era quitar los filtros y cambiar el diafragma del objetivo.
Ya en el año 80 —lo he sabido ahora, que se puede hablar de los que se matan con normalidad—, Luis Cuadrado se quitó la vida con 46 años, baldado por el dolor, en la cumbre de su edad y de su profesión.


Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: