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Luis Sepúlveda, que nos enseñó a volar

Luis Sepúlveda, que nos enseñó a volar

Una noche de primavera, mientras cenábamos en su casa, le pregunté a Luis Sepúlveda por Salvador Allende. «Era excepcional, el viejo», dijo. Luego echó un trago a su copa de vino, se quedó unos minutos en silencio y poco a poco fue retomando el pulso a la fiesta que él mismo había organizado como prolegómeno al encuentro que durante los días siguientes mantendrían en su ciudad unos cuantos escritores, latinoamericanos en su mayoría, a los que él había convocado y reunido aquella noche en torno a un gran asado para celebrar, con los debidos honores, una alborozada exaltación de la amistad. He recordado aquella respuesta porque esa misma frase —«Era excepcional, el viejo»— podría aplicársele a él para resumir una vida forjada a base de exilios, intemperie y desarraigo y en la que primó sobre ninguna otra cosa la vocación de tender puentes, sin duda porque era consciente de que se estaban dinamitando demasiados, y colocar en primer plano a esos vencidos a los que la historia rara vez concede la oportunidad de ofrecer su versión de los hechos.

"Sepúlveda, que nunca tuvo nombre de torero, tenía la habilidad de convertir su prosa en una herramienta para contar y concienciar desde una alta exigencia estética y una férrea implicación con el lenguaje"

La novela que acabó teniendo un sesgo fundacional en su carrera, Un viejo que leía novelas de amor, nació precisamente de esa voluntad por acercarse a los marginados de la tierra, por darles voz y dejar noticia de su existencia. Inspirado en su convivencia con los indios shuar, aquel libro era un canto a la riqueza de la diversidad y una reivindicación de un continente, Latinoamérica, acostumbrado a desangrarse ante la indiferencia de los demás. Sabía bien de lo que hablaba porque en su Chile natal ya había tenido que pagar con la cárcel su oposición a la infamia pinochetista, y el periplo en el que se embarcó durante los años posteriores —Argentina, Uruguay, Brasil, Paraguay, Bolivia, Perú, Ecuador, Nicaragua— le dio la ocasión de conocer bien la cruda realidad de un territorio que, según sus propias palabras, limita al norte con la violencia y carece de otros puntos cardinales.

Sus libros se convirtieron en una apasionada invitación al viaje, pero no al que simplemente nos desplaza a otros lugares, sino al que además nos obliga a movernos por el interior de nosotros mismos para poner a prueba lo que creemos saber y obligarnos a escrutar en nuestras zonas de sombra. También para enseñarnos que, por más que las cosas vengan mal dadas y ganar sea la excepción, no hay que permitirse el lujo de bajar la cabeza ni dar por perdido el combate antes de tiempo; que hay que aceptar la incertidumbre «no como una maldición, sino como la fuerza motriz que permite asomarse a las pequeñas certezas», tal cual lo expresó en esa maravilla que pergeñó a medias con su cómplice Daniel Mordzinski y que llevó por título Últimas noticias del sur. Movido por ese afán de promover la inteligencia, quiso inculcar en las generaciones recién llegadas la curiosidad por descubrir en otras voces los mimbres con los que forjar la suya propia, y de ahí surgieron la aclamada historia del gato aquel y la gaviota, las andanzas del caracol que supo valorar como se merecía la importancia de la lentitud y la parsimonia de esa ballena blanca en cuyas peripecias tuvieron mucho que ver los recuerdos que conservaba de su experiencia como ayudante de cocina en un barco ballenero.

"Nos queda el recurso de volver a Patagonia Express, a La sombra de lo que fuimos, a El fin de la historia, y reencontrarnos allí con Luis Sepúlveda, que nos enseñó a volar"

Sepúlveda, que nunca tuvo nombre de torero, tenía la habilidad de convertir su prosa en una herramienta para contar y concienciar desde una alta exigencia estética y una férrea implicación con el lenguaje, que está en la raíz de otro de sus grandes legados: la decisión de asumir como un compromiso personal la tarea de acercar las dos orillas del idioma para forzarlas a entablar un diálogo que les permitiera recuperar una familiaridad muchas veces desdeñada. De ese empeño nació el Salón del Libro Iberoamericano, que hizo de Gijón el gran puerto por el que entraban cada primavera las metáforas del nuevo continente para iluminar con su fulgor la vieja Europa, y gracias a su tesón las voces de uno y otro lado se fundieron e instauraron una resonancia que durante años enriqueció a quienes tuvimos la suerte y el privilegio de tomar parte en el prodigio. Realmente era un tipo excepcional, el viejo. Lo atestiguan el poso que deja en las personas que lo tuvieron cerca y, sobre todo, las páginas que escribió. Ahora que él ha vuelto a salir de viaje, siempre nos queda el recurso de volver a Patagonia Express, a La sombra de lo que fuimos, a El fin de la historia, y reencontrarnos allí con Luis Sepúlveda, que nos enseñó a volar.

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